PERÚ: LA INOCENTADA SIN FIN

Mientras en el antiguo imperio romano se permitía un día para burlarse de los poderosos, en el Perú hemos perfeccionado el arte de ser objeto permanente de la burla política. ¡Qué paradoja!

Este 28 de diciembre, el «Día de los Inocentes», más que una fecha en el calendario peruano, se ha convertido en un estado permanente de la nación.

La verdadera broma infinita se desarrolla en el hemiciclo del Congreso, donde nuestros «padres de la patria» han transformado el arte de la inocentada en una forma de gobierno. ¿Quién necesita las Saturnales romanas cuando tenemos el circo parlamentario a tiempo completo? Y no solo ahi, en el gobierno central, los gobiernos regionales y locales pasa casi lo mismo.

En Roma, los esclavos tenían un día para decir verdades a sus amos sin temor al castigo. En el Perú del siglo XXI, son los amos de la política quienes, día tras día, nos sirven verdades a medias y mentiras completas, mientras el pueblo —cual público cautivo de un espectáculo absurdo— observa entre risas nerviosas y lágrimas de impotencia.

Nos hemos convertido, salvo contadas excepciones, en un pueblo conformista al que muchos pillos saquean sin que tomemos cartas en el asunto.

En el antiguo Perú, durante el Inti Raymi, existía el «Taqui de la Huaconada», una danza satírica donde se ridiculizaba a las autoridades. Quizas nos haga falta reírnos un poco de nosotros mismos, de nuestra «inocencia», como decía Ricardo Palma: «Los pueblos que se ríen de sus desgracias están en camino de vencerlas.»

Como señala la escritora Irene Vallejo, mientras asociamos esta fecha con pícaras travesuras, sus raíces se hunden en una sangrienta tragedia bíblica. Sin embargo, la verdadera alma de esta celebración no proviene de los santos inocentes, sino de las desenfrenadas Saturnales romanas: esclavos burlándose de sus amos sin temor al castigo, banquetes donde el destino coronaba a un bufón como rey del caos. Este monarca temporal podía ordenar a cualquiera bailar desnudo o darse un chapuzón invernal, como si dirigiera el más absurdo espectáculo de la antigüedad.

Las rifas, ancestrales predecesoras de nuestras loterías y rifas navideñas, eran ejercicios magistrales de humor cruel: junto a premios de oro y plata, uno podía ganar una simple esponja. Una broma que provocaría más risas que decepciones, en un ambiente donde el vino fluía tan libremente como las «crudas verdades» que los siervos lanzaban a sus señores.

Saturno, el dios protagonista de esta fiesta, era un peculiar patrón para una celebración alegre, considerando su afición por devorar a su propia descendencia. Sin embargo, los romanos lo veían como un benefactor, probablemente con el mismo optimismo con que hoy vemos inofensivas las bromas del 28 de diciembre.

En el fondo, estas celebraciones son un recordatorio de que la vida adulta, con toda su pretendida seriedad, es solo otra máscara en el eterno carnaval de la existencia humana. Como niños disfrazados de mayores, seguimos jugando a un juego cuyas reglas cambian con cada generación, pero cuya esencia permanece: la necesidad de reírnos de nosotros mismos.

En estos tiempos, donde la justicia parece usar venda no solo en los ojos sino también en las manos, añoramos aquellas costumbres populares cuando la vergüenza pública era el juez más temido. ¿Qué pasaría si resucitáramos la antigua tradición de pasear en burro a los pillos, embadurnados en brea y cubiertos de plumas, como hacían en la Inglaterra del siglo XII y en el Perú colonial y republicano?

Sería magnífico ver una procesión de burros recorriendo la Plaza Mayor, desde el Congreso hasta el Palacio de Gobierno, cargando a quienes han hecho del engaño su modo de vida. El asno, noble animal injustamente asociado a la ignorancia, probablemente se negaría a cargar tanto peso de deshonestidad sobre sus lomos.

La brea, negra y pegajosa como las promesas incumplidas, y las plumas, ligeras como las excusas, crearían un espectáculo digno de las antiguas Saturnales. Sin embargo, en estos tiempos modernos, ni la brea más espesa podría adherirse a las escurridizas conciencias de algunos funcionarios, ni habría suficientes plumas en todos los gallineros del Perú para cubrir tanta desfachatez.

Quizás, si recuperáramos ese sentido de vergüenza pública, ese temor al escarnio social que antaño mantenía a raya a los pícaros y malandrines, nuestros políticos y autoridades pensarían dos veces antes de convertir cada día en un perpetuo Día de los Inocentes.

Como reza un viejo refrán peruano: «En tierra de ciegos, el tuerto es rey; pero en tierra de pillos, hasta el honrado termina emplumado». Y así, entre risas amargas y esperanzas maltrechas, seguimos celebrando nuestro propio Día de los Inocentes los 365 días del año.

La broma es doble: no solo nos toman por inocentes, sino que además ya ni siquiera tienen la decencia de disimularlo.

P.D.: Y si algún congresista o político está leyendo esto, recuerde: las plumas (y las lentejuelas) siempre están en oferta, y los burros… bueno, esos nunca faltan en el Perú.

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