¿TALLARINES? ¡LOS DE MI TIERRA!

A fines de los años cincuenta, del pasado Siglo XX, eran muy pocos los carros que tenían radio. Para mantenerse despiertos, en sus largos y soporíferos viajes, los conductores de pesados camiones se distraían cantando a viva voz, sin importarles que tengan o no buena voz, seguramente porque estaban seguros que nadie, excepto sus ayudantes, los escuchaban.

El problema era para el ayudante un mozo fornido, hábil, y dispuesto a hacer de todo. Era, como se acostumbraba decir en ese tiempo, “fiel al castigo” porque siempre estaba al lado del chofer en las buenas y en las malas, en las autopistas asfaltadas o en las polvorientas trochas, de día o de noche, en la costa, en la sierra o en la selva.

El sufrido ayudante no solo tenía que soportar la destemplada voz del conductor sino que, a veces, hasta lo obligaba a cantar a dúo.

¡Oh, los choferes! Algunos creían ser estrellas del bel canto y otros los reyes del coliseo. ¿Y por qué no? Si ya eran los reyes de las pistas, por su temeraria forma de conducir y por el hecho que paraban donde querían y dormían donde podían.

Algunos choferes, los amantes del folklore, imitaban al Jilguero del Huascarán, otrora gran cantante del Coliseo Nacional y otros, “los más cultos” al gran tenor Enrico Caruso cantando temas como “O Solo Mio” y “La Donna é Móbile” y los más jóvenes a Elvis Presley, el rey del rock, seguramente porque en sus años mozos Elvis también trabajó como camionero y moldeó su exquisita voz cantando en sus largos viajes.

En aquellos tiempos, en los buses de las empresas Morales y El Aymarino, que prestaban servicio entre Lima y Abancay, eran los pasajeros los que tomaban la iniciativa cantando, para evitar que se duerman los pilotos. A medida que los vehículos iban ascendiendo por las empinadas montañas de los andes o devorando distancias en los soleados desiertos de la costa, los pasajeros mataban el tedio cantando. Y cuando se cansaban empezaban a contarse chistes de todos los colores, comenzando con los más inmaculados y terminando con los más colorados.

Pablo Segundo, el chofer de la camioneta del Ministerio de Agricultura, asignada a mi padre, no cantaba porque su voz no le servía para otra cosa que no sea para hablar y contar historias. Para mantenerse despierto paraba el carro cada cierto tramo, estiraba las piernas, levantaba sus brazos y respiraba hondo. Luego, sacaba su termo y se servía un café bien cargado.

En el segundo viaje que hicimos al Cusco, porque no hay primera sin segunda, como en la marinera, nadie lo apuraba, en nuestra parada en plena cumbre de Saywite hasta se dio el lujo de sacar su radio marca Telefunken que lo tenía bien guardado en el cajón de madera que la mayoría de camionetas de esa época lo tenían en la tolva para guardar las herramientas, sobre todo una lampa y un pico, por sí acaso se interrumpiera la carretera por las intensas lluvias. Esta caja también servía de asiento para los pasajeros que se animaban a viajar atrás sin importarles el azote del viento, el frío y el polvo que se impregnaba en el rostro y en las pestañas.

En las alturas de Saywite, no obstante que el sol brillaba y no había neblina, hacía un frío que calaba los huesos y nos obligó a abrigarnos. Pablo conectó el radio en la batería de la camioneta. Recién entendí por qué el carro siempre tenía un cable de cobre extendido sobre la caseta. ¡Era la antena!

Mientras mi padre y el conductor tomaban café yo me distraía moviendo la perilla del dial. Me parecía increíble escuchar música y noticias a través de la onda corta en un lugar tan apartado de los andes.

–Papá, ¿Cómo llegan los sonidos a la radio? – Le pregunté.

–A través de ondas electromagnéticas. No es muy fácil de explicar esto pero, para que tengas una idea, piensa en las ondas que se forman cuando se arroja un objeto en el agua estancada, con la diferencia que las de radio son invisibles y se difunden por el espacio.

–Cuando lleguemos al Cusco quisiera visitar nuevamente una estación de radio- Le pedí.

