Hay hechos vividos en la infancia que jamás se olvidan, algo así como el primer amor. Son actos, anécdotas, travesuras o eventos, que suceden en el entorno familiar, vecinal o comunal y nos marcan. Muchas, o alguna de ellas, hasta pueden definir nuestra personalidad.
Me remonto a mis años infantiles en la apacible Lambrama, donde en esa época, las pocas familias se conocían de tú a tú; es decir compartían hasta los secretos. El respeto mutuo se expresaba con los saludos de ida y vueltan
Las aldabas y candados de las puertas de calle, parecían adornos, pues muy pocas familias las tenían cerradas, salvo para ausentarse por varios días cuando tenían viajar fuera del pueblo o mudarse hacia las estancias o jatus, para cuidar a sus vacas lecheras y preparar cachicurpas. Era un pueblo sano, con pobladores sanos, en su gran mayoría; salvo contadas excepciones.
En ese ambiente afable, los juegos infantiles eran de antología. Se usaba lo que naturaleza nos prodigaba buenamente y había que saberla tomar de manera sabia, ordenada y disciplinada. Con mucho respeto a la madre tierra, a los árboles, a los animales, al río, que eran los facilitadores de los elementos para nuestra diversión.
Cómo no recordar los juegos que emulaban a comerciantes ganaderos cargando sus toros en la explanada de la residencia de don Marcial “Jape” Miranda. La pared que separaba la casa de la calle, una especie de barrera de champas y tierra, se convertía en el camión Titina y los juguetones, todos niños y adolescentes, en los toros laceados y cargados uno a uno, con destino a los mataderos de Lima. Claro que se hacían el pago en “soles de oro” y las tinkas mirando al Apu Chipito.
Los partidos de fulbito nocturno, pateando chapitas de gaseosa Vidu o Nectarín, en el “quiosco” de la plaza de Armas, hasta que la luz de Plantahuasi se apague a golpe de las once de la noche. Las caídas en “berlina” y sus memorables “quién te ha dicho…”, en la puerta de la tienda de “Machu” Luis Tello. La cacería o pesca de oqollos y ahuaqos en los manantiales de Oqopata y Ccotomayo, siempre en patota de desinhibidos maktillos, solo con el fin de pasar el tiempo en alegría y conjunción amistosa.
La enormes a interminables carreteras, con puentes y túneles construidos en las laderas de Oqopata, Aqomoqo, Cuncahuacho, en las que hacíamos carrera de autos, al estilo de los Caminos del Inca, jalando latas de sardina con hilos de pakpahuato. Más original y natural que estos y otros juegos, solo en nuestra infancia lambramina.
En las noches, niños, varones y mujeres en la plaza, en “Ampay salvo a mi compañero”; al papá y la mamá, con intenciones ya atrevidas; en los juegos mecánicos instalados tras la iglesia San Blas, donde disputábamos hasta casi pelearnos el columpio, el subibaja y el memorable rodadero, donde muchos sentimos el dolor de caer sobre la tierra golpeándonos el coxis o el “huesito de la alegría”, cuando algún anónimo jijuna enceraba la canaleta.
A propósito del rodadero, la originalidad de nuestros abuelos fue heredada en un juego que trasciende generaciones de lambraminos: la suchuna. La lectura nos enseña que la suchuna es un legado ancestral que supera siglos de existencia. La más famosa debe ser la que se ubica en la explanada posterior de las ruinas de Sacsayhuamán, en Cusco, visitada y utilizada como juego de rodadero por miles de turistas nacionales y extranjeros. También hay en Saywite, y seguramente en otros lares, dentro y fuera del Perú, con más o menos prestancia que las mencionadas.
En Lambrama, los niños de mi generación sí que éramos afortunados. En lugar de una, teníamos a disposición de nuestros usos, tiempos y necesidades de diversión, muchas suchunas. El capricho de la naturaleza que ha prodigado a mi pueblo de una geografía impregnada de laderas y cuestas, nos facilitó crear suchunas en los lugares menos imaginados.
Teníamos suchuna en las chacras de ladera o ccatas, en los pajonales de las punas, en las caídas de Paqpapata, en Cuncahuacho, en Gamarrapata, en la enorme roca laderada de Weqe y particularmente para mí, en las resbaladizas y corredizas pendientes de Calisfaccha, en Itunez, donde al entrar en ese juego, literalmente para uno “la vida no valía nada”.
La caída o pendiente no era necesariamente muy pronunciada, sino que obligaba a uno, mozo de siete a doce años de edad, a saber dominar el equilibrio del cuerpo y ganar a la velocidad que se generaba en el cruce de la gravedad con el viento y el arrastre acelerado que se creaba con el “caballito” de cabuya que se utilizaba para lanzarse cuesta abajo y no caer y ser tragado por el río Atacama.
La hoja de la cabuya era “afeitada” de sus filosas espinas que surcaban sus bordes y se usaba como si se tratase de una tabla de patinaje, sentado sobre esta y correr cuesta abajo, sobre la grama seca, evitando colisionar con las pircas que separan las chacras, caer en los huecos o piedras grandes en la ruta, afectar los maizales o trigales y llegar a la orilla del río, sin rasguños.
Claro que esto último era imposible. La atrevida travesía no solo causaba heridas y golpes en los cuerpos de los maktillos, que se desvanecían con un “ayayau caraju”, sino dejaban, además de cicatrices, heridas imparchables en pantalones y camisas, cuyo efecto cobraba adicionalmente reprimendas, jalones de oreja y pelo o latigazos de los padres.
Una wajadita por el castigo y otra vez al suplicio de Calisfaccha, conocido así porque en sus cercanías hay una caída de agua cristalina, que alimenta con su ligera fuerza, la sed del río Atancama, que este a su vez, aumenta el caudal del río Lambrama, cuando se encuentran en Sima, lugar de riqueza forestal y piscícola, que nos regalaba frutas y truchas con generosidad, cada vez que nos aventurábamos río abajo.
Hace pocos días pasé por enfrente de Calisfaccha y me sorprendió imaginar cómo es que podíamos jugar en esa ladera, hoy poblada de maizales. Niños de otros tiempos, sin duda.
En la misma zona está Weqe, un paraje agreste con una población reducida, tres o cuatro familias. Allí había una piedra enorme -para un niño- que se usaba como resbaladera. El resultado era que el pantalón vaquero, ganaba listones de tela cruda en las posaderas, lo que provocaba a su vez, latigazos con un “Sanmartín” de cuero de tres puntas, en el mismo lugar de los rasgones. En Chacapata, una enorme piedra liza empotrada frente al puente, era nuestra suchuna de diario.
En la puna, la suchuna era pura imaginación. Con ichu seco sacado desde la raíz y todo, se simulaba una cabalgata cuesta abajo, hasta llegar a una pampa, cabreando yaradas, mulajisas, piedras y, sobre todo, waraccos, que son espinas filudas camufladas en mantos de lana blanca. Pedro, hijo de Jesús, el vaquero de Laureano, era un trome suchunero.
Seguramente al leer esta crónica de nostalgia que nos invade de solo pensar en ese juego infantil de alto riesgo, muchos lectores recordarán sus propias aventuras, que sería útil, compartirlas y afirmar que antes, los niños de antes, éramos felices con juegos que nos obligaban a ser creativos, solidarios y respetuosos. Jugábamos y nos divertíamos. No había ganadores ni perdedores, sino niños felices.