Está tenso, con todos los músculos rígidos, los cinco sentidos alerta; tiene el arma en alto apuntando a todo lo que hay ante sus ojos. El carro militar que los transporta se desplaza a mediana velocidad. Mira de reojo a los demás, están tensos también, unos apuntando al margen derecho de la trocha y los otros al lado contrario; él vigila la retaguardia tratando de mirar a través del polvo que levantan a su paso. La explosión lo saca del vehículo de un tirón, lo eleva por el aire y lo deposita en una hendidura al costado del camino.
Al terrible estampido le sigue una fusilería cruzada que parece durar un siglo, pero dura medio minuto nada más; luego el silencio es total. Mira a su derecha y se encuentra con la pierna del Chuncho, reconoce la palabra María dentro de un corazón pintado en la bota, en la parte del muslo se agita todavía un pedazo de vena chispeando sangre. Gira el cuerpo y se pone boca abajo, la tierra seca salta y se mete en su garganta, siente su agitación y su miedo, cierra los ojos, se cierra todo él por un segundo, “eres un soldado, carajo”, se dice con fuerza. Un siseo apagado le llega de la izquierda: “Soldadito”, es el Gatoseco con el cuello lleno de sangre, casi no tiene voz. Se arrastra y lo jala hacia sí, medio lo carga y se alejan evitando hacer ruido.
Al rato las balas rebotan en las rocas cercanas, desastillan los árboles y levantan polvo a sus pies. Tres kilómetros más allá han matado a cuatro ya, pero son muchos, demasiados, están cada vez más cerca. Llega a un riachuelo angosto de agua transparente y se arroja con el Gatoseco sobre sus espaldas, bebe con ansia con la cara en el agua; en seguida siente a su compañero demasiado rígido, no hay siseo, se lo saca de encima, se encarama en su pecho y se encuentra con dos azules ojos que ya no miran. Maldice, insulta y jura venganza. Abundantes lagrimones mojan su rostro oscuro.
Aprieta los párpados para reponerse, entiende que no debe correr, que no debe agotarse, que debe ahorrar balas, tiene todavía dos granadas. Cuando vuelve a mirar sabe que algo se interpone entre su cabeza y el sol, se da vuelta y un hombre que le dobla la edad, vestido con un polo rojo con la hoz y el martillo pintados en el pecho, lo apunta con una pistola; su rostro es frío, impasible, se ve calmado, dispara. Isidro siente que el proyectil traspasa su cráneo y abre los ojos, se sienta y se toca la cicatriz en el lado derecho de la frente. No está sudoroso ni agitado; treinta y dos años mirando su propia muerte cada despertar le han enseñado a manejarlo, ya no lo atormenta más.
Lo encontraron con vida, lo trasladaron a un hospital, lo operaron y tuvo un largo periodo de convalecencia. Apenas le dieron el alta tomó un bus para su tierra. Respiró extasiado el aire limpio de su amado pueblo y corrió a buscar a la Jacinta. Salió el padre y fue tajante:
—Eres un buen muchacho, Isidro, pero dicen que te volviste loco. Mi hija no se va a casar con un loco.
Se golpeó el pecho para aplacar el dolor en su corazón, “eres un soldado, carajo”, se dijo con fuerza y desoyendo las súplicas de su padre, lo único que tenía en el mundo, volvió a la capital.
Había conservado, de aquellos tiempos, la costumbre de madrugar, hacer ejercicio y bañarse con agua helada todos los días. Antes de salir se paraba frente a la bandera de guerra del Perú que tenía pegada en la pared y hacía el saludo militar de rigor: se ponía en firmes chocando los tacos de los borceguíes con un golpe seco y sonoro, se llevaba la mano a la altura de la sien para bajarla en seguida con firmeza, hacia el “media vuelta” y salía de su habitación con la caja de herramientas en la mano. Tres décadas forcejeando con cañerías, fugas de agua y baños atascados, lo habían dotado de la suficiente experiencia como para que no le faltara trabajo, pero le faltaba.
