Carmen Luisa Mendoza contemplaba la ciudad desde el ventanal de su oficina en el piso doce de un edificio en Miraflores. La ciudad se extendía ante ella como un tapiz de luces y sombras, mientras la típica garúa limeña dibujaba senderos plateados sobre el cristal.
Sin saber por qué, pensó en su madre, y sus dedos rozaron inconscientemente el antiguo collar de fantasía que siempre llevaba puesto, un regalo de su madre antes de partir.
Hacía treinta y tantos años, su vida era muy diferente. En su pequeña casa de El Agustino, donde el agua llegaba solo por las mañanas y las paredes de triplay apenas contenían el frío invernal, Carmen aprendió sus primeras lecciones sobre el valor de las cosas.
Recordó una mañana en que despertó al escuchar el techo de calamina que crujía con la brisa matutina. La sonrisa y la belleza de Daniela Romo la inspiraban desde un póster, que ella había pegado con cinta adhesiva en la pared de triplay. Por un instante se imaginó como ella, ensoñándose en duermevela, vestida con ese traje blanco en medio de una gran fiesta y adornada con brillantes collares y aretes de perlas.
El sonido de la máquina de coser de su madre en la habitación del costado la trajo bruscamente a la realidad. Su madre, costurera de oficio, se había amanecido luchando contra el sueño, cosiendo paños ajenos.
—¡Qué bonito te quedó, mamá! Es un lujo —dijo Carmen Luisa al ver los hermosos vestidos que había confeccionado su madre.
—El verdadero lujo, hijita, es tener salud para trabajar y amor para compartir —respondió ella, con la sabiduría que solo otorgan los años y la experiencia.
En aquellos días, el lujo parecía habitar en las vitrinas de Miraflores o en las mansiones de La Molina. Carmen caminaba kilómetros para ahorrar el pasaje, llevando sus productos de belleza en una maleta desgastada, tocando puerta por puerta. Cada rechazo era una lección, cada venta una victoria, como gotas de agua que, persistentes, tallan la roca más dura.
Una tarde de julio, mientras esperaba la combi bajo una llovizna persistente, observó a una señora elegante subir a su grande y brillante camioneta roja. «Algún día, yo tendré una igual», se prometió, pero no sabía que el destino le enseñaría una lección diferente sobre el significado del lujo.
Una noche, apiñada en un grupo que esperaba movilidad resguardada de la garúa limeña bajo las calaminas de un paradero, mientras veía la ciudad envuelta en su característico manto gris, escuchaba conversar a las personas a su alrededor. Una frase que expresaron unos universitarios se quedó grabada en su memoria: «El secreto de un buen negocio no está en ir a buscar a los clientes. El secreto está en atraer a los clientes, en hacer que los clientes te busquen a ti».
Fue como si «se le apareciera la Virgen», una revelación divina que aplicó en su vida, como quien encuentra un faro en medio de la noche más oscura.
Puso un pequeño puesto en un concurrido mercado, en un lugar donde la gente se arremolinaba esperando. Ella colocó unas bancas donde las personas podían sentarse mientras observaban las vitrinas con sus productos. Le fue muy bien; vendía tanto que le faltaban manos.
Su pequeño negocio de cosméticos creció gradualmente. Luego abrió un puesto en Gamarra, después algunos más en otros mercaditos, una tienda y, finalmente, una cadena de productos de belleza natural. «Belleza Andina» se convirtió en una marca reconocida. Carmen, de vender puerta por puerta, pasó a ser una empresaria respetada.
Sin embargo, fue la pandemia del 2020 la que transformó su comprensión del lujo. Encerrada en su penthouse de Barranco, con todas las comodidades materiales que alguna vez soñó, descubrió que añoraba cosas que el dinero no podía comprar: el abrazo de su madre, ya partida; las risas compartidas con sus lejanos hermanos; el simple placer de caminar por los parques sin miedo.
—¡Qué irónico! —pensaba en voz alta, mientras recordaba sus días de juventud—. Cuando no tenía nada material, tenía todo lo verdaderamente valioso.
Como a muchos, la soledad la había impulsado a hablar sola, a veces frente al espejo y otras haciendo las labores de casa, «para no volverme loca pensando», justificaba, mucho después.
Recordó las Navidades de su infancia, cuando su madre les preparaba chocolate en taza y transformaba el pan chancay con mantequilla en todo un festín, y las risas de sus hermanos convertían la pequeña sala en un palacio.
