NUNCA MÁS

Nunca más

            Los ronquidos del patrón, regulares y estruendosos, te dicen que ya es hora. “¡Nunca más!”, gritas en tu interior para vencer al miedo. La oscuridad de la noche, sin luna y sin estrellas; la densidad del bosque, accidentado y sin senderos; la opresiva soledad que te espera;  todo te es propicio. Sabes que tus perseguidores no podrán ver tu piel oscura en esa nada que has de atravesar corriendo, sin pausa y sin descanso, hasta alcanzar primero el río y luego el roquedal donde nadie podrá encontrarte. Tientas el cuchillo, atado a tu muslo bajo la falda, y abandonas la casa con paso lento a pesar de los saltos de tu corazón,  porque tus pies desnudos no hacen ruido; te los lastimarás, lo sabes, pero no te importa. “Nunca más”, repites; “soportaré el dolor”, piensas. Veinte pasos después te das vuelta y miras por última vez al infierno; “nunca más ensuciarás mi cuerpo”, les dices a las ventanas de madera; “tu látigo no lastimará más mi piel”, a la ruda puerta que has burlado; “no volveré a besar tus inmundicias”, a las rosas que rodean la casa; “¡nunca más!”, por último, a la cerca blanca que bordea el jardín. Entonces corres y te entregas a la oscuridad como si a un abismo negro te arrojaras; un vaho tibio te acoge, te contiene y te comprende; abres los brazos y cual mariposa nocturna vuelas susurrando: ¡libre!

            Bastante pronto tienes que aminorar el ritmo, la negrura así lo exige, ya te has dado de lleno contra un árbol y la hinchazón en tu frente emite un latido doloroso a cada paso; has tropezado con un arbusto espinoso raspándote pies y pantorrillas y tu agitación es cada vez mayor; sabes que así no llegarás muy lejos, por eso cambias el paso a un trote corto pero constante. A menudo debes dar saltos laterales para evitar esas plantas espinosas que punzan como alfileres. Las depresiones en el terreno abundan, te hacen descender con mucho peligro para luego tener que ascender con gran esfuerzo. Dos horas después los árboles escasean, pero abundan los arbustos, altos como impenetrables muros espinosos. Te abres paso con las manos, quebrando ramas, derribando tallos; logras atravesarlos y llegas a lo que parece ser una zona con vegetación baja y suave; entonces, con los brazos y las piernas atravesados por infinidad de rasguños, emprendes una feroz carrera.

            Un dolor agudo se instala en tus muslos y pantorrillas, jadeas y te falta el aire. Te detienes exhausta. A medida que tu respiración se va calmando los sonidos del bosque se hacen más evidentes. Contienes el aire para escuchar mejor y, ¡ahí está!, un rumor de agua mansa te alegra el corazón. Caminas de prisa y vas sintiendo la humedad de la tierra en tus pies, recién entonces tomas conciencia de las llagas en tus plantas y sientes un infinito alivio. Es el río, la mitad del camino. Te acercas a esa franja oscura y líquida que se desplaza de derecha a izquierda con un rumor apacible y te sumerges hasta el cuello. El agua fresca acaricia tus heridas y te produce una sensación maravillosa, como si miles de agujas te hincaran por todo el cuerpo; extiendes los brazos a ras del agua, extasiada; giras dos, tres, cuatro veces. Cierras los ojos y ves a la Wiswi, la vicuñita más linda que habías visto en tu vida. Tu padre la llamó así porque nació escuálida y enclenque; la puso en tus brazos y te encargó su cuidado y alimentación. Desde entonces nunca se apartó de tu lado. Cuando llevabas el rebaño a pastar, junto a tus hermanos, siempre estaba pegada a ti. Mientras los demás animales comían y comían todo el día, tú te sentabas en la yerba a escuchar la quena de tu hermano, esa música triste pero linda. Entonces la Wiswi se metía bajo tu poncho y las dos, con las cabezas juntas, se daban calor. Mirabas la pampa marrón que parecía no tener fin, con el nevado al frente del que bajaba un aire helado que rajaba tus cachetes, y sentías que amabas al mundo y que el mundo te amaba a ti. Hasta que te dijeron que irías a trabajar a la casa de Don Anselmo, muy lejos, en la ciudad, y que él te mandaría a la escuela; “ya tienes catorce años y nunca has pisado una escuela”, dijo tu madre. Lloraste durante días por tus papás, por tus hermanos, por la pampa, pero más que nada, por la Wiswi. No la volviste a ver. “Ahí estará”, piensas, “solo ha pasado un año”

