Arequipa amanecía envuelta en el resplandor de siempre. Solo a lo lejos, al pie de sus volcanes, se veía esa neblina ligera que parece susurrar secretos antiguos a los vientos.
En una banca de gastados travesaños pintados de verde, con una taza de café humeante y el infaltable pan de tres puntas a medio comer, estaba Don Manuel. Camisa de manga larga arremangada, un sombrero de paño claro y mirada serena, como quien ya no necesita correr para llegar a ningún lado.
—¡Manuelito, qué fue! ¿Desde cuándo tan tranquilito? —le soltó Pablito, su vecino de toda la vida, mientras se acercaba con su paso apurado y su sonrisa de siempre.
Don Manuel levantó la mirada, medio sonriente, sereno y apacible.
—Desde que me di cuenta que hablar menos me deja escuchar más —le respondió, sin perder la paz de quien ha aprendido que no todo hay que responderlo al momento.
Pablo, algo sorprendido, se sentó a su lado. Manuel no se alegró precisamente, pues su vecino era de esas personas que parecían saberlo todo y hablan demasiado, aunque nunca estaba consciente de eso.
—¡Te estás volviendo viejo, compadre! Ya no sales a la calle, ni sales los sábados, ya no vas al estadio, ni te veo tirando un cevichito con los patas, comiéndote un picante en las tardes, menos metiendole tus chelitas.
Don Manuel soltó una risita corta, pero sincera.
—¿Viejo? No, hermano. Estoy aprendiendo a vivir distinto.
—¿Qué te ha pasado compadre? ¿Estás mal?
—Estoy bien, quizás mejor de lo que nunca he estado —replicó, y entonces, ignorando todo el bullicio y el movimiento del entorno, comenzó a hablar—. Tu sabes cómo fui, un hombre de calle, de bulla, de amigos y jaranas. Conocía cada rincón, cada «huequito» donde se comía rico o dónde se pudiera tomar tranquilo. Estuve en las canchas y luego en las tribunas viviendo el fútbol, sufriendo o festejando los triunfos como si fueran lo único en la vida. Probé todos los adobos y todos los ceviches, todas las zarzas y todas las chichas. Conocí dónde estaban los mejores platos y bebidas, y las mejores picanterías. Muchos amaneceres me sorprendieron en esos lugares, entre yaravies, resacas y carcajadas. Pero con el tiempo —o más bien con las caídas— empezó a cambiar.
—¡Sí pues! Para qué te voy a decir que no, si sí, eras un pata de los buenos, de los bravos.¿Y cuándo pues, es que cambiaste?
—No fue de golpe, Pablito —dijo—. Fue como cuando el rocoto pica suavecito, despacito, hasta que de pronto, te das cuenta que te está haciendo llorar y toser. Primero dejé de preocuparme por agradar a todos. Luego, dejé de molestarme por lo que dijeran los demás. Un curita me dio un sano consejo, me hizo reflexionar, me dijo: «¡Manuel, no puedes permitir que tu felicidad, tus sentimientos, tu alegría, esté en manos de otros!»
—¡Mira pues!, ¡Qué buen consejo compadre!
Una niña se acercó a ofrecerles caramelos y Pablo la alejó con gestos disgustados, pero Manuel la llamó antes de que se alejara, y le dio una propina. La niña le alcanzó unos caramelos, pero él con gestos, le indicó que eran para ella. La niña sonrió encantadoramente y se fue.
—Una mañana —prosiguió Manuel—, mirándome al espejo, se me quitó la sonrisa fingida que siempre llevaba puesta y me encontré con una cara que no reconocía. Ese día, decidí cambiar. Comencé a leer libros, empecé por esos de colegio que me habían gustado, luego por los que me habían regalado, que en el mejor de los casos, apenas había leído solo las páginas del principio.
—¡Uy compadre! ¿Pero ahora ya quién lee? ¡Yo prefiero ver en la tele un buen documental o una película¡
—Es que, probablemente, nunca leíste como se debe leer. Leer, es más profundo, con más contenido. Ver televisión no es malo, pero leer te deja más enseñanza, te involucra más, pero en fin, es cosa de experimentarlo por uno mismo, de nada servirá todo lo que yo te diga.
