Un día conocí la belleza,
no en los vitrales de catedrales góticas
ni en la vastedad de los cielos al ocaso,
sino en el humilde altar
de un regazo tibio y eterno.
Allí, en el rincón secreto del origen,
descubrí el primer milagro:
el rostro que no necesita aureola,
pues su mirada ya consagra
el universo entero en un parpadeo.
Vi la sonrisa que antecede al lenguaje,
el canto sin palabra
que aquieta tormentas
y arrulla galaxias con su ternura inagotable.
Conocí a mi madre.
Ella, primer sacramento,
materia y misterio
de todo lo que es puro,
todo lo que perdura
y todo lo que salva sin pedir redención.
La más cercana,
no por distancia,
sino porque su alma
habita entre mis costillas
y respira en mi aliento.
Ella, la intérprete sagrada
de mis silencios y mis risas,
la que llora mis llantos
como si fueran suyos
y celebra mis triunfos
como si fueran divinos.
¡Oh, bienaventurado soy!
El Altísimo, en su sabia providencia,
me concede aún el privilegio
de custodiar este relicario vivo,
de engreír con torpeza
al ser que me enseñó
a ser hombre con caricias
y a orar con sus abrazos.
La sirvo como quien se arrodilla
ante la más santa de las reliquias,
sabiendo que aun en mi entrega más total
no alcanzo a pagar ni una brizna de su amor inmenso.
Porque su amor no se mide,
se contempla.
Se vive.
Se agradece.
Y se canta.
Gracias, madre querida,
porque al mirarte
comprendo que el cielo empieza
donde comienza tu risa.
Y que Dios, cuando quiso mostrarse
por primera vez a los hombres,
eligió un corazón de madre
para hacerse carne en la tierra.
Abancay, mayo del 2025
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