SABER SER AGRADECIDOS

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Una mañana de esas en las que el despertador suena como si te odiara, decidí dormir «un ratito más», pero luego tuve que salir apresurado, sin desayuno y casi a medio vestir, a enfrentar el mundo con cara de lunes… aunque era martes.

Apenas me había alcanzado el tiempo para ducharme y lavarme los dientes, no pude desayunar, y para colmo, no había taxis. Milagrosamente, como salido de la nada, apareció un autito viejo, pero bien conservadito, cuyo conductor me hacía señas. Presto, levanté la mano y se detuvo con suavidad, exactamente frente a mí.

—Suba señor, muy buenos días.—me saludó amablemente el conductor.

El taxi relucía como nuevo, los asientos tenían fundas que olían a lavanda, y sonaba en el antiguo autoradio un bolero suavecito.

 

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—¿A dónde vamos, señor? 

Su amabilidad me sorprendió. No es lo que uno espera en estos tiempos donde todo el mundo anda apresurado. Durante el viaje, conversamos del nuevo papa y lo grato que había sido para todos los peruanos esa elección del Espíritu Santo.

Me dejó a la puerta exacta del sitio a donde iba, sin vueltas extra ni rodeos innecesarios. Mientras el auto partía con una nueva carrera, me sentí un poco mal por solo haber agradecido de palabra y no haber dado la propina qué bien merecía el excelente servicio. Me dije —¡Qué grato es encontrar gente que simplemente hace bien su trabajo y con gusto, y qué ingratos somos algunas veces!

Más tarde, el hambre me llevó a un pequeño restaurante  que nunca antes había visitado. El olor a  guiso casero me atrajo, y su buena aspecto me confirmó que había hecho una buena elección. Aunque era pequeño y sencillo, se notaba prolijo, limpiecito y bien cuidado. Era, uno de esos lugares donde el menú se escribe con tiza de colores en pizarra bien lavada, y el olor a ají casero y condimentos frescos te da la bienvenida.

La joven dueña, con su delantal impecable, jovial se acercó a tomar mi pedido, y luego la vi servir el plato con una delicadeza que rozaba lo ceremonial. El arroz suelto, el guiso con ese aroma a receta heredada de la abuela, todo fresco, nada sacado del refrigerador y puesto a descongelar (como se ha vuelto una fea costumbre en muchos locales).

Me trajo el humeante plato rociado con perejil fresquito y bien picadito, que puso sobre el mantel blanco que no tenía una sola mancha, —¡Qué lujo! —me dije.

Unos comensales se levantaron de otra mesa, preguntaron por su cuenta, pagaron y sin agradecer ni despedirse, se marcharon, ignorando las cálidas y agradecidas sonrisas de la dueña. Yo me quedé mirando esa escena como si hubiera presenciado un crimen de etiqueta.

Al terminar, con la barriga llena y el corazón contento, agradecí y pagué esta vez sí dando una propina. 

Luego salí, y persimoniosamente caminé algunas cuadras hasta una institución donde debía hacer un trámite. Conociendo cómo es habitualmente el trato al público en la mayor parte de las instituciones, me propuse mantenerme tranquilo, y más aún, cuando me crucé con una enfurruñada señora que salía casi marchando y murmurando —¡Que se habrán creído!

Esperaba encontrarme con la clásica cara de «¿Y ahora, tú qué quieres?», pero no,. Ahí estaba un señor, funcionario de mediana edad, camisa planchada y sonrisa genuina. Me explicó todo lo que necesitaba saber, con paciencia franciscana. Me proporcionó un documento explicativo, usó resaltador y me deseó un buen día al terminar de hacerlo, dándome la mano la mano cálidamente… y, aunque el trámite no procedía, yo salí con el alma lavada y una sensación extraña. Quizás no agradecí lo suficiente la excelente actitud de ese hombre.

¡Qué día luminoso estaba siendo aquel!

Y ahí, queridos lectores, me invadió la sospecha: ¿no estaremos olvidando la nobleza de agradecer?

Vivimos como si todo el mundo estuviera obligado a tratarnos bien, como si todo lo mereciéramos porque sí, como si decir «gracias» fuera cosa de viejos o una debilidad emocional. Pero no. Decir gracias no nos quita nada, y en cambio puede cambiarle el día a alguien.

Hay personas que, aunque el mundo se caiga, siguen ejerciendo con decoro y amor su vocación de servicio. No lo hacen por aplausos, ni por bonos de productividad. Lo hacen porque entienden que ser útil es también una forma de belleza. Y nosotros, los beneficiados, tenemos la sagrada tarea de reconocerlo, aunque sea solo con un «gracias» sonoro, sentido, o incluso con una sonrisa sincera. No está bien recibir y quedarse callado.

La gratitud, es ese suspiro del alma que, aunque invisible, transforma el cuerpo y la mente como si fuera alquimia.

Desde la ciencia, se sabe que cuando agradeces, el cerebro responde como si le hubieras contado un buen chiste. Se activa la corteza prefrontal, se encienden las luces del hipotálamo y, de pronto, la dopamina —la mensajera de la dicha— corre como niña feliz por los pasillos neuronales. En palabras más suaves: dar gracias es encender las luces en medio de la penumbra emocional.

Los psicólogos dicen que la gratitud es un bálsamo: reduce la ansiedad, baja la presión del alma y eleva la autoestima. Nos  recuerda que, aunque la vida a veces se complica, aún hay belleza en el gesto simple de alguien que hizo algo bueno por ti, sin obligación.

La gratitud es como un espejo limpio: al agradecer, no solo ves al otro con más claridad… también te ves mejor a ti mismo.

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