TODOS LOS SANTOS EN LAMBRAMA

La fiesta de Todos los Santos, es una de las celebraciones tradicionales mágicas, religiosas y paganas más populares que caracteriza al distrito de Lambrama. El calendario cristiano señala al 1 de noviembre como la fiesta de los vivos, cuando la familia se encuentra en devoción, asiste a misa, bautiza las wawatantas, come dulces de pan, toma chicha blanca, hace compadres; y prepara lo necesario para el 2 de noviembre, día de los muertos.

Sin duda, el “día de los muertos” era la gran y anhelada oportunidad para que quienes adelantaron el viaje sin retorno, sean recordados con recogimiento, sean homenajeados y participen de las fiestas. Estar presentes con quienes harán romería familiar hasta el panteón del pueblo.

Ese día, las mesas visten de blanco mantel, pobres o no pobres; con la certeza de que sus muertos regresan a casa para saborear los platillos que le gustaba en vida. Chicharrones, cuyes, picantes, lawas, kankachus, choclos, mote, cancha, humitas, pugnan por ganar un espacio visible en la mesa; de la que desaparecerán conforme vayan degustando la propia la familia y visitantes.

El panteón del pueblo, levantado sobre una explanada con dirección a la plaza de Armas, como si se tratase de un mirador, abre sus puertas muy temprano.

De madrugada, cuando las tuyas, checcollos, piscalas y pichinkos compiten en sus dulces y andinos trinos; y los vientos hacen silbar las hojas de eucaliptos y lambras; las mamachas llevan sus ollas de Paico, bien envueltas en mantas para que no se escape el calor. Es una sopa preparada para esa ocasión, con yerbas aromáticas o asnapas de sus propios huertos, en la que destaca el oloroso paico, y con un ligero toque de ají colorado, que es ofrendada, en primer lugar a sus difuntos, a quienes les sirve en un platillo especial que es colocado en la cabecera del nicho o la tumba.

Los familiares y visitantes que comparten con los deudos las plegarias en honor al difunto, son agasajados con una porción caliente de ese manjar tradicional. Las señoras que llegaron más temprano al panteón tendrán la seguridad de que sus ollas regresarán limpias a casa; señal de que el difundo fue bien atendido.

Pasan las horas. El panteón viste de colores. Flores nativas cumayo, chihuanhuay, campanilla, retama, amancae, algunas orquídeas y rosas, compiten en prestancia junto a guirnaldas elaboradas con verdes ramas de arrayán. El aroma de las flores se sobrepone al humo de las velas o al fuerte sabor del cañazo.

Luego vienen los “wajtillos”, que son porciones generosas de té piteado o ponche de haba, sazonados con toques de cañazo bien curado con cáscara de naranja, hojas de salvia y flores de “sotoma”. Es fiesta y hay que alegrarse.

La mañana con envidiable sol serrano se pone caliente. Los presentes han elevado la temperatura, con repetidas dosis de los licores que pasan de mano en mano. También corren porciones de “sanju”, una harina tosca hecha de maíz “chullpi” y habas, aromatizada con anís y salvia, y un ligero toque del infaltable compuesto de cañazo.

Las niñas cargan sus wawas con máscaras de colores vistosos, en mantitas tejidas de lana y teñidas con nogal, ocre o tintes naturales; los varones, altaneros y desafiantes pasean sus caballo tantas, con el perfil del equino en la cabeza. Las roscas de harina bañadas con huevo batido, deleitan a los niños.

Es la hora del responso. En la actualidad, algún vecino voluntarioso lee pasajes de la biblia y entona cánticos alusivos. Antes, esta parte de las celebraciones era la más vistosa. El cantor de San Gregorios, atraía la atención de todos. No debía quedar una sola alma sin ser visitada. El tío Augusto Pereyra, en botas y casaca de cuero, tocaba violín y cantaba rezos en latín y quechua ganándose el aprecio de todos. “Tiarimuy aicha cuerpo, sayarimuy rumi soncco”.

La tradición lambramina nos remonta a una costumbre única. Se trata de cargar la “fabricarumi”, piedra liza y plana de 53 kilos y otra de 72 kilos, que eran centro de una competencia de virilidad varonil entre lambraminos y atancaminos. Al fragor de los tragos que van y vienen, los cholos más encrespados, se desafían entre ellos, para cargar de un solo envión la piedra de 53 kilos, que por sus características se hace muy difícil de levantarla siquiera hasta las rodillas.

Muchos intentan y pocos logran levantar hasta la cabeza, dar vueltas en el perímetro del panteón y ganarse aplausos y respeto comunal. Se dice que para esas fechas la piedra duplica su peso lo que imposibilita cumplir los retos.

Destacan en mi memoria, los lambraminos Vidal Zanabria, Aquilino Gómez, Luis Gamarra, Alfredo Gómez y los atancaminos Santiago Ccanre, Laurencio Serrano y Mariano Quispe, que con facilidad hercúlea lograban el propósito. Alfredo Gómez, mi hermano, cuando frisaba los 30 años, logró lo que según se sabe hasta hoy nadie lo que equiparado. Levantó la piedra sobre la espalda, salió a trote hasta la plaza de Armas y sin más regresó hasta el panteón. Nadie emuló ese registro.

Después de la faena la piedra era trasladada a la iglesia para su custodia, hasta el próximo año, cuando es llevada al panteón cargada por dos hombres en una “huantuna” hecha de guarango y reatas de pellejo de buey. Todos los Santos: los del pasado.

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