Era 24 de diciembre, faltaban apenas algunas horas para la Navidad. Como todos los años, estaba nublado y lloviznaba pero a pesar de ello, un calor húmedo y pegajoso reptaba por las calles.
En una pequeña casa, Timoteo se despertó sobresaltado por algunos cuetecillos que algún irresponsable reventó con demasiada antelación. Mr. Blake, su perrito, asustado le movía la cola bajo la cama.
Los primeros rayos del sol ya se colaban entre las planchas de calamina del techo.
—¡Hoy es Nochebuena! —gritó entusiasmado mientras saltaba de la cama y corría a vestirse, revolviendo entre la ropa limpia hasta encontrar la camiseta blanquiroja que usaba para las ocasiones especiales. Se la había regalado su tío Pancho y tenía un gran valor para él.
A sus 9 años, como todos los niños, Timoteo disfrutaba de las tradiciones navideñas pese a su pobreza.
—¡Timo, está listo tu chocolate caliente! Parte el panetón, pero no seas grosero ¡eh! —gritó su mamá desde la cocina.
Vio en la televisión, como en los hogares pudientes, las familias se reunían alrededor de un luminoso árbol navideño para celebrar la navidad, la llegada del Niño Jesús.
En los amplios comedores, tenían pavos y muchas golosinas más, puestas en grandes y bien decoradas mesas.
No le importaba, él también comía rico, pues todos los años, su mamá compraba Pollo a la Brasa para la Nochebuena. No tenían árbol, pero tenían un hermoso pesebre que representaba el nacimiento del niño Jesús.
Con un suspiro de desilusión, Timoteo se sentó a la mesa reconfortado por el dulce olor del chocolate y el aroma del panetón que habían preparado las madres Carmelitas.
–¡Apúrate para salir juntos!
–Pero no quiero quedarme donde la señora Añazco.
–¿Y qué vas a hacer? ¿Portarte mal y hacer sonseras, con esos pirañitas con los que te gusta estar?. No hijito, no quiero que estés con ellos. Agradece que la señora Añazco te quiera cuidar, se que anda refunfuñando y quejándose por todo, pero no es mala.
–Si lo es. Asusta a todos con sus cejas arrugadas y peor, cuando grita.
La señora Añazco era conocida en el barrio como «la amargada». La idea de pasar horas en su casa no le hacía gracia al pequeño Timoteo, pero no tenía otra opción.
Al irse la mamá, lo dejó en la puerta de la señora Añazco, Timoteo entró en la casa tras dar un par de toquecitos en la puerta para anunciarse.
—¿Otra vez te han dejao botao, niño? – le dijo Don Clemente, el hermano de la señora Añazco desdé su silla de ruedas, fumando un cigarro.
Los vecinos murmuraban que Clemente había sido un sindicalista importante, hasta que sus propios compañeros lo apalearon y dejaron inválido por venderse a la patronal, teniendo que refugiarse en esa casa vieja y descascarada.
—Mi… mi mamá no me bota —replicó Timoteo desconcertado—. Tiene que ir a trabajar….
Don Clemente resopló con sorna.
–¡Tú qué sabes, niño!
Apareció de pronto el rostro enojado de la señora Añazco, en la ventanuca de la cocina.
—¡Timo! Entra de una vez. Y tú, cutato cascarrabias, no molestes al niño con tus amarguras…
–Amarguras las tuyas, bruja… – respondió el viejo.
Pasaron las horas lentamente mientras Timoteo jugaba en silencio con un viejo camión de madera en el patio.
–Cuídalo nomás –le decía de cuando en cuando la señora Añazco– Es el único recuerdo de mi hijo.
Podía oír por momentos, los regaños que la señora Añazco le daba a su hermano y la forma áspera en que éste le respondía.
Una vez le preguntó a su mamá
–Por qué se odian tanto la señora Añazco y su hermano…
–No hijo, no se odian, son viejos y pelear es su pasatiempo. Cuando uno se enferma, vieras cómo se desespera el otro. En el fondo, se quieren mucho
Timoteo, no lo entendía.
