TODOS VUELVEN DONDE ESTÁ SU CORAZÓN

Todos vuelven donde está su corazón(*)

José Antonio llegó después de un largo periplo a Abancay, saliendo de Lima enrumbó a Nazca, para la clásica visita a las líneas de la provincia, En la noche subió a Cahuachi donde hay un cementerio ancestral, donde yacen dormidos los espíritus que cuidan las líneas, que sólo ellos pueden ver en sus viajes astrales.

Después de su turismo nativo, enrumbó a Abancay, pasando por Puquio, la pampa Galeras, Negromayo, Chalhuanca y por fin Abancay, Este paraje cálido, que los españoles no quisieron darle los trazos de una ciudad única, enclavado en los cerros. Difícil para los hispanos, hacer una ciudad como Trujillo, en medio de la quebrada, sin embargo, fueron los castellanos después italianos, quienes se asentaron aquí y le dieron categoría de ciudad a esta parte escondida del Perú.

Abancay, no puede estar exenta del bullicio de sus pobladores, que habitan sus lomas, quebradas y calles y que son depositarios de sus legados incas y europeos. Son los abanquinos, quienes han desarrollado una identidad propia a partir de estas raíces, que se manifiestan, no sólo en la etnia, sino más en la cultura, costumbres y tradiciones. Algunas ya están irremediablemente perdidas.

José Antonio, joven cosmopolita que había recorrido medio mundo pensaba que Abancay, no era San Francisco, ni Auckland en Nueva Zelanda de calles empinadas, pero amaba caminar por esa ciudad, donde nació en medio de los armónicos ruidos de las ramas de los pisonaes movidos por el viento y el canto de las tuyas en las huertas. De niño escuchaba el optimista y alegre, pero nostálgicos cantos de los campesinos en las alturas de los cerros circundantes, las melodías de las mujeres chillonas, las sopranos andinas, cantando a gritos coplas carnavalescas en quechua. 

En sus recuerdos la ciudad le parecía más plana de lo que realmente es, pensaba que trajinar en esta ciudad -que literalmente duerme parada-, le provocaba, ahora, un delicioso cansancio. No hay ciudad que conozca que esté tan empinada como ésta. Donde seguramente las camas hacen equilibrio para mantenerse horizontales y donde la gente duerme feliz, porque no hay para estos pobladores día que no haya sido feliz.

Mykonos, en el Peloponeso griego, se acerca bastante, a esta erguida geografía, pero no logra dibujarse plenamente en ese escenario ideal, como lo hace el valle del Aucapana. El cielo azul con sus copones de blancos algodones que parecen nubes, dan la impresión de girar sobre tu cabeza. 

Los cerros se ven tan cercanos, que casi arañas sus tierras con tus pestañas. Grillos nocturnos chillando en medio de la noche, en las faldas del Quisapata, corre un viento frío con olor a cementerio, arrastrando aromas de flores de difuntos desconocidos. Crisoles ígneos ardiendo detrás de los cerros anochecidos. son los atardeceres. La tristeza se acomoda para dormir entre los brazos del sueño. 

Ciudad de cerros de aire cálido con olor a caña, ciudad de cielo abierto y celeste, donde las últimas hogueras queman la historia y sus recuerdos. Ciudad que te vas o ya te has ido. Sin embargo, estás allí pegada a tu horizonte, como una ladera de casas blancas y techos rojos, como una barcaza, lista para deslizarse hasta el río puente del mundo. Donde está el árbol de estertores de lechuzas, de candelabros de llamas verdes, erguido en una esquina, como soldado marcando los límites de Arenas y Núñez. Distante en el recuerdo, mi corazón está triste, la estrella que te alumbraba, está inmóvil y llorosa. La noche de rayos y tormentas, aturden los cielos, lluvia que llora tu partida.

El Mariño que busca dejar sus aguas en el Pachachaca, discurre como un cristalino y silente arroyo interminable, llevando consigo lo que fueron las nieves derretidas del Ampay. 

El aire tibio que empieza a calentar como un caldero, alrededor del medio día de octubre, arrasa con las ganas de hacer algo. La gente se adentra en sus dominios urbanos, esperando que la tarde calurosa de paso a la brisa refrescante de las cinco de la tarde que irrumpe en el plató con el olor de las empanadas recién salidas del horno.

