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El Perú atraviesa una noche larga. No es la noche que empieza cuando cae el sol, sino aquella que comienza con la caída de las certezas. Las ciudades laten inquietas. Cada esquina oculta un sobresalto, cada sombra guarda un secreto que preferirías no conocer.
En este país, el miedo dejó de ser visita. Se instaló como vecino, uno de esos que tocan la puerta a cualquier hora.
En nuestra ciudad, los índices de delincuencia no son los mismo que en otras ciudades del Perú, pero si esto sigue así, será solo cuestión de tiempo. No podemos ser indiferentes.
Extorsiones. Sicarios. Amenazas pintadas con sangre. Cadáveres arrojados como advertencias en la madrugada. Todo esto forma parte de una realidad que ya no nos sorprende, y ahí está la derrota más cruel: acostumbrarse. Cuando el horror se vuelve rutina, algo se rompe en el alma de un pueblo.
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Pero la violencia es apenas el rostro visible del monstruo. Detrás operan otros demonios, más sutiles y quizá más peligrosos: políticos sin escrúpulos, policías quebrados por la corrupción, jueces y fiscales comprados, funcionarios que venden el Estado como quien vende mangos en el mercado. Y cárceles donde el crimen no termina, sino que encuentra su oficina central.
Este engranaje —lubricado con billetes sucios, favores turbios y silencios cómplices— asfixia al ciudadano común. A ese peruano que solo quiere trabajar, llevar el pan a su casa y dormir sin que le roben los sueños.
Ante este panorama, muchos volteamos a ver El Salvador. Nos preguntamos, a veces con timidez, a veces con urgencia: ¿podría funcionar aquí lo que funcionó allá? No es mera imitación. Es desesperación vestida de esperanza.
El Salvador vivió un infierno que algunos rincones del Perú empiezan a reconocer. Las pandillas no solo mataban; gobernaban. Cobraban impuestos invisibles, imponían horarios, dictaban castigos. Nadie entraba ni salía de ciertos barrios sin su permiso. El miedo era el idioma compartido, una religión sin templos pero con miles de fieles obligados.
Hasta que llegó alguien que decidió enfrentar no solo a los delincuentes, sino al sistema completo que los sostenía.
Nayib Bukele entendió algo que parece obvio pero que nadie se atrevía a decir en voz alta: no se lucha contra un monstruo cortándole las uñas. Hay que cortarle la cabeza. Y fue metódico en eso, casi obsesivo.
Empezó por su propia casa: depuró la policía de arriba abajo, sacó a los que tenían las manos sucias y a los tibios y blandengues que miraban para otro lado. Luego fue por las cárceles. Silenció las comunicaciones —esos malditos teléfonos que convertían las celdas en centros de mando más eficientes que cualquier oficina corporativa—. Encerró a quienes gobernaban desde dentro, a esos capos que firmaban sentencias de muerte mientras jugaban a los naipes.
Construyó una megacárcel que parece sacada de una película distópica, es cierto. Un lugar duro, sin concesiones. Pero cumple su función con una precisión quirúrgica: aislar a los violentos de su red de poder, cortarles los tentáculos con los que seguían estrangulando al país desde sus celdas.
Y no se detuvo ahí. Fue tras el dinero, porque entendió que las balas se compran con billetes. Desarticuló las finanzas criminales, esas que alimentan al monstruo, y requisó propiedades mal habidas: mansiones, negocios, cuentas bancarias. Todo lo que había sido construido sobre cadáveres pasó a manos del Estado. No era venganza. Era justicia con apellido.
Lo hizo con dureza. Con medidas excepcionales que incomodaron a muchos —académicos, activistas, organismos internacionales—. Pero devolvió algo que parecía perdido para siempre: la tranquilidad de la gente común, esa que camina por la calle sin voltear cada tres pasos.
Los salvadoreños volvieron a creer que era posible. Y eso, créanme, no tiene precio.
¿Puede ese camino servirle al Perú?
La respuesta es sí. Pero —y aquí viene lo difícil— solo si antes tenemos el valor de mirarnos sin maquillaje, sin filtros, sin esos discursos bonitos que nos contamos para dormir tranquilos.
Porque el Perú no está solo herido por el crimen. Está infectado.
Veámoslo así: si El Salvador era un paciente con una herida profunda, el Perú es uno con gangrena. No basta con limpiar la superficie; hay que cortar hasta llegar al tejido sano. Y eso duele. Dolerá horrores.