Mi padre me contestó asintiendo la cabeza mientras dejaba escapar una sonrisita burlona. Y Pablo, que hasta ese momento se había mantenido callado, intervino.

– ¿Por qué te gusta hablar siempre de la radio?

–Porque cuando sea grande, seré locutor – Le respondí.

Al llegar a Limatambo, una pequeña localidad ubicada a un costado de la carretera al Cusco, con un clima muy parecido al de Abancay, hicimos una parada obligada para revisar el agua del radiador, chequear la presión de los neumáticos y, lo más importante, aliviar el hambre.

A un lado de la carretera había un restaurante que parecía ser el mejor porque la mayoría de camiones en tránsito a Lima, y viceversa, estaban aparcados frente a este local.

–Los camioneros saben dónde se come bien-Afirmó Pablo, mientras aprovechaba la salida de una de esas moles para estacionar la camioneta. Yo miraba sorprendido cómo el forzudo conductor maniobraba el camión con una destreza increíble.

–Había que ser muy valiente para manejar un vehículo tan grande por aquellas carreteras tan estrechas y con la carga al tope – Pensé.

Ni bien bajé de la camioneta me despojé de las ropas gruesas que mi madre me obligó como siempre a ponerme para no sentir frío en la altura pero, en Limatambo, eran una tortura por el tremendo calor que hacía. Y, no solo eso, cuando me miré la cara en el espejo retrovisor recién me di cuenta que tenía una tonelada de polvo en mis pestañas, en los cabellos y hasta en las orejas. Por eso, lo primero que hice fue dirigirme a un pilón que la municipalidad de Limatambo había mandado instalar a un lado de la pista para dar facilidad a los conductores que tenían necesidad de aumentar agua a los radiadores de sus carros. Había razón porque muchos de los vehículos llegaban arrojando más vapor que un tren de sierra-

En ese pilón me lavé las manos y la cara.

–Bueno, ahora ¡a almorzar! Gritó Pablo después de hacer lo mismo que yo.

Apenas ingresamos al restaurante pedí una Coca Cola y Pablo una Nectarín, una tradicional gaseosa de aquella época con sabor a naranja y elaborada por la misma embotelladora cusqueña. Era la bebida que más solicitaban los camioneros porque creían que era extracto de naranjas sin saber que se trataba únicamente de saborizantes químicos. Otro atractivo era el tamaño. En comparación con los envases enanos y silueteados de la Coca Cola, los de nectarín aparentemente parecían más grandes.

El restaurante tenía un radio que los dueños lo tenían cubierto con una funda bordada con la imagen de la Virgen del Carmen, una santa muy venerada en Cusco conocida en la zona como la “Mamacha Carmen”, por eso no pude ver la marca del aparato. Lo que sí pude identificar fue la estación con la que estaba sintonizada. Por la voz del locutor y el tipo de música, sin duda, era radio Tawantinsuyo…

“Escucha prenda querida

Las quejas del corazón

Tal vez será la última noche

Que estemos juntos los dos

Mañana cuando me vaya

Tus ojos han de llorar

Llorarán gotas de sangre

Por el amor que ya se fue…”

El mozo, que también parecía de la zona, por su inconfundible acento, ni siquiera se molestó en preguntarnos lo que deseábamos. Le bastó con dirigir su índice derecho a un pizarrín metálico con la lista de platos, donde también resaltaba la propaganda de Coca Cola, “La pausa que refresca”.

–Ahora lo único que falta es que la publicidad de esta bebida esté en la sopa – Pensé. Y luego me puse a leer el pizarrín…

-Lomo saltado S/ 5.20

Churrasco montado S/ 5.80

Caldo de gallina, sin presa S/ 3.90 Con presa S/4.50

Adobo S/ 4.10

Picante (Olluquito, chanfainita, chicharrón y frijoles) S/ 4.30

Tallarines, sin presa S/ 3.80, con presa S/ 5.40

Yo escogí un churrasco montado. El mozo sonrió, seguramente porque adivinó que ese era el plato que iba a pedir. En cambio, mi padre y Pablo pidieron un caldo de gallina, para empezar.

– ¿De gallina negra o blanca?

