TE PRESTO MI MOCHANCO

Teníamos imaginación y teníamos ingenio. Cuando a veces, algún pequeño en su inocencia pregunta: “Y cómo hacían sin tecnología, sin computadoras ni celulares… cómo se divertían cuando eran niños?”. Y entonces muchos recuerdos vuelan. La infancia en Abancay tenía ingredientes particulares que en todos los casos tiene a los amigos acompañándonos en los juegos, las tontas peleas y las despedidas de cada día en un ambiente de alegría y felicidad.

Enero y febrero era para los juegos en el barrio y los campeonatos deportivos vacacionales.

Marzo y abril era la época de jugar a tiros (canicas o bolitas es como se llaman en otras ciudades); en el recreo del colegio podíamos recibir el reto: “a cuarta y peta o a pura peta?” o el famoso “a tiro y parada”, que de seguro era un juego heredado de los abanquinos de antaño, donde la precisión y puntería te hacía llenar los bolsillos con tiros transparentes con hojitas o con las lecherongas más vistosas.

Mayo y junio era la época de trompos. Había quienes llegaban con trompos de lloque, que eran los más caros y envidiados. Los abanquinos entendemos términos como “utinchu” o “chaccha”. Cuando éramos más pequeños jugábamos sólo por diversión y para saber cuál de los trompos duraba más bailando (cuál era el más utinchu), ya con algo más de edad nos atrevíamos a jugar a tacas o “a martillazos”. Si teníamos un solo trompo, podíamos terminar por perderlo, desastillado o roto. Por eso, teníamos un trompo de repuesto. Uno viejito y sin pinta, no importaba si muy frágil. Ese trompo sacrificado era el famoso mochanco, el trompo que podíamos prestarlo, porque el otro, nuestro trompo principal, no le prestábamos ni al mejor amigo.

Julio y agosto era la época de cometas y de los vientos cómplices para los mejores vuelos, sobre todo en las pampas abiertas como la que quedaba a la espalda de Entel Perú, cerca del colegio Grau. El lugar donde nos encontrábamos con los amigos para hacer volar las cometas que nosotros mismos fabricábamos, comenzando por conseguir el carrizo más preciso y hacer esa “H” inicial, para luego poner los hilos y el papel cometa con engrudo preparado en casa. Después había que tener el ingenio para buscar retazos de tela que formaban la cola.

Setiembre y octubre era la época de los coches. Coincidía con la época en la que el rally más tradicional del Perú, que eran los “Caminos del Inca”, pasaba por la ciudad y era el espectáculo imperdible, cuando los amigos se reunían para ir a buscar la mejor ubicación y ver cómo en una curva los coches derrapaban, patinando hasta el borde de la carretera en cada curva. El ingenio era hacer con las chapitas de las gaseosas y cervezas, el mejor coche, pintando “las cascaritas” que se sacaban de adentro de las chapas, para luego pintarlas con el número y algún vistoso color e imaginar ser el 711 de Henry Bradley o el 319 de Ricardo Dasso. Las veredas y hasta las calles, eran pintadas con tizas para hacer las carreteras y avanzar “tincando” las chapas y completar el circuito, pasando por las ciudades, tal cuál era el formato real de esa carrera de coches.

Noviembre y diciembre era la época de los farfanchos. Las chapitas eran esta vez aplanadas para hacerles dos agujeros por donde pasaba un hilo y así luego retar en el colegio a una peligrosa pelea de farfanchos que más de una vez produjo un corte en la mano o en la cara. Y como la época coincidía con la clausura del colegio, los farfanchos también servían para la travesura de cortar las costuras de los pantalones el último día del colegio.

Habrá quienes recuerden también otros juegos, que eran más participativos en los diferentes barrios: chancalalata, los siete pecados, bata y tantos otros que también guardan inolvidables anécdotas en las calles de Abancay.

Volviendo a la pregunta inicial, entonces, sí nos divertíamos y mucho. Tal vez, la pregunta válida sea al revés: “Cómo pueden divertirse ahora sin poder tener todo lo que nosotros tuvimos?”. Siempre escuchamos que la infancia es la mejor época de la vida y tal vez es verdad. Había una canción antigua titulada: “Los pobres también somos felices”. Y así éramos, felices sin tener mucho. Ahora recuerdo otra canción, que tal vez la mayoría de ustedes no la conoce, pero si la escuchan (está en YouTube), se encontrarán en esas historias de la época a la que siempre volvemos en nuestros recuerdos: “Chiquillada” conocida también como “Pantalón cortito” de Leonardo de Favio. Un relato como éste podría terminar con parte de la letra adaptada de esa canción: “tirito lindo, ojitos cristalinos, te juro no te pierdo aunque gane el matón. Dos dientes de leche me costaste tirito, un correazo de mamá, pero te tengo yo”.

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