MÁS ALLÁ DE LA GRATITUD

Un Tributo a Nuestros Padres

Han transcurrido cuatro años desde que mi padre emprendió su último viaje. A pesar de haber estado a su lado en sus años finales, una sombra de inquietud persiste en mi corazón, susurrando que pude haber hecho más.

Lo mismo sucede, cuando pienso en mi tía Margarita, que partió a su encuentro con el Señor hace ya, año y medio

Esta reflexión personal me ha llevado a comprender una verdad universal sobre el ciclo de la vida y el amor intergeneracional que nos une a todos, y que quiero compartir con ustedes, amables lectores de Peruanísima. 

Nuestros padres son los primeros narradores y protagonistas de nuestras historias, aquellos que pintan los primeros colores en el lienzo de nuestra existencia y ponen los sonidos más hermosos. Sus voces, pacientes y amorosas, construyeron los cimientos de quienes somos hoy.

El envejecimiento de nuestros padres es quizás uno de los procesos más delicados y significativos que enfrentamos como hijos. Es un espejo invertido de nuestra propia infancia, donde los roles se transforman sutilmente, pero la esencia del amor debe permanecer intacta.

Dicen los entendidos que cuando ellos comienzan a repetir sus historias, no están simplemente olvidando que ya las han contado; están aferrándose a los momentos más preciados de su vida, aquellos que desean compartir una y otra vez. Y a veces, nosotros, sin comprenderlo, nos aburrimos y tontamente les recordamos que «esa historia ya me la contaste.»

El Dr. Karl Pillemer, gerontólogo de la Universidad de Cornell, señala que «la calidad de la relación entre padres e hijos adultos tiene un impacto significativo en el bienestar emocional y la salud física de ambas generaciones.» Esta observación científica respalda lo que el corazón ya sabe: la paciencia y el amor que mostramos a nuestros padres envejecidos no solo los beneficia a ellos, sino que también nutre nuestra propia humanidad.

Los objetos que rodean a nuestros padres mayores no son simples posesiones; son anclas emocionales que los conectan con su historia. Cada fotografía amarillenta, cada mueble gastado, cada reliquia familiar cuenta una historia de vida que merece ser honrada. Cuando intentamos «modernizar» su entorno sin consideración, podemos estar inadvertidamente arrancando páginas de su libro de vida.

El proceso de envejecimiento viene acompañado de una vulnerabilidad que requiere de nuestra parte una comprensión especial. Como escribió el poeta Khalil Gibran: ««Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.»»

El autor junto a su fallecido padre, don Julio César Casas Casas.

Esta verdad profunda nos recuerda que, así como ellos nos permitieron crecer y equivocarnos, debemos ofrecerles la misma libertad en su vejez.

La sabiduría de nuestros mayores, aunque a veces esté envuelta en palabras repetidas o consejos anticuados, es un tesoro que trasciende el tiempo.

Cuando un padre anciano insiste en contar una historia por enésima vez, no está simplemente recordando; está tejiendo los hilos de su legado, asegurándose de que sus experiencias y valores sobrevivan en la memoria de sus seres queridos.

Los estudios demuestran que los adultos mayores que mantienen conexiones sociales activas y significativas viven más tiempo y con mejor calidad de vida. Permitirles disfrutar de sus amistades y de la compañía de sus nietos no es solo un acto de bondad; es una inversión en su bienestar emocional y físico.

Y es más, el tiempo que dedicamos a nuestros padres en su vejez es un regalo bidireccional. Mientras les ofrecemos nuestro apoyo y comprensión, recibimos lecciones invaluables sobre la dignidad, la resistencia y el amor incondicional. Cada momento de paciencia que les brindamos es una oportunidad para honrar el tiempo que ellos invirtieron en nosotros.

Dicen los psicólogos que la culpa que sentimos por «no haber hecho suficiente» es un sentimiento común que debemos abordar con gentileza hacia nosotros mismos. Como dijo la escritora Maya Angelou: «Haz lo mejor que puedas hasta que sepas hacerlo mejor. Entonces, cuando lo sepas mejor, hazlo mejor.»

Los últimos años de nuestros padres son como un atardecer que merece ser contemplado con la misma maravilla con que ellos observaron nuestros primeros pasos. Es un tiempo para crear memorias que servirán de consuelo cuando ya no estén físicamente presentes. Porque nada es para siempre. Cada gesto de amor, cada momento de paciencia, cada sonrisa compartida se convierte en un tesoro que el tiempo no podrá borrar.

La tecnología y el ritmo acelerado de la vida moderna pueden hacernos olvidar la importancia de la presencia genuina. No se trata solo de estar físicamente, sino de estar presentes con el corazón y la mente, de escuchar no solo con los oídos sino con el alma y el corazón.

