Pie derecho, pie derecho…

por Efraín Gómez Pereira
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Reinicio

Era un muchachón en el tránsito de la adolescencia a la juventud, con abundante y alborotada cabellera. Recién egresado del colegio Miguel Grau, llegaba a Lima, desde Abancay, a bordo de un guerrero “Cóndor de Aymaraes”, con asientos de madera forrada con tela avejentada, que era la empresa de transportes oficial que los abanquinos usábamos para llegar a la capital sorteando el frío de las punas de Puquio y Negro Mayo, los pajonales de Pampa Galeras y los arenales de la costa iqueña y limeña. Tierra sobre tierra, polvo sobre polvo, hasta Nazca, en donde ya había pista asfaltada.

Cóndor de Aymaraes y Línea 38, en los recuerdos. 

No había mochilas ni maletines como las que hoy abundan sobre las espaldas de hombres y mujeres; viejos o jóvenes, trabajadores o estudiantes. La poca indumentaria recogía un par de pantalones, camisas y chompas añejas, dentro de un costalillo de tela o una maleta liviana de madera con acabados, cinchos y hebillas.

Laureano, mi señor padre, se prodigó en recomendaciones para encarar los retos de vivir y forjar un futuro en la gran ciudad, en esa Lima de los setentas, que solo conocíamos de contadas, aunque a los cinco años de edad ya había estado por una semana en el jirón Huanta, de Barrios Altos. “No descuides tu alimentación, porque la tuberculosis no perdona”, me dijo mi padre con mirada de sermón.

Dos de mis hermanos mayores ya radicaban en Lima. Otros primos ya habían encaminado sus propios derroteros en esta ciudad de luchas, triunfos y fracasos. Como muy pocos jovencitos tuve la gran ventaja ser acogido en casa familiar.

Recuerdo lo sorprendido que quedé al ver y mojar mis pies en las aguas del mar, en La Punta, Callao. Las frescas correntadas del río Mariño o las gélidas y cristalinas aguas de nuestras lagunas Ampay y Taccata, no eran nada frente a la inmensidad interminable del Pacífico.

Los edificios de pisos elevados que se codean con el cielo, el agitado tránsito vehicular y el bullerío de Lima, sobre todo en las avenidas principales, en plazas y parques como la Plaza Unión y Dos de Mayo así como el Parque Universitario, puntos de nostálgica concentración dominguera de provincianos de todas layas y procedencias, eran de pavor. Había que caminar con la mirada puesta en todos lados, desconfiando hasta de la propia sombra.

Mis primeros meses en Lima fueron de búsquedas e indagaciones. Visitando tíos, primos y paisanos en diferentes puntos de la ciudad, llegué a Breña, Villa El Salvador, San Juan de Lurigancho, Comas, Collique, Naranjal, Puente Piedra. También a la céntrica avenida Tacna, Mirones, Av. Perú, donde conocí muchos familiares a quienes tenía en la agenda mental, para darles el encargo de que los nuestros en Lambrama y en Abancay “están bien”.

Recuerdo la Línea 38, que tomaba en Chacra Ríos para ir hasta la Plaza de Armas y Correo Central, y dejar un telegrama para don Laureano informándole de algunas nuevas o preguntar por ellos. Algunas veces había que viajar casi colgado en la puerta del bus ‘azul, rojo y blanco’, para no esperar en las esquinas de riesgo la llegada de otro bus, que también venía atiborrado de pasajeros. Uno debía ser ducho en el trajín. 

“Avancen, avancen..” la voz ronca del cobrador obligaba a desplazarse hasta el fondo del bus, sentado o parado. “Pasajes, pasajes…” el cobrador avanzaba a empujones por entre los pasajeros, dejando sus olores y humores avinagrados acumulados en todo el día. Una moneda agarrada con mano sudorosa era entregada al cobrador a cambio de un boleto cancelatorio. En algunas ocasiones, nos ganaba la viveza o lo que llamamos “criollada” y con un “Ya te pagué”, proseguíamos el viaje gratis, de “gorrión”.

Una noche de viernes, había comprado en el jirón De la Unión, un disco de vinilo de “The Shadows” con su legendario “Apache”, para escucharlo a todo volumen en el equipo “JVC Nivico, tres en uno” que la prima Zoila lucía en casa del jirón Cajatambo. Para sostenerme asegurado en el pasamanos del bus 38, guardé el disco 45 RPM, ajustado con mi correa de cuero y un jean azul desgastado.

“Pie derecho, pie derecho” sermoneó el cobrador cuando pedí bajar en la avenida Arica, una cuadra antes del destino final. El carro disminuyó la velocidad y salté casi con el vehículo en marcha. ¿Pie derecho?, nada que ver, salté de plano e intenté detenerme en seco. La gravedad me arrastró a su antojo y como empujado por un resorte, volé por los aires hasta caer de bruces sobre el asfalto cascajoso. Mi cuerpo adolescente que buscaba aventuras de todo tipo, se arrastró por unos tres metros. Me paré avergonzado, viendo cómo el vehículo seguía su camino, como si nada hubiese pasado. El disco “Apache” había perdido la batalla. Era un “tres en uno”.

Llegué a casa y el contar mi tragedia de primerizo, provocó carcajadas incontenibles entre los hermanos y primos, que compartían la cena. Mi pantalón había ganado una medalla que colgaba desde del muslo hasta más abajo de la rodilla. Las palmas de mis manos aún tenían sangre mezclada con tierra. Un baño apurado y una pasada de alcohol y agua oxigenada, pusieron punto final a la aventura.

En otra ocasión no muy lejana, José, mi primo hermano que hoy es un destacado médico radicado con su familia en Chile, llegó a casa hecho un boxeador noqueado. La camisa hecha jirones, el pantalón rasguñado por todos lados; los brazos y pecho ensangrentados y hasta un raspón visible en la frente. Regresando de la academia pre universitaria de la avenida Wilson, también había bajado en la avenida Arica, haciendo caso omiso al llamado del cobrador. No usar el pie derecho al saltar del carro en marcha, le costó la zarandeada ejemplar que marcó su corta presencia en Lima, antes de enrumbar a otro país, en busca del futuro. 

Cuántos habremos vivido esa experiencia de besar el piso sin que haya habido un conteo oficial hasta ocho, y abandonar la lid, apagado, rasguñado, apaleado, castigado y dolido. Recuerdos que han dejado no solo cicatrices, sino huellas anecdóticas que bien vale la pena rememorar como una lección aprendida, con una sonrisa simulada.

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