Recién abrió la boca el mozo, mientras se hacía el que anotaba el pedido en un papelito para que todos piensen que sabía escribir. No tenía instrucción pero sí una memoria de elefante. Mi padre al darse cuenta del detalle lo trató con más amabilidad.

–De cualquier color hijo, pero rápido.

El mozo, que hasta ese momento tenía una cara de palo, al notar el trato cortés de mi padre, sonrió, y le dijo que también había tallarines recién preparados, a lo que mi padre le respondió:

– ¿Tallarines? ¡Los de mi tierra!

Tenía toda la razón, porque este potaje no obstante de ser de origen italiano era el ícono de la cocina abanquina y claro, además, eran una de las especialidades culinarias de mi abuela Adelina, “la suegra más querida del mundo” como la llamaba mi padre, sobre todo después de saborear esta deliciosa pasta.

Mi abuela Adelina sí que sabía preparar tallarines, no solamente porque cumplía al pie de la letra con todos los pasos de la receta que le había enseñado la esposa del hacendado César Lomellini, una de las damas que ayudó a introducir este plato en Abancay, sino porque le ponía un inmenso amor a todo lo que hacía.

Mientras los preparaba le encantaba escuchar radio, a pesar que algunas veces no se podía lograr una buena señal por las interferencias. No se perdía ni un solo capítulo de las novelas que transmitían La Crónica y América.

Apenas oía “Ábranse las páginas sonoras… para escuchar un nuevo capítulo de la novela Ace…”El Derecho de Nacer”, original de Felix F. Caignet…mi abuela aguzaba el oído y se quedaba en silencio. Se sabía de memoria hasta los nombres de los actores que participaban en la obra, entre ellos de Mario Rivera, Roberto Vargas, Javier Del Solar, Pablo Ramírez y otros

Y a medida que los capítulos se ponían interesantes, no quería que nada ni nadie la interrumpieran, ni siquiera el ladrido de los perros. Ordenaba a los empleados que se los lleven a la parte más alejada de La Quinta. Nunca entendí por qué le gustaban estas historias tan tristes que algunas veces hasta la hacían llorar. Por eso, cuando ella se enganchaba con la novela, yo emprendía las de villa diego. Pero tampoco me molestaba que mi abuela se quede extasiada escuchando sus novelas, Al contrario, yo le ayudaba a sintonizar las estaciones que transmitían estas historias de amor que nunca acababan, porque sabía que era una de sus distracciones favoritas.

Para elaborar esta tradicional pasta, la abuela se preocupaba de los más mínimos detalles, desde la compra de la harina, la misma que tenía que ser de la marca Milne, los huevos de corral, y el secado debía hacerse a la sombra y en una habitación ventilada.

Luego de preparar la masa, la cortaba en pedazos y los introducía en una maquinita italiana que le obsequió la señora de Lomellini y esas tiras las ponía a secar. Las veces que no utilizaba su máquina, adelgazaba la masa con un rodillo de madera. Y si no encontraba este especial utensillo de cocina, agarraba cualquier botella vacía. En seguida, las sábanas delgadas y circulares, parecidas a las obleas, las cortaba con un cuchillo para finalmente ponerlas a secar. Gracias al excelente clima de Abancay, los tallarines estaban secos en un santiamén, listos para ser pasados por agua caliente con tofos los condimentos naturales, incluido el laurel

Ella no necesitaba amarrarnos a sus nietos a la pata de la mesa para mantenernos a su lado. A todos nos tenía dando vueltas a su alrededor con solo anunciarnos que algo especial estaba cocinando. Se nos hacía agua la boca pensando que después de los tallarines vendrían los postres: Desde la jalea de níspero, hasta los dulces de durazno, higos y membrillo, pasando por el arroz con leche, las cocadas y calabaza al horno con chancaca, canela y clavo de olor..

A diferencia de la usanza italiana, los tallarines los servía con estofado de gallina, el acompañamiento insustituible de este exquisito plato según la tradición abanquina. Al lado le ponía un rocoto relleno y Capchi de chuño y encima le rallaba queso cachicurpa de Huancarama porque, según decía, era mucho mejor que el parmesano por ser un poquito más salado.