Esas revelaciones, tras la pandemia, cambiaron su vida y su empresa. Transformó «Belleza Andina» en algo más que una marca de cosméticos; la convirtió en un movimiento que celebraba la belleza en todas sus formas, como un jardín que florece en medio del desierto.
Creó programas de bienestar para sus empleados, guarderías en sus fábricas y espacios de encuentro en sus tiendas. Como escribió Jorge Luis Borges: «La belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica».
En las reuniones de directorio, donde antes solo se hablaba de números, ahora se discutía también sobre felicidad y propósito. «El verdadero lujo», decía a sus ejecutivos, «es crear un espacio donde la gente pueda ser feliz mientras trabaja», transformando la máxima que su mamá había expresado.
Una mañana, mientras caminaba por el Mercado Central, donde años atrás había vendido sus primeros productos, se encontró con María, una antigua vecina del Agustino. Se abrazaron largo rato, riendo y llorando, intercambiando historias. Ese abrazo, sincero y cálido, valía más que todas las joyas en sus cofres.
—¿Te acuerdas de los domingos en el parque? —preguntó María—. Cuando juntábamos monedas para comprar un helado y lo compartíamos entre todas.
Carmen sonrió, recordando cómo ese simple helado compartido sabía mejor que cualquier postre gourmet que hubiera probado después. Como dijera Antoine de Saint-Exupéry: «Lo esencial es invisible a los ojos».
De regreso en su oficina, Carmen dio vueltas a una idea que había nacido con ese encuentro y pocos días después tomó una decisión. Creó la «Fundación Tesoros Invisibles», dedicada a preservar y promover esos lujos verdaderos que el dinero no puede comprar.
Implementó ambientes donde podía, sobre todo en los barrios populares, centros comunitarios y parroquias, donde se podían leer libros y revistas seleccionados ycompartir historias cómodamente sentados y guiados por un animador, que no solo los orientaba sino que los atendía con refrescos y algunas golosinas.
En cada inauguración, Carmen repetía las palabras de su madre: «El verdadero lujo es tener salud para trabajar y amor para compartir». Agregaba también su propia experiencia: «Lujo es poder dar un abrazo sincero, es escuchar la risa de un niño, es compartir un momento con quienes amamos».
Carmen había comprendido que su mayor éxito no estaba en su cuenta bancaria ni en sus propiedades.
Estaba en los desayunos dominicales con sus hermanos, en las tardes de juego con sus sobrinos, en los momentos de silencio contemplando el mar desde el Malecón de Miraflores, en los parques observando jugar a los niños o simplemente viendo pasear a las personas.
El antiguo collar de fantasía que llevaba puesto casi siempre valía más que todas sus otras joyas, porque guardaba el amor de su madre.
Las fotos en blanco y negro de su infancia en Lima, y las que guardaba en su mente de sus vivencias en su pueblo originario de la Sierra, eran más valiosas que cualquier obra de arte en sus paredes, porque capturaban momentos de felicidad genuina.
Mientras la noche cae sobre Lima, Carmen observa las luces de la ciudad. En cada ventana iluminada imagina familias reunidas, amigos riendo, amores floreciendo. Esos son los verdaderos lujos, piensa, los tesoros que no se pueden comprar pero que enriquecen el alma.
Reflexión final
En un mundo que constantemente nos empuja a buscar lo material, lo exclusivo y lo costoso, la verdadera riqueza se encuentra en aquello que el dinero no puede comprar.
El lujo más grande es la capacidad de reconocer y valorar esos tesoros invisibles que nos rodean: la salud que nos permite perseguir nuestros sueños, el amor que da sentido a nuestro camino, las risas que iluminan nuestros días y los abrazos que calientan nuestro corazón.
La historia de Carmen es ficticia, pero nos recuerda que el éxito material pierde su brillo si no va acompañado de las verdaderas joyas de la vida: las conexiones humanas, los momentos compartidos, la capacidad de dar y recibir amor.
Qué hermoso sería que todos los empresarios exitosos, en vez de acumular dinero, compartieran algo de su éxito con la comunidad que les permitió crecer.
En cada amanecer tenemos la oportunidad de redescubrir estos lujos cotidianos, de valorar lo que verdaderamente importa y de compartir nuestra abundancia, sea material o espiritual, con quienes nos rodean.
Nunca olvidemos que el mayor lujo es estar vivos y poder amar. Todo lo demás es simplemente un adorno en el regalo infinito que es la vida misma.