La recuerdo con su amplia sonrisa y siempre afanosa. Con un inseparable mandil blanco y un sombrero de paja con toquilla negra, atendiendo su pequeña tienda ubicada en la plaza de Armas de Lambrama. Buenas tardes, tía, nuestro saludo atento estaba confabulado con las visitas que hacíamos a sus hijos, mis primos coetáneos, para armar patotas e ir a jugar al patio de la escuela, al jardín infantil que se encontraba en la explanada lateral de la iglesia San Blas; al estadio casi llegando a Huaranpata, al quiosco de la plaza escenario de miles de historias y anécdotas, a buscar oqollos en Qotomayo.
En el día, nos ofrecía rosquillas bañadas con batidos de huevo o galletas de animalitos. Un vaso de chicha blanca, con incomparables aromas a almendras y habas, era un regalo por el que convertíamos casi en rutinarias las visitas.
Tras la mesa, con la mirada concentrada en un quehacer manual, de bigotes cargados y casi despreocupado, permanecía el tío Venancio.
Al recordarla me la imagino cantando “Candadito” con Dora, mi señora madre, su prima; también con sus primas Alberta y Saturnina. Una generación de lambraminas que son inolvidables.
Rosa Pereira, la entrañable tía Rosita, regentaba uno de los primeros hornos dedicados a la elaboración de panes artesanales, entre los que destacaban las roscas y las chutas. Las huahuatantas para las fiestas de Todos los Santos tenían un sello particular, con máscaras de bellas niñas de ojos azules y cabezas de caballos briosos.
En ese entonces, en Lambrama tomar una botella de gaseosa era un lujo, al que los maktillos, escolares, inclusive universitarios de visita, no podían acceder sin afectar sus raleados bolsillos. Un vaso de chicha en caporal o en un kero de madera o puku, era la alternativa salvadora.
Tras los juegos competitivos y sin descansos en los patios de la escuela, los peloteros adolescentes, jóvenes e inclusive los policías de la entonces Guardia Civil que hacían deporte de manera habitual, recalaban en la tiendita de la plaza para saciar la sed con uno, dos o tres caporales de chicha, elaborada por las hábiles manos de la querida tía, que siempre tenía la ayuda de la señora Irene Gómez.
Recuerdo que había colgada en la puerta que daba a la calle, una bandera roja anunciando la existencia del rico néctar. Su pequeña cocina estaba levantada sobre el piso de tierra, casi al borde del barandal que la casa de la plaza tenía hacia sus interiores, donde ollas grandes o makas llenas del rico fermentado algunas veces con frutillas rojizas, hacían presencia destacada.
Como todas las mujeres lambraminas la tía Rosa era activa participante de las jornadas comunales, de las fiestas tradicionales, de los pasacalles y carnavales, donde su voz particular sumaba al coro de cantantes que improvisaban letras y llenaban de alegría contagiante.
Formó, como lo hacen las buenas madres, con rectitud y disciplina a sus hijos. Todos ellos profesionales y personas de bien. Roberto, Hildaura, Eloy, Evarista, Gerardina, Genaro, Alberto, Santiago, Coni y Froy.
Tía Rosita tiene más de cien años. Vive en Estados Unidos, con sus hijos afincados en ese país desde hace varias décadas. Es de las pocas lambraminas longevas que permanecen al calor de sus vástagos, nietos y bisnietos. Debe tener en memoria, gran parte de la historia de Lambrama del siglo pasado. Lambramina admirable.