En la casa de mis abuelos sí que se rendía culto a la comida típica abanquina. Se la servía sobre mantel largo y en platos de loza china, en la época en que lo chino era bueno y no como ahora que es sinónimo de pésima calidad. Los cubiertos eran de Alpaca.

Los refrescos eran una limonada o naranjada y no faltaban bebidas aromáticas como el anís, yerba buena, yerba luisa, en fin todos los mates, siempre tuvieron una estrecha conexión con mi casa porque, al igual que los condimentos y las asnapas, estaban en los jardines de la quinta, al alcance de todos.

En la mesa tampoco faltaba un buen vino de casa. En realidad decían “de casa” al que se elaboraba en Villa Gloria, un pequeño viñedo ubicado al costado del cementerio de Condebamba de propiedad de don César Lomellini. El encargado de proveerlo era Don Valentín Reynoso, por encargo del gringo Sanzotta, un vinatero italiano que administraba el fundo. Prácticamente era un trueque porque a cambio del vino, él se llevaba naranjas, nísperos de Japón y otras frutas que habían en la propiedad de mis abuelos.

Valentín Reynoso, era un hombre muy amable. Tenía el cargo de capataz y siempre se le veía montado sobre un hermoso caballo de paso. En cambio el gringo Sanzotta era un hombre poco comunicativo, sus únicos contactos eran sus patrones y los trabajadores del viñedo y algunos vecinos, entre ellos mis abuelos. Eso sí, ponía especial cuidado en la elaboración del vino, el néctar de los dioses, controlando todo el proceso desde el riego de las cepas, que se hacía por inundación, hasta la aplicación de abonos naturales, porque sabía que “a buenas uvas, buenos caldos”.

Del mismo modo, ponía énfasis en la adecuada poda de las plantas, que se hacía una vez al año para que se recuperen adecuadamente, y solo en su estación. La uva se cosechaba cuando estaba en su punto, ni unos días más ni unos días menos del periodo fijado. Esto lo sabían muy bien mis abuelos porque el gringo los visitaba frecuentemente para orientarlos.

La maceración sí que “se daba su tiempo”, como él decía. El vino dormía en botijas hechas con arcilla de Puca Puca. Nunca se embotellaba a la de dios, como a veces querían los apurados compradores, sino luego de una cuidadosa inspección del vinatero.

El gringo decía que la calidad de las cosechas se debía al ardiente sol de los meses de setiembre y octubre y a las fértiles tierras de Villa Gloria que felizmente no habían sido cubiertas por el caliche tal como sucedió con otras áreas del valle de Abancay.

Además de la uva Quebranta e Italia, ideal para la elaboración del vino, en Villa Gloria se sembró las especies Crimson y Palestina, con la intención de lograr uvas de mesa pero, lamentablemente, no desarrollaron como en la costa. Sus frutos eran pequeños y un poco amargos.

Villa Gloria también se dedicaba a la crianza del gusano de seda, cuyos hilos de indiscutible finura, eran exportados directamente a Europa.

El problema para el vino era la escasez de envases de vidrio. Por eso mi abuela guardaba las botellas que venían de Ica y se los entregaba a Valentín, además de una buena propina.

–Vino Valentín trayendo vino y como no puede irse tal como vino, le daremos por su vino aunque sea un fruto de pino…Bromeaba. Luego le alcanzaba una canasta de frutas y una propina.

En aquellos tiempos, como en todo hogar abanquino de buenos modales, mi abuelo se sentaba a la cabecera de la mesa y la abuela al frente. La sopera se colocaba al centro, conteniendo generalmente un delicioso caldo de gallina o una sopa de papas lisas con carne, papa tocco, o simplemente una “sopa viernes” con camaroncitos chinos. Eso sí que nunca faltaba un postre. Los nietos podíamos escoger entre manjar blanco, jalea de nísperos, y dulces de otras frutas que producía la quinta.

En ocasiones especiales, sobre todo en los cumpleaños, se preparaba chicharrones hechos en perol de cobre, acompañados del exquisito mote de maíz de Cuarahuasi, papas de Cabira doradas en el mismo perol, una ensalada de cebolla cortada al hilo y rocoto, a lo que se le agregaba hojas de hierbabuena para evitar una indigestión. Y para los amantes del picor, no faltaba un pote de uchucuta.