A la hora del almuerzo, se sentaron a la mesa los dos viejos con el niño y compartieron un arroz con pollo.
—Pobrecito – dijo la señora en un tono casi maternal–, debes estar aburridísimo, encerrado todo el día con dos viejos.
–No señora… no tanto – respondió el niño queriendo ser amable.
–Después de almorzar veremos televisión, ¿Quieres…?
Cuando terminaron, mientras la señora lavaba los platos, él miraba por la ventana a los niños jugando en la calle.
–¡Anda! Ve y juega con esos pillos, al final todos serán delincuentes…
–No molestes al niño, viejo burro
–¡Calla vieja cutata! ¿Tú qué sabes?
Vieron televisión por la tarde y Don Clemente le permitió sintonizar sus programas favoritos, aunque rezongando porque no podía ver fútbol.
Su madre llegó por la noche apresurada, para ir a casa , lavarlo y cambiarlo, y a rastras, llevarlo a la misa de gallo.
Timoteo fue malhumorado porque su madre no le había permitido comer ni un pedazo del pollo a la brasa, antes de escuchar misa.
Villancicos sonaban por todo lado, y las incordiantes melodías electrónicas que venían junto con las luces navideñas.
Mientras escuchaban misa, no pudo resistir el sueño, y se despertó malhumorado cuando su mamá los samaqueó al terminar esta.
—¡Te pasas oye!
Pero rápidamente desapareció su expresión enfurruñada al recordar que por fin llegaba el momento que más esperaba durante el año. Como todos los niños, ansiaba recibir un regalo.
Sabía que alguno vendría, justo a la medianoche, pero no le gustaban los abrazos y lágrimas que venían después.
Timoteo estaba especialmente ilusionado ese año, porque sabía que su mamá había estado preguntando por bicicletas, pues sabía que él se la había pedido en su carta a Papa Noel.
Con sus pocos recursos, sabía que su madre había ahorrado cada sol que podía para comprarle una bicicleta de segunda mano, a él no le importaba, lo importante era que rodara bien y que sea brillante.
Se suponía, que sería una sorpresa para él, por ello Timoteo no hablaba de eso, aunque estaba muy bien enterado.
–Compraremos una gaseosa para tomar con el pollito, ¿te parece?
–¡Ya! —respondió Timoteo entusiasmado.
Entraron a una bodega, donde tuvieron que esperar bastante pues había mucha gente.
En la radio sonaba: «Tú que estás lejos, de tus amigos, de tu casa y de tu hogar…» le dio pena, porque le hizo pensar en su papá y en su tío Pancho. A su padre lo había visto solo una vez, pero igual, lo extrañaba. «Por eso y muchas cosas más, ven a mi casa esta Navidad…» sin darse cuenta se encontró cantando, y se avergonzó, callando de inmediato.
–Te esperaré afuera –le dijo a su mamá, saliendo y sentándose en la vereda
En las calles, la gente se veía apresurada, la mayoría en los preparativos finales para la Nochebuena.
Observaba, mucha gente iba con bolsas de regalos. De pronto sintió mucha pena. Otro año más sin darle un regalo a su mamá. Le dio cólera no haberlo recordado antes. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
—Oye… oye, niño, no llores —dijo entonces una voz ronca y temblorosa. Timoteo levantó la mirada y vio a Don Clemente apoyado en su bastón, parado frente a él.
—Cuéntame, qué te pasa, niño. ¿Te perdiste? —preguntó el anciano, y el niño negó, sacudiendo la cabeza.
–¡Ah! Ya sé. ¿Quieres un regalo?
El niño volvió a negar con la cabeza.
–¿Entonces que…? –preguntó el viejo, intrigado.
–¡No tengo un regalo para mamá!.
Don Clemente lo miró apenado, asintiendo en silencio. Se quedaron callados por unos minutos que parecieron eternos.
Justo la mamá salió de la tienda en ese instante.
–¿Por qué lloras hijito? –le preguntó, al encontrarlo así.
–Por nada –respondió el pequeño, sin querer confesar sus razones.
–Señora, quiero pedirle algo le dijo el viejo.