Eran tiempos difíciles, apenas podía alquilar una especie de choza en una azotea, almorzar una sopa rala todos los días y desayunar un pan con huevo y una botella de maca todas las mañanas en el quiosco de la esquina. No había para más; la crisis, repetía, la maldita crisis. El poco comer y el duro bregar con sus desórdenes mentales, le daban el aspecto de un hombre de setenta años cuando apenas contaba cincuenta y dos.
—¡Habla soldadito! —lo saludaba el quiosquero al verlo llegar.
Isidro ponía la caja en el suelo, hacía algunas evoluciones de orden cerrado, terminaba con el acostumbrado saludo militar y rugía:
—¡Cabo, Soncco Zanalea… Isidro Florian! ¡siempre… listo!
Los comensales reían y aplaudían, le palmeaban la espalda y algunos, si había suerte, le invitaban un pan o una botella con maca y le ahorraban el desayuno.
Todos los veintinueve de julio de los últimos años se acercaba, esperanzado, a ver si lo admitían para desfilar con los reservistas, pero siempre era rechazado. Aducían que su libreta militar era ilegible, que no podía demostrar que había estado en el ejército; además, su edad y su apariencia no lo ayudaban mucho: era pequeño y flaco, aunque fuerte; sus músculos resaltaban con claridad en sus brazos delgados y atezados como su rostro; una barba rala asomaba en su quijada y tenía unos cuantos pelos desordenados bajo la nariz; una especie de ombligo arrugado al lado derecho de la frente llamaba la atención, y le faltaba un diente arriba y otro abajo, lo que le confería un aspecto de loco cuando sonreía. Le decían que parecía demasiado viejo para ser tan joven, o que era más viejo de lo que afirmaba; a lo que él respondía:
—¡Carajo, osea que no encajo en mí!
Le dijeron que le pagarían una indemnización que nunca llegó; perdió cientos de horas en interminables colas en el Ministerio de defensa junto a otros como él; le aconsejaron que le hiciera un juicio al estado, pero muchos habían fracasado en el intento, además, tenía que costear un abogado impagable; escuchó, finalmente, a decenas de ministros de defensa a lo largo de los años con ilusión y esperanza; y se cansó, se resignó, se olvidó.
Tiempo después, cuando ya sentía los estragos de una ancianidad que estaba lejos de corresponder a su edad, la voz del televisor del dueño de casa entró por su ventana para hablarle de ejecuciones extrajudiciales, juicios e indemnizaciones millonarias y corrió a la Defensoría del Pueblo.
—Pero yo fui ejecutado —insistía.
—Señor —le decía una señora mayor de rostro bondadoso—, usted, está vivo.
—Sí, pero de milagro; eso dijo el doctor. Estás vivo de milagro, me dijo —e insistía señalándose la cicatriz—, pero me ejecutaron.
Una señorita, más amable todavía, incluso cariñosa, se lo llevó a una oficina, lo sentó en una cómoda silla y le explicó el asunto con mucha paciencia. Al rato se retiró completamente desconcertado, “caray”, pensaba, “así que la plata no es para mí sino para los que me mataron. Y después dicen que el loco soy yo”
Nunca se resintió, amaba a su patria, a su glorioso ejército, a su admirado Francisco Bolognesi y a su último uniforme de soldado que guardaba, celosamente, para ponérselo cada veintinueve de julio con la esperanza de marchar, como había soñado siempre, por en medio del estrado oficial y la banda del ejército. Honraba a su Perú todas las madrugadas después de morir, sin aspavientos ni morisquetas, de un balazo cobarde en la cabeza.
Se puso el uniforme con mucho esmero, se colocó correctamente la cristina, cerró el último botón de su casaca militar y resopló: ¡hoy tiene que ser! Y sería, ese sería el día más fantástico de su vida, y el último también. La bandera hizo un amago de flameo con una de sus puntas al tiempo que él salía, como diciéndole adiós, hasta nunca.
La desilusión era cosa fácil para él, normalmente, pero ese día la negativa había sido hiriente, ofensiva; la rabia hacía que sus lágrimas corrieran como interminables hilos de agua que relucían con el sol. Siguió el mismo camino de todos los años, por la vereda que estaba detrás de la banda; una cuadra más allá sonrió para espantar a la muchedumbre y logró pararse delante, casi en el pavimento, para ver muy de cerca toda la gallardía de sus compañeros de armas.