Nuestras instituciones están perforadas. La policía investiga para un bando, protege a otro y les teme a todos. Como me dijo una vez un viejo amigo, policía retirado: «Todo está podrido, es una pena. Aquí ya no se sabe quién es quién. El uniforme ya no significa nada». Y tenía razón, la pesadumbre.
El INPE —nuestro sistema penitenciario— es una broma macabra. Los reclusos dictan órdenes con teléfonos que nunca se apagan, manejan negocios, ordenan crímenes. Las cárceles se convirtieron en universidades del delito con WiFi incluido.
La clase política, bueno… ahí mejor ni hablamos, quiero creer que todavía hay algunas honrosas excepciones… Muchos pactan con las mafias para ganar elecciones, para conseguir fondos y vender cuotas de poder. Y cuando les conviene, se hacen los locos. «Yo no sabía nada», dicen. Claro, nunca saben nada hasta que los agarran.
Y los medios de comunicación —con escasas y honrosas excepciones— han convertido la información en mercancía, la verdad en chantaje y la opinión en negocio.
La fórmula Bukele podría funcionar aquí, sí. Pero solo si empezamos desde adentro. Y aquí viene lo que nadie quiere oír pero todos necesitamos decir:
No basta con construir cárceles.
No basta con endurecer penas ni comprar más patrulleros si los guardianes están corrompidos. Si los jueces —esos que deberían impartir justicia— tienen miedo de fallar, y peor aún, cuando quieren hacerlo bien no pueden: les han amarrado las manos con leyes hechas a medida para favorecer directamente a los pillos. Leyes con huecos tan grandes que por ahí se escapan camiones cargados de delincuentes.
Si los políticos negocian en la sombra con los mismos que deberían estar persiguiendo. Si el fiscal de turno recibe una llamadita y de pronto se le olvida investigar.
Cuando el sistema está podrido desde la raíz, cualquier remedio será inútil. Es como echarle perfume a un cadáver: puedes disimular el olor un rato, pero la descomposición sigue su curso.
El Perú necesita una purificación moral antes que tecnológica. Necesita recuperar la decencia antes de recuperar la seguridad. Necesita volver a creer que el Estado puede ser algo más que una oficina de trámites donde todo se arregla con coimas.
No se trata de copiar y pegar, como creen algunos. El Salvador tuvo su proceso, su contexto, su enemigo específico. El Perú tiene los suyos. Pero hay principios que no cambian:
Primero: Un Estado debe proteger a su gente. Punto. Sin peros ni excepciones.
Segundo: La corrupción no se negocia. Se extirpa. Como un tumor. Nada de ¡acacallau!, caiga quien caiga.
Tercero: Las instituciones débiles crean vacíos de poder. Y esos vacíos los llenan siempre los peores.
Cuarto: La tibieza mata. En política, como en cirugía, hay momentos en que dudar es condenar al paciente.
El impulso inesperado
Y sin embargo —y aquí permítanme un destello de optimismo—, hay esperanza.
La historia demuestra que los pueblos, cuando están al borde del abismo, suelen encontrar un impulso inesperado. Ese impulso puede venir de un líder, de un movimiento, de una voluntad colectiva que dice: «¡Ya basta, carajo!».
La fórmula Bukele no es un dogma intocable ni una receta mágica. Es un gesto. El gesto de un Estado que decide proteger a su gente sin pedirle permiso al miedo.
Winston Churchill dijo una vez: «Nunca, nunca, nunca te rindas». Y tenía razón, el viejo testarudo.
Quizá el Perú no necesite un imitador de Bukele. Quizá necesite algo más difícil de encontrar: un valiente. Alguien que entienda que la seguridad no es solo un deber político o una promesa de campaña. Es un acto de amor por la vida. Por la vida de ese comerciante que abre su tienda temblando, de ese chofer que enciende su vehículo cada mañana luego de encomendarse a a todos los santos, de esa madre que manda a sus hijos al colegio rezando que vuelvan, de ese taxista que trabaja de noche porque no le alcanza con el día, y envejece el doble con la tensión.
Un valiente que sepa que gobernar no es quedar bien con todos, sino hacer lo correcto, aunque duela. Aunque incomode. Aunque te odien por ello.
Porque al final del día, cuando las luces se apagan y cada peruano cierra su puerta, solo queda una pregunta simple, dolorosamente simple:
¿Podré dormir tranquilo esta noche?
Y la respuesta a esa pregunta, amigos míos, es la única métrica que importa.
«El valor no es la ausencia de miedo, sino la decisión de que hay algo más importante que el miedo» — Franklin D. Roosevelt
Y quizá, solo quizá, el Perú esté empezando a recordar qué es eso más importante.
