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Hace unos días, al recordar a mis compañeros peludos en un artículo para Peruanísima, se me escapó un nombre durante la edición, un error imperdonable aunque involuntario. Un olvido que, según las leyes invisibles del cariño verdadero, es casi una traición. Hoy escribo estas líneas a modo de redención.
No mencioné a Tribi. Sí, a Tribilín, aunque nosotros —con la ligereza irrespetuosa de los niños— lo rebautizamos como Tribi.
Aquello, por cierto, causaba la molestia de un amigo de apellido Triveño, quien se daba por aludido cada vez que llamába a mí juguetón perrito, y al que sin razón, este odiaba.
Y así, entre el enojo del amigo y nuestras risitas cómplices, Tribi se quedó Tribi para siempre.
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Tribi no era de raza, ni falta que le hacía. Era un glorioso chacu o chaco, un hermoso mestizo de pelambre lanuda y blanca, como si alguien hubiera desenrollado un ovillo de algodón sobre un torbellino de entusiasmo. Su cuerpo era un mapa de remolinos traviesos, con rizos que parecían haber sido peinados en una competencia de pequeños huracanes. Lucía unos ojos marrones y brillantes, como capulis gigantes, vastos, chispeantes y súper expresivos. Tenía una nariz húmeda, redonda, marrón como un botón, que nunca paraba de olfatear los misterios del mundo. Y la lengua, siempre la tenía afuera, como bandera ondeando en su propio reino de alboroto. Es que la vida de Tribi era un constante «corre que te alcanzo». Su cola, tampoco conocía la quietud. Se movía como imitando al ventilador, cada vez que uno regresaba a casa, aunque hubiera salido solo a comprar caramelos a la tienda de la señora Juanita. Para él, cada regreso era un acontecimiento épico, una fiesta, una escena final de película con música de violines y tambores. En su mundo no existía el reloj, solo el amor desbordado, siempre a punto de explotar por las patas.
Yo, en ese entonces, aún tenía paciencia para entrenar perros. Le enseñé unas cuantas gracias: caminar a mi lado sin correa, hacerse el muertito (aunque a veces moría con un solo ojo abierto), quedarse quieto como un monje zen cuando le decía «quieto ahí» y saludar sentadito, con el torso erguido sobre las patas traseras, con las manitas dobladas como si estuviera orando. Esa última pose, por cierto, se convirtió en su herramienta de manipulación favorita: se sentaba así frente al almuerzo, inmóvil, casi levitando de concentración, hasta que alguien —inevitablemente— le lanzaba una presa, él atrapaba en el aire y roia hasta dejarla monda y lironda.
El amor de Tribi era motivo de disputa doméstica. Mi hermana Mary juraba que a ella la quería más, y yo, que ya sabía la verdad, no le discutía demasiado. Nos manteníamos en ese tira y afloja de quien compite por un afecto que es, en el fondo, generoso y múltiple. Pero en el fondo, yo sabía que Tribi era más mío, aunque lo negara con nobleza.
Tribi me seguía a todas partes, muchas veces hasta intentó ir al colegio conmigo.
Era un fiel acólito en mis misas, y me acompañó al catecismo para prepararme para mi primera comunión, y hasta se acercó junto conmigo a recibir la hostia. Era también un cinéfilo clandestino en las funciones de matiné. Se sentaba a mis pies, y a veces parecía mirar la película. De cuando en cuando lanzaba un ladrido opinador, como si no estuviera de acuerdo con el guion o le disgustara el soundtrack. Había que hacerlo callar con una patadita suave y una mirada seria. El suspiraba y se quedaba callado… por tres minutos.
Tribi era muy pulcro, por naturaleza supongo pues yo nunca se lo enseñé. Y eso es algo que debería aprender Chiquito, el shih tzu que ahora alegra los días de mi madre
Tribi, Como todo un caballero, jamás marcaba territorio dentro de casa, pero al salir a la calle, parecía llevar una cisterna a cuestas. No sé de donde sacaba tanto líquido. Y hasta para hacer el dos —que era un ritual de silencio y solemnidad— se iba a su rincón predilecto en el huerto, entre las higueras y la sombra discreta de la morera.
Pero no todo era perfecto, era celoso como amante despechado, absolutamente tóxico. Si me veía muy aficionado a alguna niña del barrio, se metía en medio, gruñía, y nos miraba con el reproche de quien ha sido olvidado por completo.
Pero todo cuento con perro tiene una página amarga. Y esta no es la excepción.
Un día, en el que estábamos atareados en plena mudanza, Tribi me acompañaba mientras yo llevaba una caja con libros, de pronto, él se fue tras una perrita que apareció y lo puso loco de amor. No supo medir los peligros, o quizás el corazón le ganó a las patas. Cruzó la calle Arequipa, frente a Bata y lo atropelló un volquete lleno de trabajadores que volvían de las obras en la hidroeléctrica de Matará. Cuando lo levante, aún descoyuntado, todavía respiraba. Lo puse encima de la caja de libros y corrí con él, con la ilusión torpe de quien cree que el cariño basta para curar cualquier herida. Murió en el camino, tratando de lamer mi mano, justo cuando estaba por entrar a casa.
Lo lloré mucho. Lo suficiente como para prometerme que nunca más tendría otra mascota. Pero las promesas que nacen del dolor son tan frágiles como las que se hacen de alegría. Con el tiempo vinieron otros: simpáticos, cariñosos, fieles… pero ninguno como Tribi.
Le preparé un ataúd, sustrayéndole a mamá, una caja negra donde ella guardaba telas finas. No se lo dije, claro.
La caja, en cuyo fondo hice un mullido lecho, terminó guardando el cadáver del fiel y amado Tribi, al pie del limonero, en un hueco profundo que cavé con rabia, tristeza y ternura. Lo tapé con cuidado, como quien cierra un libro precioso que uno no quiere terminar.
Ese fue mi primer perro. El que me enseñó que se puede querer mucho sin necesidad de hablar. Que la amistad también tiene patas, hocico y lengua afuera. Y que hay afectos que, aunque el tiempo pase, siguen moviendo la cola en algún rincón secreto del corazón