–¡Ah! Don Clemente, perdone…
–¿Podría Timoteo acompañarme un rato? —interrumpió el viejo sin dejarla terminar
La mamá intrigada miró a Timoteo para saber qué opinaba. Timoteo miró a Don Clemente y este le guiñó un ojo, con complicidad.
–Está bien mamá –dijo el pequeño sin estar convencido del todo, de que debía acompañar al anciano–. Ya te alcanzo en casa.
Estoy yendo a la farmacia, dijo el anciano al niño, cuando se quedaron solos. Acompáñame.
Lentamente fueron, hicieron sus compras y regresaron.
Timoteo se desesperaba pues ya iba a llegar la medianoche, y Don Clemente no avanzaba.
–Bueno, ya es tarde –le dijo de pronto al anciano, al agotarse su paciencia– ¡Me tengo que i!
– ¡Está bien! –le dijo Don Clemente– Entiendo que te estoy retrasando. Pero espera, sali a comprar un regalito para mi hermana, y también compré uno para tu mamá y otro para ti– le dijo mientras le alcanzaba una linda cajita con un perfume adentro y una caja de galletas– No le digas que yo lo compré, dáselo tú.
–¿Pero cómo así? –murmuró Timoteo, confundido— ¡Si usted es malo!
Don Clemente soltó una amarga carcajada.
–¡No olvides eso nunca, hijo! Pero hasta los malos, a veces, tenemos momentos de debilidad. Tu madre es una mujer muy buena y merece tener un buen hijo como tú. Ese es el verdadero regalo de la navidad. Este, es un detallito sin importancia –terminó, entregándole las cajitas.
Con alegría y ternura, Timoteo lo abrazo muy fuerte y una gran sonrisa se extendió por el reseco rostro, de Don Clemente, estirando unas arrugas que no se movían desde hacía buen tiempo.
—A mí no me engaña, Don Clemente. Yo sé que usted tiene un buen corazón. Y yo lo quiero, como se quiere a un padre –dijo el niño antes de salir corriendo con los regalos.
El anciano lo vio la jarse, sintiendo una grata sensación de calor en el pecho y una extraña humedad en las comisuras de sus ojos. Dio un prolongado suspiro y siguió su camino a casa.
El niño se sorprendió al llegar a casa viendo a la señora Añazco con una sonrisa de oreja a oreja.
–¡Ay hijo! –le dijo al verlo.
Abrazo al pequeño, le dio un beso y un pequeño regalito.
–Ahora me voy, pues ese viejo amargado, seguramente ya está regresando, y quiero esperarlo con la cena lista –dijo, antes de salir apresurada
Esa noche, cuando su madre lo llamó para sentarse a la mesa, se sorprendió al ver a su tío Pancho con una hermosa y brillante bicicleta.
No podía creer lo que veían sus ojos. Todos se fundieron en un emotivo abrazo, riendo y llorando de felicidad a partes iguales.
En ese momento, un villancico comenzó a sonar en la radio sobre el verdadero espíritu de la Navidad.
Al ver la alegría con que su mamá recibió el perfume, Timoteo comprendió el precioso mensaje que Don Clemente había tratado de transmitirle: no siempre podemos confiar en las apariencias porque, más allá de la superficie, todos tenemos bondad en nuestros corazones.
Solo eso podía explicar el milagro de la Navidad.
Luego de las celebraciones, cuando todos iban a acostarse, Timoteo preguntó.
–¡No entiendo la Navidad!
–¿Que es lo que no entiendes, mi pequeño campeón?
–¡Si la Navidad es tan bonita!, No entiendo… ¡¿Por qué no podemos querernos así todos los días?!
¿No sería maravilloso?
Reflexión:
La verdadera lección de la navidad radica en la conexión humana, en la capacidad de ver más allá de las apariencias, en la capacidad de compartir el amor. ¿Por qué no aceptar la aspiración de Timoteo? Que la Navidad no sea solo un día festivo cada año, sino una fiesta a diario, una oportunidad para cultivar el amor, la bondad y la generosidad todos los días del año.
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