¿QUÉ DÍA ES HOY?

(A un año de su partida a la casa del Padre)

Por obra del alzhéimer, este hombre de Dios fue perdiendo poco a poco la memoria inmediata. Se olvidaba de todo y sólo vivía el presente.

La oración continua se había convertido en su “deporte” y “trabajo” favoritos.

Cuando todavía podía moverse, acudía a los despachos de la Parroquia arrastrando los pies, varias veces al día.

—¿En qué día estamos? ¡Ayúdenme, porque no me acuerdo de si he rezado el Breviario! (oración litúrgica que rezamos sacerdotes y religiosos).

—Que yo sepa, usted ha rezado el Oficio de Lectura. Ahora le tocan las Laudes.

—¡Ah, gracias! ¡Es que estoy despistado! —Y se regresaba a su habitación a orar, leer y estudiar.

Media hora más tarde —sonriente como siempre— aparecía otra vez, Tablet en mano.

—¿Qué día es hoy? —Preguntaba, como un niño— ¡Es que no sé si he rezado o no la liturgia de las Horas!

—Hoy es viernes, Monseñor.

—¡Ama jina kaspa! ¡Ayúdame! ¡Tú tiras, pe”! ¡Los viejos olvidamos todo!

—A ver, a ver… Ahora le toca la hora sexta, —le decía— ¡certifico que usted ya ha rezado el Oficio, las Laudes y la Hora Tercia!

Y así, se retiraba otra vez, arrastrando los pies…

Estamos hablando de Mons. Isidro Sala Ribera, nacido en Bergús (España), el 03 de marzo de 1933, y que en 1969 se vino al Perú como misionero, enamorándose profundamente de nuestra tierra, hasta el punto de aprender el quechua y dejar sus huesos entre nosotros.

Trabajó incansablemente en Aymaraes y luego en San Jerónimo, Andahuaylas, donde los campesinos y los más humildes recibieron acogida en su corazón.

Fruto de su labor de almas fueron los catequistas y las decenas de vocaciones de sacerdotes, religiosas y laicos.

Un pastor a carta cabal, con “olor a oveja”, encarnado en nuestra tierra. Jamás receló en consumir lo que le servían. Cuántas veces, alojado en frígidas chozas y en el interior de los templos, dormía en pellejos…

A los sacerdotes, nos tomaba el pelo: “Si ustedes no conocen Tiaparo, Pampachiri o Huancas, no son misioneros de verdad”.

En las sobremesas del comedor, con fino humor, nos tomaba el pelo y nos hacía reír. Una vez, para sacar temas de conversación, le pedía que nos dijera algún refrán latino. Yo había hecho gala de decir algunos de esos latinajos. Y Mons. Isidro, mirándome fijamente con el rabillo de sus ojos, me espetó: Asinus asinum fricat!, con el que rieron todos.

Acudí a un sabio llamado Google para la traducción: “El asno frota al asno”. ¡Wow, se trataba nada menos que de una sentencia para mofarse de las alabanzas mutuas entre los ignorantes!

Monseñor Isidro fue haciéndose cada vez más niño inocente. Aunque tenía 86 años, su corazón de doncel estaba adornado de paz, serenidad y alegría.

Los días frígidos de mayo y junio, acudía al patio de la Parroquia a tomar el sol. El P. Jhonny, el diácono Luigui, Don Lucho, Darío, Yenny y yo, íbamos a su encuentro a hablar un ratito con él.

—¡En la Parroquia trabajan mucho, deben descansar! —nos reclamaba.

—¡No, Monseñor!, ¡para nada, más bien somos un poco flojos!, —le bromeaba.

—¡No, no, no! Yo veo que ustedes se mueven mucho. No dejan de ir de aquí para allá. ¡Cuidado con el activismo, eso me preocupa! Verán —continuaba—, ¡yo en cambio, estoy haciendo de lagarto! —Y se reía con gusto.

“¡Añañau!, ¡qué rico!”, eran sus frases favoritas cuando le ofrecíamos algún servicio o una medicina amarga (¡tomaba tantas!).

Mons. Isidro vivió los últimos años de su vida en un presente continuo. Ese hoy-actual, de alguna manera, es un anticipo del cielo; pues en la eternidad divina el tiempo no pasa. Y don Isidro, al no recordar nada, vivía intensamente el momento, sin rencores y resentimientos.

Desde el año 2009 en que pasó a Obispo emérito, se “escondió” como un sillar. Sus misas diarias, los miles de rosarios, su incansable liturgia de las horas, los consejos a los esposos y las confesiones en la Catedral, son legados que sólo pueden medirse en la eternidad divina.

¡Monseñor Isidro, descansa en paz y ruega por nuestra fidelidad!

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