La herida y el abrazo
Me gusta mucho la historia, más que eso, como decia mi hermana Alicia en su adolescencia, «¡Me encanta!, ¡me fascina!, ¡me aloca!».
Llevo meses —años, si soy honesto— dándole vueltas a unos libros que escribí hace tiempo y que solo ahora me estoy atreviendo a sacarlos a la luz. No por cobardía, creo, sino por respeto: estas cosas hay que dejarlas reposar, como el buen vino o las decisiones importantes. En pocos días saldrá la versión digital y, si Dios quiere, la versión impresa en papel. Estoy afinando los últimos detalles para que puedan salir juntas, aunque no sé si será posible.
La investigación que hice para escribirlos, el análisis que me robó sueño y paz, es lo que me empuja ahora a escribir lo que sigue. Porque hay historias que no te sueltan hasta que las cuentas.
El hallazgo más importante del mundo
Han pasado 533 años desde aquella mañana en que un aventurero genovés, un poco loco y bastante terco, se topó con tierra firme buscando otra cosa. Iba tras las especias de las Indias y encontró un continente que ni siquiera tenía nombre todavía. Cosa curiosa: los grandes hallazgos de la vida siempre llegan cuando andamos buscando otra cosa. Después lo llamarían América, y con ese bautismo comenzó una larga, larguísima historia de encuentros, desencuentros, abrazos y puñaladas traperas.
¿Invasión o Conquista?
Me he pasado noches enteras —esas en las que el sueño se escabulle como gato asustado— discutiendo conmigo mismo sobre dos palabras que parecen gemelas pero son hermanas enemigas: invasión y conquista. No es capricho de académico ni ganas de complicar la cosa, se lo juro. Es que cada una cuenta una historia diferente del mismo drama, como si viéramos la misma película desde dos butacas distintas del cine.
La invasión fue el rayo que partió la noche. Violenta, abrupta, sin tocar la puerta ni pedir permiso a nadie. Llegó con el estruendo de cascos de caballos que los nativos jamás habían visto, con el ladrido feroz de perros amaestrados para la guerra, con el trueno de arcabuces que parecían conjurar demonios. Rompió todo a su paso, como piedra lanzada contra un espejo de obsidiana.
La conquista, en cambio, vino después. Más sutil, más calculadora, vestida de notario. Se sentó a la mesa, escribió leyes con letra florida, negoció tratados que nadie entendía del todo. No buscaba destruir por destruir, sino reconstruir —eso sí, sobre los escombros humeantes de lo anterior. Como esos maestros de obra que aprovechan las piedras de una casa derruida para levantar otra nueva, sin preguntarle al dueño original si está de acuerdo.
Ambas dolieron. Ambas dejaron cicatrices que todavía pican cuando cambia el clima. Pero operaron con lógicas tan distintas como el puño cerrado y la caricia envenenada.
Ni vaqueros ni telenovelas
He visto cómo algunos pintan esta historia como si fuera película de vaqueros: buenos contra malos, héroes con sombrero blanco contra villanos con bigote retorcido. ¡Qué pobreza de imaginación, por Dios! La realidad siempre es más rica, más compleja, más dolorosamente humana.
No creo en esas leyendas blancas que nos quieren vender la idea de que los conquistadores llegaron como misioneros de caridad, repartiendo bendiciones, bebidas calientes, baratijas y abrazos fraternales. Pero tampoco trago enteras esas leyendas negras que convierten todo en un festival ininterrumpido de atrocidades, como si durante quinientos años no hubiera existido ni una sola gota de humanidad, ni un gesto de ternura, ni un mestizaje que fuera también amor verdadero.
La verdad, como siempre, anda por el medio. Cojea un poco, se tropieza con champas y piedras, pero ahí va.
Fue un proceso brutal, sí —negarlo sería insultar la memoria de millones—, pero también extraordinariamente complejo. Un lugar donde la violencia bailó vals con la negociación, donde el despojo se mezcló con el mestizaje, donde la destrucción cultural parió —a la fuerza, es cierto, pero parió— nuevas formas de ser y estar en el mundo.
Como decía nuestro gran poeta César Vallejo: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!» Así fue esta historia: golpes tremendos que, paradójicamente, también crearon vida nueva. Como esas semillas que solo germinan después del incendio.
El amanecer de un mundo más grande
La llegada de los europeos a América en 1492 no fue solo un hecho histórico más, otra fecha para memorizar en el colegio. Fue un punto de inflexión ontológico, un choque de mundos que transformó para siempre la manera de concebir la existencia, la tierra, el poder y hasta la idea misma de «humanidad».
