PERMISO, SEÑOR PREFECTO

por Ibo Urbiola
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Reinicio

En algunos lugares, su presencia era sinónimo de Apurímac. Diez años antes de ser prefecto, a mediados de los años setenta, un encuentro cultural en el Cusco denominado “Inkari”, declaró a Apurímac como la tierra del mejor declamador de poemas y en la Plaza de Armas de la ciudad imperial, mi papá recibía el galardón que después llevó a la casa en Abancay y nos lo mostró con una satisfacción que recuerdo especialmente, porque a mis cuatro años de edad me hizo sentir por primera vez, que era el hijo de alguien importante.

Cada 28 de abril, amanecía con una “salva de 21 camaretazos” que nos despertaba bien temprano. Y de pequeño, tal vez como muchos, me preguntaba de qué se trataba ese ritual estruendoso que según decían, se hacía desde el local de los bomberos, antes de la bajada al río Mariño. Yo me imaginaba cámaras de llantas gigantes que las inflaban y que con una aguja las reventaban para producir ese fuerte ruido. La imaginación de niño.

Quienes no éramos parte del desfile escolar de ese día, íbamos temprano a la Plaza de Armas para ver el tradicional “izamiento del pabellón nacional”. Luego buscábamos una buena ubicación para ver el desfile. Era emocionante escuchar a las bandas con sus marchas de desfile. En esa época eran sólo dos y se turnaban durante el acto cívico: un tiempo era para la banda del colegio Miguel Grau y otro para la banda del colegio César Vallejo.

En las costumbres familiares de Abancay de los años setenta y ochenta, teníamos “ropa de diario”, para estar en la casa, jugar y ensuciarnos, con pantalones que tenían agujeros en las rodillas como consecuencia del uso y a veces con parches que los disimulaban; y teníamos “ropa de calle”, para los domingos y para ocasiones como el aniversario de Apurímac, donde asistíamos a los actos conmemorativos.

Aprendimos a respetar y amar a nuestra tierra y nuestra participación en cada acto, tenía esa natural identificación con nuestra historia ancestral. Al final del desfile, las familias esperaban a sus integrantes que habían “marchado”, y eran premiados con una paleta o un helado a lo largo de calle Arequipa.

Diez años después de ese festival en el Cusco que reseñaba al inicio, el declamador abanquino era Prefecto de Apurímac y en los dos últimos años de la estancia de mi familia en Abancay, le tocó presidir los actos conmemorativos del 28 de abril, a los que siempre habíamos asistido con entusiasmo. Los amaneceres con los camaretazos eran iguales, pero esta vez veíamos a mi papá con terno y una banda roja que cruzaba su pecho, por el cargo que tenía. La banda de la Guardia Republicana del Cusco, invitada al día de Apurímac de 1986, recibía la presencia del prefecto con una marcha especial y luego, veíamos al capitán Gonzáles de la Guardia Civil, conocido por los abanquinos como “pecho de lata”, dirigirse hasta la primera autoridad política, y solicitar el permiso respectivo para comenzar el desfile. Era muy emocionante.

Los hijos de Apurímac no ostentamos superioridad, pero sí orgullo. Los hijos del prefecto Gilbert Urbiola, recordamos esos últimos meses en Abancay con la satisfacción de haber sido testigos cercanos del compromiso apurimeño de nuestro padre. Nunca fuimos ricos. Mi papá fue empleado público y trabajó más de veinte años en el Hospital llamado ahora “Guillermo Díaz de la Vega” en honor al “doctorcito Díaz” del famoso carnaval. Durante esos años, mi papá hacía de maestro de ceremonias en las serenatas de su aniversario institucional y escribió el carnaval “pacay verde”, que la comparsa del hospital siempre la cantó como parte de su identificación: “Ima huatatac caillay huatari, pacay verde, warma puralla sipas puralla, pica pica serpentina, chisguetito de olor fino…”.

Apurímac es como parte de nuestro apellido. Y su capital, Abancay, es la ciudad donde está lo mejor de nuestra vida y el ejemplo como la única herencia que tenememos, porque en Abancay nunca tuvimos nada material y sólo tuvimos lo que tendremos siempre allá: la sangre, el corazón y por supuesto a los amigos de siempre.

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