MILAGRO EN LAS ALTURAS

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Reinicio

En el año 1977, tras el cierre de unas vacaciones en Cusco, nuestra familia se preparaba para regresar a Moquegua. Eran las 5 de la mañana y, de manera inesperada, nuestra pequeña hija Nelita, de apenas 3 años, decidió quedarse con mi madre, a quien adoraba. Así, partimos solo mi esposa y nuestra segunda hija, Yolita, de un mes, en nuestro Ford Galaxie 500. La carretera, aún sin asfalto, se desplegaba ante nosotros mientras avanzábamos a través de Sicuani, Juliaca y Puno.

Después del mediodía, ascendíamos por una solitaria vía sin mantenimiento, salpicada de baches. Tras una hora de recorrido, alcanzamos a un camión Volvo amarillo que avanzaba lentamente, cargado de durmientes. Lo adelantamos y continuamos el ascenso por la polvorienta carretera. A lo lejos, el horizonte se extendía cubierto de paja, con la carretera serpenteando en medio de un paisaje silencioso, roto solo por el rugido de nuestro motor.

De pronto, divisamos un pequeño punto rojo en el desolado paisaje. Al acercarnos, descubrimos un Chevrolet Impala del ’64 con el capó levantado y un joven de unos 30 años, visiblemente agotado y congelado, después de pasar la noche en su vehículo averiado. Lo primero que hizo mi esposa fue ofrecerle café caliente y pan con carne que llevábamos para el camino. El joven, sorprendido, agradeció pero insistió en que tomáramos solo la mitad, advirtiéndonos sobre la terrible condición del camino: “Este camino es un infierno, no deberían transitar vehículos por aquí”. Finalmente aceptó nuestra ayuda, y al examinar la falla, descubrí que se había roto el tubo metálico que lleva el combustible al carburador.

Sin encontrar una solución inmediata, abrí el capó de nuestro auto y comencé a inspeccionar el motor en busca de algo útil. Fue entonces cuando noté que la pequeña manguera de caucho que salía del radiador tenía un diámetro similar al tubo dañado. Corté un tramo de unos diez centímetros, conecté el tubo de goma como si fuera una funda, improvisé abrazaderas con alambre y lo instalé en su lugar. La unión quedó perfecta.

Luego, usando una manguera, extraje gasolina de nuestro auto y le proporcioné dos galones para que pudiera llegar a Puno. El motor del Impala rugió nuevamente, y el joven, con lágrimas en los ojos, nos abrazó con gratitud, deseándonos suerte y pidiendo a Dios que nos protegiera. Lo vi partir por el espejo retrovisor, y nos sentimos felices por nuestra buena acción.

Continuamos nuestro viaje, aún lejos de Moquegua, con el reto de cruzar las minas de Cuajone. El camino polvoriento y lleno de obstáculos, como había dicho el dueño del Impala, era verdaderamente infernal. Cuando la aguja del marcador de combustible cayó por debajo de un cuarto de tanque, opté por ahorrar gasolina, rodando el vehículo en neutro y apagando el motor en las bajadas. Sin embargo, el auto se detuvo y, por más que insistía, no logré reiniciarlo.

Desesperado y con el frío calando hasta los huesos, miré el Señor de Locumba en el espejo retrovisor y pedí ayuda y protección. De pronto, un camión apareció a lo lejos. Lo habíamos adelantado unas horas antes y lo vi retroceder, y el conductor, con amabilidad, se ofreció a ayudar. Tras revisar el motor, descubrió que la bobina estaba rota y que sin reemplazo, el motor no funcionaría.

A unos dos kilómetros se encontraba una estación eléctrica de la compañía minera. Le pedí al conductor que nos remolcara hasta allí, prometiendo esperar la llegada de un vehículo de la minera. Accedió y, a las 5 de la tarde, comenzó a remolcar nuestro auto lentamente. El ayudante del camión verificaba constantemente nuestro estado, mientras avanzábamos en medio del polvo y la oscuridad, con la batería agotándose rápidamente.

Finalmente, llegamos a un puesto de control de la Guardia Republicana, quien permitió el paso del camión hacia Cuajone. Al preguntar sobre una ruta directa entre Toquepala y Cuajone, el guardia confirmó que la carretera era buena pero restringida a los vehículos de la minera. El conductor, al darse cuenta de la gravedad de la situación, me llevó hasta un lugar seguro y se despidió con humildad.

Agradecí profundamente su apoyo, ofreciéndole una compensación económica, pero rechazó el dinero y sugirió que ayudáramos a otros en el futuro. Aceptó solo 50 soles para reabastecer el combustible adicional y nos deseó suerte.

Al día siguiente, compré la bobina y la instalé en Cuajone. El motor arrancó sin problemas. Miré de nuevo al Señor de Locumba con fervor y gratitud, agradeciendo por haber enviado a ese ángel vestido de conductor que nos protegió en un momento tan crítico. A partir de Puno, solo el camión amarillo, el Impala rojo y nuestro Galaxie 500 habían surcado esa inhóspita ruta ese día. Los milagros existen y Dios está siempre presente en nuestras vidas. ¡Gracias, Señor de Locumba!

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