Nos reconocimos de inmediato, aunque nunca nos habíamos conocido de verdad. Como dos estrellas que danzan en la misma órbita sin tocarse, nos habíamos cruzado infinidad de veces en la ciudad. Éramos estudiantes de colegios distintos que coincidíamos en eventos juveniles, deportivos, religiosos y musicales.
Ella siempre estaba custodiada por dos amigas inseparables, sus escuderas, que fruncían el ceño cada vez que intercambiábamos sonrisas furtivas; yo les sonreía siempre a ellas, y a veces, ella me sonreía a mí.
Las tres tenían en común, sus figuras generosas, cada una única en su belleza: una morena como el café, otra blanquiñosa y constelada de pecas, y ella… ella color trigo, con cabello negro como la noche y cerquillo alineado sobre sus ojos achinados, que siempre parecían estar sonriendo.
Yo encarnaba al clásico nerd de la época: lentes de carey de gruesos cristales y una pasión desenfrenada por los libros, que justificaba para mis padres mis limitadas hazañas deportivas. Mi salvación era la guitarra y una voz que pocos conocían, pues entonces era prisionero de una timidez que me atenazaba el alma.
Terminamos el colegio sin pronunciar palabra, comunicándonos solo a través de miradas prolongadas y sonrisas que guardaban promesas nunca dichas. Luego, el tiempo nos separó como hojas llevadas por cefiros distintos.
Veinticinco años después, el destino nos reunió en las fiestas de la misma ciudad que nos vio crecer.
El tiempo nos había transformado: ella, había adelgazado y tenía todas las curvas donde debían estar, yo, ya no tan espigado, con algunas canas y lentes modernos que enmarcaban la misma mirada soñadora. En el fondo, seguíamos siendo aquellos adolescentes tímidos y tontos, mirándonos y sonriéndonos de lejos.
Y, esta vez, si había razón para ello, pues, ella estaba con su pareja y yo con la mía.
La pista de baile nos reunió, y nuestras primeras palabras fueron como agua en el desierto, descubrimos que ambos ya conocíamos nuestros nombres, sorprendidos de que fuera así, lo que nos arrancó risas cómplices.
Conversamos un buen rato, burlándonos de nuestra timidez juvenil que aún persistía a pesar de los años.
La casualidad, quizás no tan casual, hizo que al día siguiente nos encontráramos en el centro de la ciudad, y terminamos compartiendo café y confesiones.
Descubrimos, entre otras cosas que ella era mayor que yo en algunos meses, que compartíamos los mismos gustos musicales y la afición por los libros y las películas.
Hablamos de nuestras familias, de nuestros hijos y de los amigos en común.
Ella ya tenía más de una década con su pareja yo, apenas unas semanas.
Éramos almas gemelas pero el destino habiéndonos dado la oportunidad que desperdiciamos, no nos la quería dar otra vez. Ya era demasiado tarde.
Sin embargo, el destino -esta vez sin disfraces- nos reunió en el mismo vuelo hacia la capital.
Su marido, como guardian de un tesoro que intuía amenazado, dejaba traslucir una inquietud primigenia. Con instinto atávico parecía percibir la corriente invisible pero poderosa que fluía entre nosotros, esa energía ancestral que hace vibrar el aire cuando dos almas que se reconocen comparten el mismo espacio.
No sé si fue el destino o la conspiración de los minutos, pero nuestros pasos se encontraron en el angosto pasillo frente a los baños. En un instante de deliciosa locura, como dos adolescentes robando tiempo al tiempo, nos fundimos en la intimidad claustrofóbica de ese cubículo. Sin pensarlo, hartos de tantos años de silencios y miradas contenidas, dejamos escapar nuestros anhelos como aire que fuga de un balón pinchado. Nuestros labios se encontraron en una danza desesperada, como si quisieran recuperar todos los besos que el tiempo nos había negado. Hasta que ella, en un despertar súbito de consciencia, clavó sus dientes en mi labio, quizás para dejarme una marca que me recordara su existencia o quizás para castigarnos a ambos por nuestra osadía. Entonces, aprovechando mi momento de dulce dolor, se escabulló, dejándome solo.
Me quedé ahí, prisionero voluntario de ese espacio minúsculo que ahora guardaba nuestro secreto. El sabor metálico de la sangre en mi labio se entremezclaba con la dulce fragancia de su perfume, creando una poción embriagadora de deseo y culpa. Mientras limpiaba la herida que sus dientes habían dejado como sello de nuestra locura, comprendí que ese momento quedaría grabado no solo en mi carne, sino en lo más profundo de mi memoria. Era una marca doble: física y etérea, un recordatorio perpetuo de que hay amores que, como el vino más fino, son más intensos precisamente porque están vedados, porque su belleza reside en su imposibilidad. Su perfume persistía en el aire como un fantasma dulce y torturador, testigo mudo de un instante robado a la eternidad.
La vi por última vez, alejándose jalando su maleta roja sin voltear ni una sola vez, y aunque tenía su número telefónico, decidí guardarlo como se guarda un poema que no debe ser leído.
Hay amores que son como estrellas fugaces: su belleza reside precisamente en su brevedad, en ese destello que ilumina el cielo por un instante y luego se desvanece, dejándonos la certeza de haber presenciado algo extraordinario.
Y así, mientras observaba su silueta perderse entre la multitud, comprendí que algunos encuentros no están destinados a ser historias completas, sino hermosos fragmentos que nos recuerdan que el amor, en todas sus formas, es capaz de trascender el tiempo y las circunstancias, quedando guardado para siempre en ese espacio sagrado donde los recuerdos se convierten en poesía.
Años después, me comuniqué con ella por una videollamada, solo para hacerle llegar una canción que escribí sobre nosotros y que canté solo esa vez, para ella. Las notas flotaron en el aire como mariposas liberadas, y cuando terminé, sus ojos brillaban con la misma luz que había visto décadas atrás.
A veces la vida nos da estos regalos, no una historia de amor completa, sino un momento perfecto congelado en el tiempo, como una fotografía que captura no solo una imagen, sino la esencia de lo que pudo haber sido, y en esa posibilidad yace una belleza que la realidad nunca podría igualar.
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