El subir sus cuestas rumbo a los cerros, lo libera, lo extrae de su propio centro, le hace ver borrosas las calles llenas de caos, los lugareños que pasean sin sentido de un lugar a otro, la inercia de sujetos que viven alegres, como parte del paisaje. Las caras de buen humor y olor a retama, moras y aguaymanto. 

Disfruta al ver la prisa en el andar de la gente, la ignorancia ignorada, los niños disfrutando su niñez, los perros cuyo hogar es la ciudad, las palomas asiladas del frío del Cusco o de Andahuaylas. La abundancia de optimismo, el sentido del humor creativo de sus gentes es la invariante citadina.

Ama esa ciudad cuando escucha el gorjeo limpio de una tuya, porque siente el lado telúrico de un pueblo que se resiste a ser descubierto totalmente o cuando los cañeros artesanales queman el bagazo de la caña y un olor tibio a guarapo se siente subir desde la quebrada. 

Ama esta ciudad, aun cuando ya no es ella y sólo vive en los recuerdos de quienes les dan vida, cuando sus cerros tocando el cielo, se dibujan en el fondo de un vaso de vino y cuando un latido quejumbroso en el pecho, le recuerda como un ramalazo de nostalgia, la ausencia de un tiempo que se fue, probablemente cuando cayó el mítico Pisonay abanquino.

Busca llegar al Mariño, está cerca, solo hay que bajar por el malecón de la avenida “del estudiante”. Pero el río ya no es el mismo; las vertientes han desaparecido, el río apenas tiene agua en tiempos de lluvias, por lo general está casi seco, arrastra las miserias de cientos de pobladores que se han enclavado en sus pequeñas playas. Ya no están las pozas, en las que aprendían a nadar los colegiales, los peces que alegraban sus meandros, algunas perdidas y solitarias nutrias pescando. Ya no es el verde azulado de sus aguas, que incitan al remojo de las manos, junto a las piedras pulidas, bañadas por el agua.

Era un lugar de encuentro para todos, los fines de semana los pobladores lavaban ropa, en los días festivos se realizaban bailes a orilla del río, la vegetación a su alrededor era abundante. Durante todo el año tenían agua, ahora es desolación. La nostalgia lo invade.

José Antonio, criado en ese valle tres décadas atrás de los años dos mil, entra a un antro nuevo, símbolo de estos tiempos. Encuentra a los jóvenes entonando canciones de moda en la disco que tiene toda la parafernalia de los antros de todo el mundo. Al final logra dar con una vieja y modernizada rockola, donde escucha “Si vienes a mi Abancay” Mientras bebe ron con Coca-Cola y la música agita sus recuerdos, desfilan por su imaginación las caras de sus abuelos desaparecidos, de sus padres muertos con la violencia del terror senderista, de sus hermanos proscritos y exilados. Los chicos lo miran con asombro.

La ciudad ya no es la misma, se ha perdido, se ha esfumado en el tiempo, como todo lo humano. Sabe bien que a Petriconi , Martinelli o Papi Vila, también les hubiera pasado lo mismo, si hubieran regresado en nuestros tiempos, la ciudad para ellos, la habrían encontrado otra. Es el signo de los tiempos se dice a si mismo José Antonio, mientras trata, en vano, de escurrir una lágrima salobre, que cae al centro de la pérgola en la plaza, allí donde su padre le enseñaba a patinar en zapatos de cuatro minúsculas ruedas.

Camina con paso transido hacia el Hotel de Turistas, es la única edificación que no ha cambiado con el tiempo, allí está la reserva de sus recuerdos adolescentes, del baile y la primera cerveza. Quizá la mañana siguiente le muestre rezagos del ayer en los extramuros de la pequeña y desordenada urbe. Sabe que es una ilusión vana, aunque no se conforma, siempre hay una esperanza que nunca muere.

Él es un solitario sobreviviente, sin embargo, el recuerdo de su primer amor surge violento, se abre paso desde el fondo congelado de su corazón, para dar una alegría a esa salada cascada de lágrimas. El rostro blanco y puro de ella, inunda y regocija la noche. Está en medio de sentimientos encontrados, asume la pérdida de su ciudad con valentía, sabe bien que esas ausencias son el preludio de la muerte, sin embargo su alma le dice al oído: todos vuelven donde está su corazón.(*). 

(*) Todos vuelven donde está su corazón. Canción de Pepe Garay

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