SONRISAS ANDINAS

En las alturas de Tamburco, muy temprano, cuando el aire frío aún cortaba como cuchillo y el sol, como desperezándose tras una larga noche, aún brillaba tenuemente, la vida transcurría lentamente a la sombra del Ampay.

Algunas personas esperaban en el paradero de kombis* para poder desplazarse hasta Abancay. Los rostros se veían serios y poco amistosos, quizás porque cada quien estaba concentrado en sus propios asuntos.

María, una joven madre trabajadora, abordaba cada mañana el vehículo que la llevaba desde su comunidad hasta el mercado de la ciudad. Aquel día, el vehículo demoró en aparecer y cuando se dispuso a salir iba más lleno que de costumbre, repleto de campesinos, estudiantes y comerciantes.

El olor a eucalipto de los bosques circundantes se mezcló con el aroma de los cuerpos y cabellos recién lavados y el de las papas rellenas recién fritas que una mujer llevaba en una bandeja acomodada sobre sus piernas.

María no fue de las primeras en subir pero por suerte encontró asiento. Frente a ella, sobre el asiento improvisado a la espalda del conductor, se sentó un anciano de rostro ajado, curtido por el sol y el viento, que sostenía con dificultad una pesada bolsa con vegetales. Sin pensarlo dos veces, María le ofreció cambiarle de asiento.

—¡Aquí estarás más cómodo, papay!

El anciano, sorprendido por el gesto, la miró fijamente antes de asentir con la cabeza y tomar el lugar. No hubo sonrisas, ni palabras de agradecimiento. Solo un intercambio silencioso, tan austero como el paisaje que los rodeaba.

En el asiento de atrás, Julián, un joven maestro de escuela, observaba la escena. Recordó las palabras de su abuela: «Hijo, una sonrisa puede iluminar el día y derretir el hielo más duro». Nada le hubiera costado al anciano regalarle una sonrisa a la joven, pensó, pero qué problemas rumiaría el pobre.

De pronto su mirada se encontró con la de María y le regaló una luminosa sonrisa, el gesto fue recibido con una tímida sonrisa que iluminó el rostro de la joven mujer que viajaba incómoda en el improvisado y duro asiento.

Esa pequeña luz no pasó desapercibida para Carmen, una enfermera que viajaba al costado de María, aún cansada, sin haber podido dormir bien, tras el largo turno del día anterior, en la posta médica donde trabajaba. Ver las sonrisas de María y Julián le recordó que las personas siempre tienen sentimientos que muchas veces no son tomados en cuenta. Por eso había elegido su profesión: para traer alivio y esperanza a su gente.

—Maestro Panchito, cambia esa música por favor, ¡qué cosa es eso! pura grosería y ¡Tun tu tun, tun tu tun! Mejor pon unos huainitos — dijo Doña Lucía, una anciana mujer que viajaba al costado del chofer.

El chofer con el ceño fruncido hizo caso a la anciana pasajera, sintonizando otra radio.

Muchos rieron con el comentario, una de ellas Carmen que con renovada energía, comenzó a tararear suavemente el huaynito que empezó a sonar en la radio del vehículo, contagiando poco a poco a los pasajeros a su alrededor.

La kombi serpenteaba por las curvas de la carretera, subiendo y bajando como contagiada por el ritmo de la música. 

En una parada, subió Raúl, un niño de unos diez años, cargando una caja de cartón llena de frutas para vender. Sus pequeños brazos temblaban por el peso. Sin decir palabra, Julián estiró los brazos para recibir la caja que se puso sobre las piernas y la muchacha que iba a su costado, se movió en su asiento, haciendo espacio para que el niño se sentara entre ellos.

Raúl, acostumbrado a la dureza de la vida, se sorprendió ante estos actos de bondad. Una sonrisa amplia y sincera se dibujó en su rostro, revelando un diente faltante.

El anciano que iba adelante, al ver esa expresión de alegría pura, sintió cómo se derretía algo dentro de su pecho. Por primera vez en el viaje, las comisuras de sus labios se elevaron en una sonrisa casi imperceptible.