Otros de los potajes de ocasión era el cuy al horno, a diferencia del chactado que caracteriza la cocina arequipeña. Se servía especialmente en los días festivos. En cambio el aguadito de pato, especialidad de mis tías Elsa y Aurora Infantas, se preparaba generalmente en los cumpleaños de mis abuelos.

En toda la sierra se comía muy bien. Parecía que hasta allí no había llegado la crisis de los cincuenta, luego de la Segunda Guerra Mundial. Al menos en Abancay no se sentía tanto sus efectos como en otras ciudades. Claro que, a veces, era difícil encontrar algunos productos que venían de Lima, como azúcar, arroz y fideos, cuya escasez obligó a las autoridades a hacer un racionamiento a través de los llamados estanquillos municipales, lugares donde se podía comprar estos alimentos previa cola, que los nietos teníamos que hacer desde las tres de la mañana. Pero este desabastecimiento no se sentía tanto porque había otros sucedáneos propios de la zona, como la papa de Cabira, el camote que se cultivaba en El Olivo, la yuca de Aymas y en forma gratuita se podía conseguir yerbas de alto contenido alimenticio como el berro y el atajo, que crecían en las riberas de los ríos. El azúcar se podía reemplazar con la chancaca que se elaboraba en las haciendas cercanas y las vendían en dos tamaños, una grande de forma piramidal y otra pequeña llamada chancaquilla, que los niños la consumíamos mucho introduciéndola en un limón grande y de cáscara gruesa.

Lo que más abundaba en Abancay eran las aves de corral, como pavos, patos y gallinas. En las casas más humildes tampoco nunca faltaba por lo menos un cuy. La carne de vacuno provenía de Andahuaylas y de la pampa de Anta, una de las zonas ganaderas más ricas del sur. Por eso en los restaurantes todo podía faltar menos un churrasco montado, a un precio asequible hasta para los bolsillos más agujereados. Aunque, a decir verdad, en esa época, pagar la cuenta no era un problema porque la moneda estaba tan fortalecida que un billete de cinco soles alcanzaba para comprar varias cosas. Y hasta daban vuelto. La unidad monetaria era el Sol, aunque también circulaban monedas de plata de cinco y nueve décimos, incluso de oro, conocidas como libras peruanas y libras esterlinas.

En los wariques y picanterías nunca faltaba un receptor de radio donde la única emisora que se sintonizaba era Tawantinsuyo, bautizada con toda razón como radio Accahuasi (la radio de las chicherías). El aparato funcionaba a todo volumen como una forma de atraer a los clientes, sobre todo a aquellos que no tenían ese bendito aparato en sus casas.

En las picanterías todo el mundo gastaba a manos llenas y el que no tenía dinero no se hacía problema porque este era el único lugar donde mejor funcionaba el crédito y donde se creía en el valor de la palabra empeñada. Bastaba con ser un vecino conocido para convertirse en sujeto de crédito. Lo único que se les exigía a los deudores era que tengan buena memoria para pagar sus cuentas y a los dueños para cobrar. Por eso, cada quincena, era común ver a los parroquianos desfilar con puntualidad inglesa a estos locales para honrar sus deudas. Preferían quedarse sin sueldo antes que fallar. Tampoco había temor que el dueño se pase de vivo porque en esa época hasta los prestamistas eran honestos.

A las picanterías se iba a comer y a beber, pero también a tocar y a cantar. Los aficionados a la música, incentivados por los programas folklóricos de radio Tawantinsuyo del Cusco y El Sol de Lima, soñaban con alcanzar la gloria emulando a los artistas nacionales, entre ellos a Manuel Silva Solórzano “Pichincucha”, un excelente folclorista nacido en Caraybamba, Aymaraes, quien llegó a cultivar una gran amistad con el famoso pintor ecuatoriano Guayasamín y de quien se sabe que cuando el presidente Alan García, en su primer gobierno, invitó al famoso pintor ecuatoriano a visitar Lima, lo recibió en Palacio de Gobierno. Ya en el ágape, el presidente le pidió que deje un recuerdo de su talento en la sede del Ejecutivo.

