¿POR QUÉ FUNCIONA LA FÓRMULA BUKELE?

La Luz al Final del Túnel Salvadoreño

Durante años —demasiados años, los suficientes para que una generación entera creciera sin conocer otra cosa— El Salvador caminó como quien avanza por un túnel sin lámpara. El sol seguía saliendo cada mañana, fiel a su cita cósmica, pero algo había cambiado: ya no iluminaba de verdad. Apenas rozaba con dedos tímidos las calles agrietadas, esos corredores donde la vida se había convertido en un pacto silencioso con el miedo.

Las pandillas —la MS-13, el Barrio 18 y sus ramificaciones que se multiplicaban como hidras mitológicas— no eran simples bandas de delincuentes. Habían hecho metástasis dentro del cuerpo del país, extendiéndose sin prisa pero sin pausa, como esos tumores que avanzan mientras uno duerme confiado. No eran un problema: eran el orden, una sombra que dictaba sentencias, tarifas y silencios con más autoridad que cualquier juez.

En los barrios, la gente había aprendido un idioma nuevo: se hablaba con los ojos antes que con la voz. Cada esquina se había vuelto un altar improvisado al azar brutal de sobrevivir. Había días —muchos días— con quince, dieciséis, diecisiete muertos. Los nombres ya no importaban; lo que importaba era la certeza de que estaban ahí, acumulándose en una estadística que dolía pero que ya no sorprendía a nadie, como quien se acostumbra al ruido de los aviones cerca del aeropuerto.

Las escuelas aprendieron a cerrar temprano, mucho antes de que cayera la noche. Las madres aprendieron a cerrar los ojos mientras rezaban en voz baja —¿qué más les quedaba?— Los comerciantes aprendieron a pagar «la renta» como quien tributa al Estado: porque conservar el derecho a existir cuesta, y ese era el precio.

Pero la violencia visible, esa que manchaba las primeras planas y llenaba los noticieros, era apenas la mitad del abismo. Detrás, casi siempre fuera del encuadre de las cámaras, se movían otros personajes: políticos que usaban a las pandillas como engranajes electorales, como piezas de un ajedrez macabro donde las fichas sangraban. Se hablaba —se susurraba— de treguas disfrazadas, acuerdos de pasillo, negociaciones selladas con la tinta de la impunidad.

Era un matrimonio oscuro: los criminales ofrecían votos y control territorial; ciertos partidos ofrecían protección y silencio. Un intercambio sostenido por la necesidad de ambos y el sacrificio de todos los demás. La prensa callaba. O cobraba por su silencio, que viene a ser lo mismo.

La grieta en el muro

Entonces apareció Bukele.

Al principio, su presencia fue como una grieta en un muro antiguo que todos creían eterno: pequeña, inesperada, imposible de ignorar. Nadie sabe exactamente cuándo una grieta se vuelve ruptura. Pero esta se convirtió en terremoto institucional.

Su promesa no era ingenua ni adornada con retórica de campaña. Era simple, casi brutal en su claridad: si el Estado había cedido su autoridad —vendido, dilapidado, regalado su monopolio de la violencia legítima— había que recuperarla entera. Cueste lo que cueste. No bastaba con capturar sicarios como quien poda las ramas; había que arrancar las raíces políticas y policiales que les habían permitido florecer como jardín del diablo.

El golpe decisivo llegó con el régimen de excepción. Miles de detenciones. Una depuración policial sin precedentes, limpiando instituciones que llevaban décadas pudriéndose desde dentro. El reordenamiento de mandos. La construcción de una megacárcel donde los líderes pandilleros dejaron de dictar órdenes hacia afuera, de jugar a ser gobierno paralelo desde sus celdas VIP.

En menos de dos años, más de 80.000 delincuentes —toda una ciudad grande, piénsenlo así: una ciudad entera de criminales— quedaron fuera de las calles. Zonas completas se abrieron como heridas que finalmente respiran aire limpio después de años infectadas.

Por primera vez en décadas, las noches se volvieron silencios habitables. Los niños pudieron salir a jugar sin sentir que el mundo los estaba espiando desde alguna esquina. Las tiendas dejaron de pagar extorsión. El país —este país tan golpeado, tan exhausto— recuperó algo tan elemental que hasta parece ridículo mencionarlo: la tranquilidad de estar vivos.

La sombra de cada luz

Pero ya se sabe: cada luz proyecta su sombra. Como escribió Goethe muriendo: «¡Más luz!» Nunca hay suficiente.

Desde el extranjero comenzaron a llegar críticas, informes, advertencias solemnes. Organismos internacionales hablaron de abusos, de derechos vulnerados, de excesos estatales. Y la gente de El Salvador —esa gente que había enterrado a sus hijos, que había pagado «rentas» para poder vender pupusas— se preguntaba con genuina perplejidad: ¿Dónde estaban esos organismos cuando el país sangraba día tras día? ¿Por qué entonces no dijeron nada?

El silencio de aquellos años era ensordecedor.

El debate se volvió filosófico, casi metafísico. ¿Puede un Estado derrotar a monstruos que no respetan ley alguna manteniendo intactas todas las reglas del juego? ¿Puede la democracia funcionar en un territorio donde la violencia ya había sustituido completamente al Estado? ¿Se puede ganar un partido de fútbol cuando el rival juega con las manos y el árbitro mira para otro lado?

Bukele respondió que no. Que el orden —el simple orden cotidiano, ese que permite a una madre sacar a pasear a su bebé sin calcular rutas de escape— es el suelo sobre el que se construyen todas las demás libertades. Que un país sin seguridad es apenas un paisaje habitado por espectros, por gente que respira pero no vive.

Por qué funciona (por ahora)

Su fórmula funciona —al menos hasta este momento, en este presente frágil que no garantiza futuros— porque devolvió a la gente algo que había olvidado sentir: la simple, humilde, casi milagrosa posibilidad de vivir sin miedo. Porque rompió alianzas políticas que apestaban a podrido, limpió instituciones corroídas hasta los cimientos, encarceló a quienes habían convertido al país en un campo minado donde cada paso podía ser el último.

Y porque, al hacerlo, reconstruyó algo más profundo que la seguridad: reconstruyó la idea misma de comunidad, de país, de futuro posible.

El Salvador respira.

Tal vez por primera vez en mucho tiempo. Tal vez con cautela, consciente de que la historia está llena de respiros que resultaron ser apenas pausas entre pesadillas.

Pero en ese acto humilde, casi sagrado, de respirar sin sobresalto —de caminar por la calle sin mirar atrás cada tres pasos, de dormir sin despertarse al menor ruido— se encuentra la respuesta más honda a la pregunta del título: a veces, para que un pueblo vuelva a vivir de verdad, primero hay que quitarle de encima todo lo que lo estaba asfixiando.

A veces, para que entre la luz, basta con abrir la ventana que llevaba años clausurada.

Y sí: siempre hay un precio. Siempre hay sombras. Pero pregúntenle a cualquier salvadoreño si prefiere volver atrás, a aquellos días de quince muertos diarios y extorsiones en cada esquina.

La respuesta la dan con sus ojos, antes incluso que con palabras.

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