Por un lado, se abrió el horizonte del planeta como quien descorre las cortinas de par en par. Europa descubrió que su mundo no era el mundo entero, que había otros cielos, otras formas de rezar, otras maneras de entender el tiempo y la muerte. Los mapas se expandieron hasta reventar sus costuras. La ciencia ganó perspectiva, humildad a regañadientes. Las ideas de universalidad y humanidad comenzaron a germinar, tímidas todavía, en mentes privilegiadas.
El intercambio biológico y cultural —ese famoso «encuentro de dos mundos»— permitió que plantas, animales, alimentos y conocimientos cruzaran los océanos en un vaivén que continúa hasta hoy. Sin ese contacto, la historia moderna no habría conocido el maíz que hoy es la base de la alimentación mundial, ni la papa salvando del hambre a media Europa, ni siquiera la idea misma de globalización que ahora nos tiene a todos conectados como luces de un mismo árbol de Navidad.
La herida que todavía sangra
Pero por otro lado, ese encuentro fue también una herida profunda, de esas que no cierran nunca. La expansión europea no fue un diálogo entre iguales, no fue un cordial saludo de vecinos. Fue una imposición brutal. La espada, el dogma y la codicia se dieron la mano para dominar territorios y conciencias con la excusa del evangelio y la insaciable sed de oro.
Millones de vidas se perdieron bajo el peso de la cruz, de las enfermedades traídas en los barcos, de la fiebre de dominio que convirtió a hombres cristianos en demonios prácticos. Las culturas originarias, con sus lenguas musicales, sus dioses de plumas y piedra, sus cosmovisiones que entendían el tiempo como un círculo y no como una flecha, fueron reducidas a «folclore», a ruinas arqueológicas, a curiosidades de museo. Una grandeza que los conquistadores nunca comprendieron del todo porque estaban demasiado ocupados pesando el oro.
Así, lo que unos llamaron «descubrimiento» fue en verdad una doble revelación: los europeos descubrieron un continente, es cierto. Pero los americanos descubrimos el rostro más contradictorio del ser humano —esa criatura extraña capaz de crear imperios y destruir civilizaciones en el mismo acto, de rezar el Ave María por la mañana y «aperrear» y degollar por la tarde sin perder el apetito.
Lo que quedó después del polvo
Hoy, más de cinco siglos después, todavía vivimos bajo la sombra de aquel amanecer.
La historia no puede desandarse, por más que algunos lo deseen. No hay máquina del tiempo ni conjuro que borre lo ocurrido. Pero la historia sí puede comprenderse, y esa comprensión es el primer paso para sanar las heridas que todavía supuran.
Comprenderla exige una mirada sin fanatismos ni anteojeras ideológicas. Reconocer que de aquel abismo nació también una nueva humanidad: híbrida, mestiza, contradictoria como todos los partos difíciles, pero inmensamente rica.
América no fue simplemente conquistada y punto. Fue reimaginada. Y en esa reimaginación seguimos —todavía, a trompicones, con tropiezos— buscando la justicia, la identidad y el alma que se nos extraviaron en algún punto entre las carabelas y los templos derruidos.
No soy de los que lloran por la leche derramada. Pero tampoco de los que dicen «agua pasada no mueve molino» para olvidarse de todo. La memoria no es un lujo, es una necesidad. Como dijo el gran escritor uruguayo Eduardo Galeano: «La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será».
Quinientos treinta y tres años después, seguimos siendo hijos de aquel encuentro violento y fecundo. Llevamos en las venas sangre de conquistadores y conquistados, de verdugos y víctimas, de santos y pecadores. Somos, todos nosotros, la prueba viviente de que hasta de las peores catástrofes puede brotar algo nuevo.
No digo que esté bien lo que pasó. No lo justifico ni con todas las acrobacias mentales del mundo. Pero reconozco que estamos aquí, respirando, amando, discutiendo sobre estas cosas, precisamente porque aquello ocurrió.
Y eso, mi querido lector, es lo más parecido a un milagro trágico que conozco.
¡Gracias por llegar hasta aquí!
No todos lo hacen. Eres parte de esa minoría luminosa que todavía se detiene a leer, a pensar y a sentir el país con el corazón despierto.
Ojalá cada día haya más personas como tú. Ese es, precisamente, el objetivo fundamental de Peruanísima.
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