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NUEVAS CRÓNICAS – EMPEZANDO AGOSTO
—Hola, doctor, buenos días. Dice mi papá que me venda al… al… ca… ca… —y se fueron en agonía las dos últimas sílabas de Alka-Seltzer, la sal estomacal para la indigestión de la noche anterior de mi padre.
Olvidé el difícil nombre por el susto del encuentro fortuito con la Loca Satuka (será motivo de otra reseña) en mi caminar hacia la botica del doctor Cartagena.
Una voz gruesa, desde un metro ochenta de estatura, montura de anteojos redondos colgando del gancho de la nariz y un dedo índice raspando mi cara de ocho años, me espetó, usteándome:
—Pequeña Pinto, regrese a su casa y traiga por escrito lo que le han mandado a comprar.
A una cuadra de mi casa abanquina, calle Arequipa 807, atendía en La Botica, centro cosmopolita del pueblo, mi ilustre vecino, el doctor Arturo Cartagena Valderrama (recién ahora, después de medio siglo, he conocido su apellido materno).
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Era el doctor Cartagena: alto, de estampa humana impresionante, de sonrisa ausente en rostro adusto, ojos que escudriñaban por encima de sus lentes parecidos a los de don Ricardo Palma.
Solo de mirarte, colocaba en su lengua el diagnóstico certero:
—Tiene empacho.
—Tos ferina.
—Está con diarrea.
—Fiebre amarilla…
No se libraban de su lectura bifocal lombrices, malaria, hepatitis, cistitis u otras itis.
Parecía médico de profesión, pero era dentista (también, recién ahora lo sé), con un admirable desempeño empírico; guardián sanitario de media población —seguramente—.
Era cusqueño, pero abanquino más que nosotros; aparentaba un personaje de cuento oral.
Su Botica estaba cuadriculada por estantes de nueva/vieja madera, guarida de frascos y pomos multicolores en verdes, azules, caramelo, gris… todas con inefables etiquetas blancas, de letra cursiva dibujadas en tinta china, donde toda la química y herbolario del sabio estaban juntos, pero no revueltos:
- Cloruro de magnesio
- Ácido fólico
- Bicarbonato de sodio
- Purpurina india
- Albayalde
- Aceite de ricino
- Alcanfor
- Flor de anís
- Romero en polvo
- Talco perfumado
- Fosfato de calcio…
En fin, medicina en rigor y de alternativa ancestral.
También aguardaban turno el alcohol, el agua oxigenada, el jabón de tocador, la glicerina, la Glostora para el cabello rebelde de los chicos del colegio Grau, y los consabidos purgantes rosados, anaranjados, el jugo de peperme para limpiar la barriga de la invasión parasitaria.
Infaltable y odiosa, la Emulsión Scott, aceite de hígado de bacalao para fortalecer huesos.
(Hasta hoy tengo pegado en el paladar el sabor a podrido de un enorme pez de ojos glaucos y boca torcida sobre la espalda de un hombre fornido).
Infaltables también: el Anacín y el Mejoral, enemigos de cualquier dolor, y, obviamente, el Alka-Seltzer de mi historia.
También estaban listos para el desfile a domicilio: la irrigadora de cánula negra para lavativas de adultos y el bombín rojo, de temible terminal en punta, para el enema de los infantes.
Todo el instrumental de invento de época, cual farmacia actual, esperaba su momento en la botica del doctor Cartagena.
Era, para mi pueblo, la despensa sanitaria atendida por un legendario “médico” quien, de adusto, solo tenía la cara; más su sabiduría, generosidad y calidad de servicio habrán salvado —sabe Dios— cuántas vidas, arrancadas de la enfermedad y la muerte.
Muchas veces, mi vecino nos regalaba a mi hermano Lino y a mí una peseta a cada uno, diciendo:
—Compren una rosquilla donde doña Margarita —otra ilustre vecina, esta vez de orden panadero—.
(Seguramente habría sido por la entrañable amistad con mis padres).
Los abanquinos de Abancay no lo hemos olvidado; en mi caso especial, porque era “el abuelo amor” de Porota Cartagena, amiga y compañera de promoción colegial: Gloria Luz Cartagena Caparroni, componedora de versos a lo Bécquer y brillante recitadora —por prodigiosa memoria— de poemas tipo:
«Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir.»
Antes del atardecer he querido recordar a mi vecino, el doctor Cartagena, ángel de nuestra salud en mi barrio Huanupata y en mi pueblo Abancay.
Seguramente, en el cielo, seguirá auscultando —de solo ver con los lentes sobre la punta de su nariz— las enfermedades de las almas celestes.
Vuela allá mi abrazo, con grata memoria y cariñoso ayer.
Intinpa
Abancay, 1 de agosto de 2025