Esta cadena de gestos amables no pasó desapercibida para Pancho, el chofer de la kombi.

A través del espejo retrovisor, había sido testigo silencioso de toda la escena.

Pancho, conocido por su carácter áspero y sus comentarios cortantes, sintió una punzada de vergüenza. ¿Cuándo fue la última vez que él había sonreído a un pasajero?

En la siguiente parada, en lugar de tocar la bocina con impaciencia y frenar bruscamente, como solía hacer, redujo la velocidad con cuidado y esperó en silencio, pensando en la comodidad de sus pasajeros.

Este pequeño cambio fue notado por doña Lucía. Sorprendida por la consideración inusual, Lucía le dio unas palmaditas en el hombro,

—¡Qué lindo se siente cuando maneja así, Don Panchito!

El gesto y halago inesperado hizo que Pancho volviera a sentir un nudo en la garganta.

Doña Lucía le recordaba a su propia madre, fallecida hacía años atrás y cómo ella, siempre insistía en la importancia de la amabilidad.

El ambiente en el vehículo era distinto aquel día. Donde antes reinaba el silencio tenso y los rostros serios, ahora flotaba una atmósfera de camaradería y alegría. Incluso el anciano del saco de verduras participaba, compartiendo un pedazo de chocolate con el pequeño Raúl.

Cuando la kombi, finalmente llegó a la ciudad, en los distintos paraderos, los pasajeros descendieron con una ligereza en sus pasos que no tenían al comenzar el viaje. 

María, se sorprendió al ver que el anciano le tendía la mano para ayudarla a bajar. Julián, el maestro, ayudó a Raúl a bajar la caja hasta el suelo y luego volvió a trepar ágilmente al vehículo.

Pancho veía a sus pasajeros dispersarse por la plaza. Vio cómo Raúl corría alegre con su caja de frutas, cómo el anciano caminaba con paso más firme a pesar del peso de su saco, y cómo María y Carmen conversaban animadamente mientras se alejaban.

Una sensación cálida le llenó el pecho, y por primera vez en años, una sonrisa genuina se dibujó en su rostro curtido.

Mientras el sol de la mañana bañaba las calles de Abancay, Pancho comprendió que había sido testigo y partícipe de algo especial. 

En este rincón de los Andes, donde la vida puede ser tan dura como hermosa, una cadena de pequeños gestos y sonrisas había transformado un viaje rutinario en una experiencia memorable.

Arrancó la kombi, listo para su próximo recorrido, llevando consigo la determinación de ser un eslabón más en esa cadena de amabilidad. Porque en las alturas de estas montañas, donde el aire es escaso y las sonrisas aún más, cada gesto de bondad es como una flor que florece contra todo pronóstico, recordándonos la belleza y la fuerza del espíritu humano.

*Kombi: Término arraigado en el Perú para referirse a las camionetas rurales de transporte de pasajeros. El nombre proviene de la «Kombinationsfahrzeug» de la marca Volkswagen, que significa «vehículo de uso combinado». Pronto se acortó a «Kombiwagen» y, finalmente «Kombi».o «Combi». Hoy se utiliza para referirse a los vehículos de transporte público similares al versátil modelo que trajo Volkswagen.

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2 com.

Héctor A. Gamarra Luna 27/09/2024 - 8:57 pm
Un cuento andino sencillo, sublime y aleccionador. Realmente se está perdiendo la amabilidad y el abanquino trato que nos caracterizaba, dando paso a la adustez y frialdad producto seguramente de la desconfianza. Pequeños gestos, como relata Carlos nos pueden cambiar la vida, trocando nuestras tristezas en un halo de esperanza
Carlos Antonio Casas 28/09/2024 - 11:41 am
Gracias por tu comentario, Hectitor. Haz captado la esencia de lo expresado. Mi intención era plasmar como una situación cotidiana podría mejorar con un poco de buena actitud. Cada vez son menos los abanquinos nobles, generosos y caballerosos, como tú, que promueven los buenos valores.
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