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Entre clics y corazones: el arte de enseñar en tiempos de IA
En esta era de cambios tan veloces —donde el aula respira más allá de sus muros, entre pantallas, algoritmos y clics inquietos—, los maestros del Perú enfrentan una misión compleja, pero luminosa: sembrar conocimiento en almas libres, despertar la patria dormida y forjar justicia con tiza, ternura y terquedad amorosa, desde cada rincón del país.
Los jóvenes estudiantes de hoy —siempre un paso adelante en el uso de la tecnología— han descubierto atajos digitales para sortear tareas y exámenes. Usan inteligencia artificial como quien mira su horoscopo, a veces sin pausa ni reflexión. Acceden a información sin abrir un libro, crean sin escribir, resuelven sin pensar. Y sin embargo, ahí está también la paradoja: la misma tecnología que puede anestesiar el pensamiento, puede también ser aliada de la inteligencia verdadera.
Porque los profesores —esos alquimistas del aula— tienen ahora más herramientas que nunca para encender ese fuego sagrado llamado conocimiento. Además, pueden detectar cuándo una tarea huele más a ChatGPT que a lápiz mordido. Una estrategia eficaz —y quizás la más humana— es debatir con el alumno el contenido presentado; no se necesita ser un genio para notar cuándo un texto no le pertenece realmente. Basta con conversar, mirar a los ojos, preguntar lo que no está escrito. La verdad, a veces, se revela en una pausa. O en un silencio.
Y es que no todo lo que brilla en internet es sabiduría. En medio del ruido —tutoriales musicalizados, frases de autoayuda y artículos sospechosamente perfectos— se hace urgente enseñar a discernir. Separar el oro auténtico del «oro bamba», lo profundo de lo superficial. Porque tener acceso a la información no es lo mismo que comprenderla.
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Aquí entran en juego los espacios de confianza: bibliotecas digitales con alma. Páginas que no solo informan, sino que acompañan. Peruanísima, por ejemplo, no es solo una revista cultural: es una declaración de amor al Perú. Somos ya casi medio centenar de escritores que escriben con las manos, sí, pero también con el cerebro, la memoria, el corazón y una pizca de terquedad idealista. No es nuestra intención deslumbrar, solo queremos tocar fibras, contar quiénes fuimos y quiénes aún podemos ser.
Un brillante docente de una universidad local —de esos que no explican, sino que despiertan—, con ingenio y sabiduría, propicia enriquecedores debates entre sus alumnos a partir de los contenidos publicados en nuestra revista. Y ocurre la maravilla. Gracias a esta iniciativa, conectan ideas, surgen comentarios encendidos pero alturados, que reflejan la calidad intelectual de sus educandos. Con una dialéctica ágil y argumentos bien estructurados, los estudiantes analizan y comentan lo leído, demostrando no solo comprensión profunda, sino también una admirable capacidad crítica. Y uno los lee y piensa: aún hay esperanza en nuestro país.
Porque educar no es llenar planas ni repetir nombres de batallas. Es cultivar preguntas. Y entre los valores que hoy deberíamos sembrar —como quien cuida un jardín en sequía— están:
- El amor por la cultura, que no es erudición, sino identidad. Que nuestros alumnos descubran que la historia no solo está en libros con olor a polvo, sino en la voz de la abuela que canta mientras cocina, en las historias que cuentas los viejos, en los versos heridos de Vallejo, en las esquinas humildes de Abancay donde aún late la patria.
- El respeto por la lectura, ese acto íntimo —casi revolucionario— de sentarse a escuchar una voz lejana. Que lean no por cumplir, sino por el puro placer de perderse. Porque un libro —sea en papel o electrónico—, si es bueno, te deja distinto al cerrarlo.
- La identidad regional y nacional, que no es folklore impostado, sino raíz profunda. No se trata de usar escarapela y desfilar bonito en julio, sino de saberse hijos de una tierra vasta y hermosa. Un joven que conoce su historia no se disuelve en lo global; florece allí con voz propia.
Bien guiado, internet no es enemigo. Puede ser un puente. Un profesor curioso y comprometido, que comparte buenos enlaces —como los de Peruanísima—, abre ventanas a la realidad peruana, crónicas con alma, reseñas que iluminan, poesías que enternece, cuentos que edifican. En sus manos, la pantalla también se vuelve lámpara.
Porque sí, los docentes del Perú están llamados a más que repetir contenidos. Son jardineros de criterio, vigías del sentido, despertadores de conciencia. Y si el pizarrón fue su escudo, la pantalla puede ser hoy su espada.
Abramos, entonces, las ventanas digitales con sabiduría. Que, entre la luz, no la sombra. Que naveguemos este mar con brújula ética, mirada crítica y pasión intacta.
Porque, al final del día, no hay tecnología ahora, ni la habrá, capaz de sustituir la chispa que habita el alma de un buen maestro.