            Oyes tu nombre maldecido por varias voces, son cuatro o cinco, los hombres del patrón, están a tu izquierda; abres los ojos sobresaltada pero contienes el impulso de correr; sabes que lo mejor es alejarse sin hacer ruido, entonces flotas y te dejas llevar por el agua en sentido contrario; veinte, treinta, cincuenta metros río abajo las voces se apagan, los haces de sus linternas se extinguen; te pones de pie, sales del agua y reemprendes la marcha. Otra vez la vegetación ribereña y el ardor de nuevos rasguños, pero el descanso te ha infundido nueva fuerza y la cercanía de tus perseguidores mayor ímpetu. Los dolores vuelven, un calambre en la pantorrilla izquierda te obliga a cojear. Calculas tres horas desde el río, “no debe faltar mucho”, piensas. Temes que el cansancio te venza y dejas de correr, caminas para recuperar el aliento. Un desnivel considerable te sorprende y caes raspándote las rodillas, un duro golpe en el muslo derecho te obliga a ahogar un grito. Esperas, tendida sobre la tierra, que el dolor mengüe y tu respiración se calme. Cierras los ojos y una serie de imágenes atacan tu cabeza; la cara de don Anselmo con ojos de loco; su asqueroso cuerpo sobre ti la noche que conociste el horror. ¡No!, susurras con determinación y te levantas; sales de esa hondonada sujetándote de rocas y yerbas, alcanzas la cima, corres, corres, corres…

            Árboles, muy juntos, una y otra vez. Casi no los puedes ver, te sorprenden y pones las manos antes del golpe que se avecina. Pero una rama baja y gruesa no te da chance, golpea tu costado y te derriba; el dolor agudo y punzante te dificulta la respiración. Te quedas boca arriba, cierras los ojos una vez más, y ahí están, las imágenes; don Anselmo te entrega al patrón, toma el dinero y se marcha; luego vienen los hombres, muchos hombres, todas las noches, mes tras mes; esos hombres que se pasan el día en los riachuelos, horadando el monte como locos en busca del oro, suben a la casa y pagan por tu cuerpo, ya no quieren a las demás, solo a ti, se pelean por ti. Llega el chino, el hombre más violento de la zona, y te compra; decides escapar. “Ya falta poco”, piensas midiendo el tiempo, has hecho el mismo que te tomó llegar al río, incluso más.

            Ahora caminas encorvada, las fuerzas te abandonan, te falta el aire, tus pies parecen no obedecerte y das pasos irregulares como un ebrio, tus brazos se bambolean a tus costados sin control. Te topas con una pared de tierra, en lo alto de esta adivinas un pasto verde, caminas a lo largo, hacia tu izquierda se hace más baja, cuando te llega a la cintura te encaramas, te arrastras sobre la yerba y descansas tu frente en el pasto fresco. Te tomas un respiro más. Una tenue y repentina claridad te sorprende, levantas la cabeza y ves un contorno plomo oscuro de mediana altura; “¡el roquedal!”, resuellas con júbilo. Vuelves a tomar aire, tratas de incorporarte y te detienes. Una angustia pesada te paraliza; tus ojos, sin cerrarse, se van apagando. La claridad no viene del frente, como debería, el día nace a tus espaldas. No, no estas soñando, el mundo no se ha dado vuelta. Retrocedes en un instante hasta el río y recuerdas que te arrastró hacia tu derecha cuando debería haberlo hecho al revés.

            Una risa seca brota de tu garganta. Metes la mano bajo tu falda, tomas el cuchillo, apoyas el mango en el pasto con la punta hacia arriba, te levantas un palmo estirando el otro brazo, y te dejas caer de golpe. La hoja entra en tu cuerpo con facilidad, sin dolor y sientes la tibieza de tu sangre en la mano. Miras al frente y con el último espasmo les dices “¡nunca más!”, a las ventanas de madera, a la ruda puerta, a las rosas que rodean la casa y a la cerca blanca que bordea el jardín.

Fin

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