Al llegar a la pubertad, mostraba Micaela, una belleza inusual. Sus rasgos resumían su estirpe andina y sus genes afro- españoles. Años después, sus enemigos se referían a ella motejándola de “zamba”.
Este mote provenía de los años 1560, donde en los documentos oficiales del Virreinato, se denominaba zambaigos a los de etnia africana y zambos o zambas a hombreso o mujeres. Era ella, entonces una zamba hermosa.
En todo caso, era bella de buen porte, como la madre, de un cuello finísimo, cimbreante caminar, que simulaba las ondas de las acacias africanas. Decían de ella la gente del pueblo:
– Niña linda, en tus ojos está la profundidad de los cerros, en tu cara brilla la luna y tus cabellos son madreselvas tupidas.
Su energía era nada común, de personalidad decidida. Los que la vieron florecer en Tamburco, antes que se fuera, resaltaban su figura, sus labios de moras maduras, dientes blancos que adornaban una sonrisa encantadora.
De cintura breve y senos turgentes Micaela, no pasaba desapercibida, sobre todo a un joven de 17 años, parte de los arrieros Condorcanqui, que habían parado en Abancay, en el barrio de Miscabamba, para obligar a su recua de mulas y caballos a forrajear y beber de las aguas del río Mariño.
Micaela caminaba por esa calle, llena de comercios, mostrando un andar elástico y latiente. Su pecho estremecido y su magnetismo a flor de piel. José Gabriel, cayó rendido al ver como ella flexible se quebraba, cual palma en la hacienda de caña junto al río, donde paseaba alegre y dichosa.
Eran los inicios del año 1760. José Gabriel, bien criado y educado en Colegio para Caciques, se enamoró a primera vista y no cejó en su empeño de hacerla su prometida.
Era ella, la niña mujer de quince abriles, esa tímida hija menor de los Bastidas, que los vecinos la veían diligente y juguetona. José Gabriel, recordando sus tiempos escolares de retórica, ensayaba en su mente los versos enfebrecidos.
Habría escrito estas líneas al conocer a Micaela, enamorado como estaba:
“Con una ramita de retama, abriste mis más profundos secretos de amor, y mi última visión del Tampuorcco y el Colcaqui; me dieron la fuerza para tenerte en mi alma. El rojinegro huairuro de Aymas colgaste sobre mi pecho; me diste el amuleto de tu amor, la paciencia de Ampay tu Apu protector, la diadema de una ñusta el murmullo de las hojas del pisonay y un harawi de melancolía para llenar las alforjas de mi esperanza”.
“Te encontré al norte del Colcaqui como saliendo del paraíso; estabas entre los patis frondosos y tuyas cantoras, en los rayos de un sol con arreboles; en ese momento, un prodigio se abrió a mis ojos y las intimpas me dieron la bienvenida con el abrazo de sus hojas punzantes, de su verde azulado profundo y amoroso”.
Una noche en que la brisa del bosque de Tamburco mataba toda calma y el tibio sereno, terminaba con la tarde, ambos agazapados bajo los molles y retamas, jugaban a imaginar las sombras que las luces de las luciérnagas proyectaban en las hojas, con el cielo abierto y una escasa brisa que enfriaba las pieles sudorosas, después de los ardorosos besos del amante, ella se inclinó sobre el murmurando:
– Eres lindo, eres mi mundo y él, quieto,
– Te quiero” —respondió al momento que sentía sobre su piel los labios de ella con un placentero estremecimiento que le recorrió desde el hombro a la cabeza a los pies.
En la piel sensible de Micaela, en el imaginario mapa de su cuerpo, no figuraban los hombros que él, había descubierto, besando suavemente las curvaturas. Ella supo que sus arrumacos la agitaban con una sutil vibración de la piel acariciada. Ella quiso abrazarlo y dejarse llevar por el control de la pareja.
Habría Susurrado el galán:
– Confundámonos: seamos un solo abrazo, una sola humedad la de nuestras bocas, un solo respiro nuestro aliento, un único clamor nuestro éxtasis.
– Ahora, yo mando, —le dijo él, con toda la masculina dulzura de que era capaz.
– No puedes moverte sin mi permiso, ¿lo prometes?
– Sí, promesa está dicha. Y ella continuó
– Puedo decirte Chepe, le dijo Micaela
-Le contestó, Claro y yo te llamaré Mica.
Entregándose a su amante, besando su boca y bajando hasta alcanzar los pectorales de un Chepe, que se dejaba descubrir a sí mismo prisionero de la ternura de la mujer, quien mezclaba en sus toques las manos, enfebrecidas de caricias, encendiéndole como brasa.
En la mente de José Gabriel los versos escritos a su amada revoloteaban en su memoria.
“Para calmar el huracán
que has provocado,
en mis ansias de tenerte,
me diste la flor de bella abanquina,
las llaves del Coricancha,
la majestuosa perfección de Choquequirao,
en una urpi del arco iris,
salidas de las aguas del Ampay”.
A la mañana, cuando las emanaciones del aroma del amor desenfrenado aún no se habían agotado, él le preguntó a boca de jarro:
– ¿Quieres casarte conmigo?
Ella, dura de rostro y de sonrisa angelical, respondió:
– Si mi amor, no quiero a otro.
José Gabriel, el que se llamaría más tarde Túpac Amaru II, estaba enamorado y se la llevo al Cuzco, para hacerla su esposa.
Luis Echegaray Vivanco – De la historia Novelada: Micaela (segunda Edición corregida) – Ed Capaxus, Lima 2018.
La pintura de MIcaela Joven,la representa tal cual. Felicitaciones al artista.