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Un reloj sin manecillas y el arte de vivir
Hace apenas unos días levantábamos nuestras copas brindando por el año nuevo. Las calles estaba vestidas de amarillo, las promesas surgían a montones y por doquier, los corazones bailaban al compás de esa ilusión que solo trae el primer día de enero. Y ahora, casi sin darnos cuenta, ya estamos terminando la primera mitad el año y a punto de empezar la segunda.
Es como llegar tarde a una fiesta donde todos ya están riéndose de chistes que no escuchaste. Parece una broma pesada del calendario, pero no lo es.
La verdad es que parece que, hace nada decíamos adiós al siglo XX y recibiamos el 2,000, el nuevo milenio entre fuegos artificiales y abrazos emocionados. Hoy nos separan veinticinco años y medio de aquel momento. ¡Un cuarto de siglo!. Se fue volando como hojas secas que arrastra el viento de otoño, y uno se queda ahí parado, preguntándose dónde se metió tanto tiempo.
¿Qué diablos pasa con el tiempo?
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Quizá, no es que el tiempo corra más rápido —somos nosotros los que lo sentimos más esquivo. De niños, ¿se acuerdan?, las vacaciones de verano eran océanos infinitos de aventuras al comenzar, pero pasaban muy rápido y luego otra vez el año escolar, que parecía de nunca acabar, se arrastraba como si fuese infinito. Ahora los meses se escurren entre facturas que llegan puntualísimas, reuniones que se alargan, WhatsApps sin responder, emails que ni siquiera miramos y esa lista de pendientes que crece como mala hierba.
El tiempo sigue siendo el mismo de siempre. Nosotros cambiamos. El ritmo de vida se volvió un torbellino que nos marea. La calidad de vida, aunque ahora se mide en megas y likes, se nos escapa entre los dedos como arena mojada en la playa. Ganarse la vida se volvió más caro, y no hablo solo de plata. Cuesta lágrimas, noches sin dormir, domingos pensando en el lunes. Vivimos tan ocupados en sobrevivir que se nos olvida vivir.
Y es que en medio de toda esta locura surge una pregunta que duele: ¿cómo plantearse la vida?
Les voy a contar algo que me marcó. Cuando mi hijo estaba en primaria en el colegio La Salle de Arequipa, teníamos esas reuniones de padres donde desfilan todos los profesores presentándose. Entonces entró un hermano de La Salle—menudito, canoso, arrugado pero con una energía contagiosa de adolescente—y nos soltó esto:
—Yo enseño la materia más importante de todas, la única importante. ¡Enseño religión! —los papás sonrieron y algunos hasta se rieron, con esa mueca incómoda que pones cuando no sabes si es en serio. El hermano, imperturbable, siguió—. Veo que algunos se ríen, pero piénsenlo bien: las otras materias son útiles para esta vida, pero la mía, sirve para ganarse la vida eterna.
Se hizo un silencio espeso y nadie volvió a sonreír.
¿Y si ahí está la clave que andamos buscando? En recordar que no todo se trata del éxito que se ve, del título que cuelgas en la pared, del logro que publicas en redes sociales. Hay más que eso.
¿Y si resulta que vivir no es alcanzar metas sino saborear el camino? ¿Y si el verdadero triunfo no está en los aplausos sino en esa paz que sientes cuando apoyas la cabeza en la almohada?
La verdad es que el fin supremo de la vida—humilde pero gigantesco—puede ser más sencillo: buscar nuestra propia felicidad y, en la medida de nuestras fuerzas, contribuir con ternura a la alegría de quienes nos rodean. No como superhéroes de película, sino como jardineros silenciosos del bien: sembrando sonrisas de a poquito, escuchando con el alma abierta, acompañando sin hacer ruido.
Mi padre siempre decía que para tener una buena vida había que reírse mucho y reírse de casi todo, sobre todo de uno mismo. Esa filosofía lo acompañó hasta el final, él fue un hombre feliz y dejó un recuerdo hermoso, alegre e imperecedero.
Charles Chaplin lo resumió mejor que nadie: «Un día sin reír es un día perdido». Y tenía toda la razón del mundo. La risa desarma las penas como si fuera magia, limpia el alma igual que la lluvia lava los vidrios empañados. Te deja la sonrisa prendida por dentro, y desde ahí el mundo se ve con otros colores, más suave, más humano, más esperanzador. Quien ríe, aunque sea entre lágrimas, se resiste a rendirse del todo.
Vivimos en una época de ruido constante donde todo es urgente, donde las verdades están en oferta y los valores se derriten como helado al sol. Nos dicen qué desear, cómo vestirnos, cuánto ganar, cuándo casarnos. Pero de lo que poco se habla es del silencio, de esas pausas necesarias, de la contemplación que el alma necesita como el cuerpo necesita aire.
No se trata de hacerse el loco con los problemas de la vida—que los hay, y gordos. Se trata de atreverse a mirar más allá del reloj que marca las horas implacable. De entender que no somos máquinas programadas para rendir, sino criaturas frágiles buscando sentido en este lío hermoso que es existir. Nuestros días no son una carrera contra el tiempo, sino una danza lenta con él.
Quizá la respuesta esté en recuperar esas cosas simples que no cotizan en ninguna bolsa: la amistad sin segundas intenciones, el descanso sin culpa que carcome, las conversaciones sin prisa, el arte por el arte, ser agradecidos con quienes nos hacen bien y por el pan que se comparte sin esperar nada a cambio.
Y así, tal vez, podamos hacer las paces con ese tiempo que nunca se detiene. No como enemigos enfrentados en un ring, sino como viejos compañeros de viaje que caminan juntos hacia el mismo destino. Porque al final, el tiempo no se va: somos nosotros los que pasamos por él.
Y mientras pasamos, que sea con ganas. Amemos sin medida. Soñemos como niños. Lloremos cuando haga falta. Riámonos hasta que el makurki nos haga doler las costillas y el vientre.
Construyamos pedacitos de eternidad en cada gesto cotidiano. Porque si el tiempo que tenemos es corto, que al menos sea intenso, que al menos sea bello.