Miró a su izquierda, la avenida parecía interminable, una muchedumbre blanca y roja, bulliciosa, entusiasta se apretujaba en ambos márgenes. Las banderas y banderines flameaban al viento y tuvo la alegre idea de compararlas con cientos de golondrinas, uniformadas con los colores patrios, que aleteaban sin cesar. El corazón de Isidro se henchía cada vez más. Volteó a su derecha, que era de dónde venía el desfile y sintió un vacío, una especie de aletargamiento de sus facultades, y pensó que otro problema acababa de metérsele por la cicatriz. Tenía la sensación de estarse quedando sordo de ese lado, se golpeó la oreja con la palma de la mano y volvió a mirar. Un pelotón, con un lugar vacío al final de la última columna, se acercaba al estrado principal; al fondo, donde iban apareciendo los grupos del ejército en rectángulos perfectos, percibió una extraña masa de aire, algo material pero transparente que se acercaba a una velocidad vertiginosa dejando a su paso un mundo distinto: con los colores más intensos y cálidos, los sonidos más profundos y nítidos y los movimientos algo más lentos de lo normal. Aquella distorsión en el espacio lo alcanzó, lo rebasó y lo dejó medio mareado. Se miró el cuerpo y su uniforme le pereció más bonito que nunca; dio dos pasos y miró a la gente; todos se movían con una lentitud de sueño lindo y calmo. Levantó las manos y saludó a las personas más cercanas, pero nadie le hacía caso; sonrió y se acercó al rostro de una niña hasta casi tocarla y al ver la ausencia de miedo en sus ojos comprendió que no podían verlo. Empezó a caminar por la pista con dirección al estrado oficial y al pelotón que se iba acercando.
Unos metros más allá de la banda Isidro se paró en seco, su corazón perdió el ritmo, un hormigueo atacó su nuca y agrandó sus ojos; entre las botas, que golpeaban el piso al unísono y se levantaban como si obedecieran a un mismo cerebro, vio un corazón con la palabra María en el medio; fue subiendo los ojos por la pierna, el torso y finalmente la cara, ¡Chuncho!, gritó su corazón. Se quedó parado entre la segunda y la tercera columna y los fue reconociendo uno por uno a medida que las filas pasaban; ahí estaban el Panzas, el Jirafales, el Faramalla y todos los que habían muerto con él; y al final de la penúltima columna, dos redondos ojos azules que le hicieron un guiño, ¡Gatoseco!, volvió a gritar su corazón; su amigo le señalo con un gesto a su izquierda, su lugar, Isidro lo tomó, hizo un doble paso para igualarse con los demás, se contagió de la lentitud del mundo y marchó, como había soñado por años, por en medio del palco oficial y la banda del ejército. A la orden del sargento que iba a la cabeza de la primera columna, el pelotón levantó una mano haciendo el saludo militar y todos, perfectamente sincronizados, giraron la cabeza con lentitud, pero con energía, con el rostro adusto, la mirada fiera y el corazón ardiendo, hacia el presidente, hacia el jefe supremo de las fuerzas armadas. Cuando el grupo terminaba su paso ante a las autoridades, a la orden del sargento, bajaron la mano y volvieron la cabeza al frente. En ese momento Isidro vio venir la masa de aire en sentido contrario devolviendo el mundo a la normalidad, veloz y furibunda. Esta vez lo rebasó con tanta fuerza que lo dejo girando sobre sí con el rostro al cielo; el sol lo deslumbró, en su cabeza todo fue luz y quedó tendido en el pavimento. Entonces salieron por la cicatriz de su frente, volando como lúgubres cuervos que se diluían con el aire, una serie de rostros; rostros de presidentes, ministros, generales, defensores del pueblo, periodistas pulcros, políticos de toda ralea, el rostro del padre de la Jacinta y por último, el del hombre que le había quitado la vida, sin inmutarse, tres décadas atrás. Su oscura faz adquirió al instante una expresión de infinito bienestar, casi sonreía, al tiempo que el pelotón que había venido para llevárselo se iba con él, marchando a paso regular.
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