–Pero, con una condición señor Presidente – Propuso Guayasamín – Que mientras yo esté pintando, Pichincucha vaya tocando y cantando.

El entonces presidente de la República se puso en apuros porque no conocía a Pichincucha. Disimuladamente preguntó a sus asesores. Tampoco ellos lo conocían. Tuvo que encargar a su edecán y a su guardia personal para que ubiquen al artista y lo traigan de inmediato. Y así lo hicieron. Lo encontraron en los estudios de Sono Radio, una disquera donde trabajaba.

De esa manera, Pichincucha, seudónimo de Manuel Silva, conoció Palacio de Gobierno. Y mientras Guayasamín pintaba, él hacía vibrar las cuerdas de su guitarra y cantaba los temas que le gustaban al pintor, como / Corazón Mío / Chullalla Sarachamanta / Llanto por llanto / y / Negra del Alma /.

Otros folcloristas que los jóvenes abanquinos escuchaban a través de la radio eran a los famosos Campesinos, trío dirigido por Goyo Núñez del Prado que caló hondo en el corazón de los peruanos interpretando temas muy bellos que se convirtieron en verdaderas joyas del cantar popular, como / Profesorita / Sombrerito roto / Esquinita linda / y / Por las puras /. Los Campesinos eran ídolos en el coliseo Nacional. Y en esa época, quien no llegaba al Coliseo Nacional y no se presentaba en el programa de Pizarro Cerrón, de radio El Sol, no alcanzaba la gloria.

En esos tiempos, también estaban de moda la cantante huancaína Leonor Chávez Rojas, conocida como Flor Pucarina, quien popularizó el huayno “Ayrampito”, Víctor Alberto Gil Masina conocido como el Picaflor de los Andes, artista que llenaba los coliseos con su canción “Un Pasajero en el camino”, Florencio Coronado, el mejor arpista que tuvo el país, Jorge Bravo de Rueda, compositor de huaynos y canciones de carnaval. Igualmente el charanguista ayacuchano Jaime Guardia y su paisano, Gaspar Andía Fajardo, renombrado guitarrista. El inolvidable Indio Mayta y su “Matarina”, Pastorita Huarasina cantando “A los filos de un cuchillo”, el Jilguero del Huascarán, Angélica Harada, conocida como la princesita de Yungay, y muchas luminarias más.

Los parroquianos de las picanterías bebían como músicos, es decir como lo que eran, a veces lo hacían hasta olvidarse de su propio nombre y claro, algunos también de pagar la cuenta. No solamente disfrutaban cantando, sino también de los chistes y anécdotas que se inventaban para luego difundirlos de boca en boca por toda la ciudad, no sin antes preguntar ¿Sabes la última?

Hoy, las picanterías siguen siendo los únicos lugares donde se sigue manteniendo las costumbres del pueblo, porque es allí donde se guardan bajo siete llaves los secretos del pasado. Allí también están los cofres que guardan las valiosas composiciones del auténtico carnaval abanquino, generalmente de autores anónimos, que los nuevos cultores las hacen revivir en sus voces y guitarras como haciéndonos recordar permanentemente que “como el bordoneo abanquino no hay otro, ni se parece a ninguno”.

“…Doctorcito Díaz dame una receta

Qué sería bueno para mal de amores.

Y si la receta no sería buena…a los nueve meses…

Lavando pañales”

Es en las picanterías donde se estrenan los mejores huaynos, mientras sus seguidores beben y comen como dioses en medio del humo que sale de la joncha que la dueña atiza soplando la fucuna porque, una picantería sin humo y sin radio, no es abanquina. Claro, ahora seguramente es un equipo de sonido o un televisor 4D porque a estos locales populares también llegó la tecnología. Y, estoy seguro, que ese aparato moderno, sea un equipo de sonido con USB o TV plasma, dejará de funcionar y le colocarán una funda bordada para guardarlo solo cuando los músicos empiecen a afinar sus guitarras y la jarana esté a punto de comenzar. Y durará…sabe dios hasta cuándo.

°…de esto te acordarás…de esto te acordarás

Mañana cuando me vaya…de esto te acordarás”

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