Década de los cuarenta del siglo pasado. Dos años en el Ejército, cumpliendo el servicio militar obligatorio, marcaron su personalidad de por vida. Recio, severo, disciplinado, respetuoso, estricto con los horarios. Mandón y querendón al mismo tiempo. Supo hacer amigos en todos lados. Expresaba su orgullo de haber servido a la Patria vistiendo el uniforme del Ejército Peruano, en el antiguo Fuerte Rímac, hoy Fuerte Hoyos Rubio, en Lima.
El ejército le enseñó, decía mi padre, don Laureano Gómez Chuima, a pelear, a boxear, a agarrarse a trompadas ante el abuso o la prepotencia. Tenía voz de mando característico, a cuyo eco, que resonaba en las paredes de la casa de Tomacucho y los Altos, expresábamos temor cuando niños. Hasta las calaminas de los Altos rechinaban y Chilingano, su fiel caballo de monta, paraba las orejas y resoplaba, sacudiendo su aparejo, riendas y enjalmes de cuero y plata.
Laureano Gómez Chuima, años cuarenta en el Fuerte Rímac.
El ejército, donde alcanzó el grado de Sargento II, con estudios de apenas primaria incompleta, le enseñó además, oficios útiles de los cuales se serviría para proyectar y desarrollar su propia existencia familiar en Lambrama.
Como cabo furriel, redactaba en una máquina de escribir los listados -filiación- de soldados, requerimientos, alimentos, armas, pertrechos, disposiciones. Como efecto, en casa tenía una Remington de metal, verde y pesada, en la que tecleaba documentos, solicitudes, cartas con un inicial característico: “Previo un cordial saludo”. Redactaba oficios en papel bond y sello sexto, así como el listado de los toros que traía a Lima. “Toro negro albos dos traseros”, por ejemplo.
Dominó al arte de la castración de animales. Toretes, bueyes, potros, hasta gorrinos pasaban por sus afilados cuchillos de uso exclusivo. El patio de la casa de Tomacucho se convertía en un quirófano veterinario que llamaba, al final de la jornada, keros de chicha de jora, cañazo o Maltas cusqueñas, que se compraban en la tienda de la “gringa” Trini, en Chimpacalle.
Sus caballos y mulas de ensillar, siempre estaban protegidos de herrajes de metal, que el herrero de Lambrama alistaba en una fragua rústica utilizando varillas de construcción. Laureano tenía una batería completa del arte: tenazas, escofina, martillo, lima, clavos y cuchillas especiales. Verlo “herrar” sus caballos era un espectáculo, al que le imprimía pasión. Como complemento sabía colocar inyectables a sus crianzas mayores, para lo cual manejaba una jeringa de tamaño descomunal y un dispensador de acero con el que suministraba pastillas orales a sus animales. Todo un aficionado y dedicado “veterinario” autodidacta.
Contaba orgulloso que se hizo “cocinero ranchero” y como tal participaba de la preparación de alimentos para la tropa y oficiales, donde aprendió a elaborar bistecs a la chorrillana y lomos al jugo, así como a seleccionar por nombres, usos y tipos, la carne para el rancho. Aprendió a sembrar hortalizas como cebolla, betarragas, zanahorias, coliflores, rabanitos con los que preparaba ensaladas que acompañaban sus frituras de carne e hígado. Su huerta familiar de Tomacucho era un cuasi centro experimental, siempre verde, siempre florido.
Era puntal en las caminatas que los soldados hacían desde Rímac hasta Comas, donde “cosechaban” naranjas en los huertos que abundaban en lo que hoy es Naranjal. También iban a Chorrillos, ruta en la que aprendió a cantar “De Lima a Chorrillos, de un salto llegué, hay que bonitas son, las que están en el balcón”.
Contaba casi extasiado que cuando aun era soldado raso, cholito apenas llegado al cuartel, era blanco de abusos violentos por parte de sus superiores -cabos y sargentos- que sometían a los rasos “serranos”, “cholos”, y les quitaban parte de su rancho, sobre todo las presas de carne que eran ocasionales.
Una tarde de viernes, un cabo alto, fornido y blancón, de mirada siempre agresiva, sin mediar palabra, se hizo del churrasco que adornaba su plato de segundo. “Esto es mío, cholo de mierda” y sin calcular la reacción del raso lambramino volteó sobre sus pasos. Laureano, respondió con un “Abusivo conchatumadre, a solas quiero verte”, y quedaron para las seis, en el borde de la cancha de fútbol.
Contaba Laureano, que el abusivo cayó al tercer derechazo, noqueado y sangrando de boca y nariz. El lambramino lo agarró de la poca cabellera que tenía el cabo y casi respirando sobre su cara, le advirtió con firmeza, que nunca más, a nadie le quite nada, sino se las vería con él. Mudo, asustado y avergonzado, el cabo asintió. El cholo se había ganado el respeto en la cuadra.
Aprendió a manejar, lo que le motivó, una vez fuera del servicio, comprarse un automóvil con el que afrontó una mala experiencia. Siempre que hablaba de ejército, Laureano se emocionaba y nos inculcaba a sus hijos, a seguir la carrera militar. Ninguno optó por ese camino, solo uno se enlistó por dos años como voluntario. “Sin dudas ni murmuraciones”, refería cuando disponía de sus trabajadores o hijos de algún mandado urgente. Sí, mi Sargento.