—Si usted lo dice compadre, está bien. Pero ya, ¡ni siquiera sale a divertirse!, ni de vez en cuando.
—Hace ya mucho que empecé a decir no a las fiestas, a las salidas, sobre todo a las borracheras, sin culpa ni pena. Y créame, me divierto más. No pasó mucho tiempo para que dejaran de invitarme, y la verdad, no lo extraño. Dejé de esperar mensajes que nunca llegaban, y apagué el celular sin miedo a quedarme solo. Y no, no fue por amargura… fue por salud, nomás.
—¡Usted solito se aísló, cumpa!
—Si pues. Intercambié los brindis por reflexiones, las fiestas por caminatas al amanecer, por el centro, cuando está vacio y se puede disfrutar cada rincón, o por la campiña, donde siempre se puede descubrir que los colores del cielo no necesitaban filtros, que el verdor representa vida, que el agua lleva alegría y que la vida está en cada rincón. Cambié los gritos por silencios que decían mucho más. Me volví selectivo, sí, pero no elitista.
—¡Ah caray!
—Me alejé de lo superfluo, y me acerque a lo que nutre. Usted también con el tiempo lo hará, estoy seguro. Mire que en la vida solo se debe tener lo que sume y multiplique, y dejar a un lado lo que reste o divida.
—Bueno, es cuestión de gustos compadrito. ¡Yo no sé si eso es vida! Yo no sé, si eso me gustaría.
—Todo tiene su momento compadre. Antes me creía vivo porque no dormía, porque a menudo «me iba de boleto», sin saber cuánto daño me hacía. Ahora me siento más despierto que nunca, duermo temprano y sin pesadillas. El televisor se apaga a lo mucho a las 9, y leo antes de dormir —confesó.
—¡Cómo has cambiado pelona!
—¡Ah, mire usted compadre! Conoce usted de poesía, eso es un verso de Nicomedes Santa Cruz.
Pablito lo escuchaba en silencio, y por primera vez en años, no tenía una respuesta rápida. Miró el cielo, y por un instante, también él sintió que ese azul profundo tenía algo que decirle.
—Entonces… ¿no es que te estás poniendo viejo?
—Viejo es el viento, y aún corre. Yo solo ando más despacio… porque aprendí que la vida es más encantadora cuando se vive despacio. Viejo es el que no cambia, Pablito. Yo apenas estoy empezando de nuevo. Mira, ahora entiendo más a mi nieto que a mis amigos de toda la vida, porque al fin aprendí a escuchar sin imponer, a abrazar sin juzgar, a estar sin exigir.
El reloj del campanario marcó las once. El viento levantó una hoja que fue a posarse entre ellos, como un punto final escrito por la naturaleza.
Pablito se paró, miró a su compadre y le dio una palmada en el hombro.
—¡Caray, Manuelito! Me has hecho pensar… Creo que también quiero cambiar. Cansa ¿no?, la misma vaina… ¡siempre!. Creo que necesito comenzar a vivir distinto. ¿Me prestas uno de esos libros que estás leyendo?
Manuel le sonrió con ternura y le dió el poemario de hojas amarillentas que había estado leyendo. Se lo entregó con la delicadeza de quien comparte un tesoro.
—Pero no pues este… tú lo estás leyendo…
—Releyendo, en realidad. Lo leí varias veces, es una de mis antologías favoritas. Léelo sin prisa, saboreando cada una de sus hojas como si fueran unas dulces melcochas.
No es vejez la calma ni madurez la tristeza.
Es que uno, con los años, deja de buscar fuera lo que siempre estuvo dentro.
El verdadero rejuvenecimiento no se da con cremas ni pastillas, (ni siquiera con las azules), sino con decisiones valientes, silencios fértiles y sueños redescubiertos. Vivir no es correr tras el reloj, sino detenerse a contemplar la belleza de un momento que no volverá. No se trata de tener menos arrugas, menos canas o más cabellos, sino de tener más razones para sonreír con ellas.
Así que, querido lector, llegará el día en que te digan «te estás poniendo viejo», entonces, respóndeles como don Manuel: «No, compadre, recién estoy empezando a vivir lo que realmente importa».