Como señala un proverbio japonés: «El tiempo no es oro; el tiempo es vida.»

Hoy, tengo la suerte y el inmenso privilegio de poder acompañar a mamá, no digo cuidar, porque en tal caso, ella me cuida más a mí, aún con sus menguadas fuerzas. Mi madre es un ser de luz, más buena que el pan. Su bondad infinita se manifiesta en cada gesto, en cada acción desinteresada hacia los demás. Vive únicamente para hacer el bien, para servir a los demás, como un ángel terrenal que desprende amor por donde pasa. Sin embargo, el camino no está exento de desafíos. A veces tenemos discrepancias, momentos en que nuestras perspectivas chocan, y me duele profundamente en el alma no poder ser más paciente.

Reflexionando, pienso que estos momentos de frustración son un recordatorio de nuestra humanidad compartida y de que el amor, aunque incondicional, no siempre es perfecto en su expresión. Cito nuevamente a la poetisa Maya Angelou: «El amor es como el pan, debe hacerse nuevo cada día.»

Y para aquellos que, como yo, luchan con la impaciencia ocasional hacia sus padres mayores: recordemos, como como me dijo un buen sacerdote y mejor amigo, que el amor perfecto no significa ausencia de frustración, sino la voluntad de seguir intentándolo cada día, de levantarnos después de cada momento de irritación con renovado compromiso de ser mejores hijos.

Porque al final, el amor que nos tienen nuestros padres nunca ha dependido de nuestra perfección, sino de su capacidad infinita de aceptarnos tal como somos.

Con el corazón encogido, muchas veces observo a algunos hijos que no valoran la presencia de sus padres en sus vidas. ¡Pobres almas que no alcanzan a comprender el tesoro invaluable de vivencias que se están perdiendo! Son momentos únicos que jamás volverán. No son conscientes del vacío inconmensurable que sentirán cuando sus padres emprendan el viaje sin retorno. Como dijo sabiamente Jorge Luis Borges: «No se puede medir el tiempo que se pierde, hasta que se pierde para siempre». Estos hijos ausentes no imaginan las lágrimas que derramarán cuando los recuerdos no construidos se conviertan en el más pesado de los remordimientos.

Con profunda tristeza, he sido testigo de quienes, incluso después de la partida de sus padres, dedican energía a criticar y cuestionar su legado, en lugar de honrar la memoria de quienes les dieron la vida. Como dijo el escritor Rainer Maria Rilke: «La verdadera patria del hombre es su infancia», y cada padre, con sus virtudes y limitaciones, construyó lo mejor que pudo ese primer hogar en nuestras vidas. Ningún padre es perfecto, como tampoco lo somos nosotros sus hijos, pero el amor y el respeto trascienden las imperfecciones humanas. Cada padre tiene su propia historia de luchas, sacrificios y circunstancias que moldearon su manera de criar. La gratitud, más que el juicio, debería ser nuestra respuesta ante el regalo de la vida y los esfuerzos, grandes o pequeños, que nuestros padres realizaron por nosotros. En este mundo tan diverso, cada familia escribe su propia historia, pero el respeto hacia quienes nos precedieron debería ser un capítulo universal.

El tiempo con nuestros padres es como agua entre los dedos: imposible de retener una vez que se ha escapado. Los que hoy tienen la bendición de tener a sus padres vivos y no les dedican tiempo, están desperdiciando el regalo más precioso que la vida les ha otorgado.

El viaje de acompañar a nuestros padres en su vejez es una oportunidad sagrada para devolver una fracción del amor infinito que nos han dado. Es un recordatorio de nuestra propia humanidad y mortalidad, una invitación a ser mejores personas y a construir un legado de amor y comprensión.

No esperes a que sea demasiado tarde para mostrar tu amor y gratitud. Cada día es una oportunidad para crear momentos significativos con nuestros padres.

La paciencia y el amor que mostremos hoy se convertirán en los recuerdos que nos sostendrán mañana. 

Recuerda: no estamos simplemente cuidando de nuestros padres mayores; estamos honrando a quienes construyeron los cimientos de nuestra existencia y enseñando a las generaciones futuras el verdadero significado del amor incondicional.

En este ciclo de dar y recibir, encontramos no solo el propósito más profundo de la familia, sino también la más bella expresión de nuestra humanidad.

Entradas relacionadas

UN ANHELO BAJO LA LUNA AREQUIPEÑA

NACER EN EL PERÚ

TESOROS INVISIBLES

Este sitio web utiliza cookies para mejorar su experiencia. Suponemos que está de acuerdo, pero puede darse de baja si lo desea. Seguir leyendo