TRADICIONES RECIÉN HORNEADAS

Dicen que las tradiciones son el alma de un pueblo. Y es cierto… solo que, a veces, ese alma tiene una memoria bastante creativa. Llegué a esa conclusión tras leer La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm y Terence Ranger, un libro revelador que desmonta mitos históricos con datos duros.

En él se demuestra —con casos como la «tradición» escocesa del kilt (inventada en el siglo XVIII) o los rituales «ancestrales» de la monarquía británica (diseñados en la era victoriana)— que muchas de las costumbres que creemos milenarias fueron, en realidad, inventadas hace dos tardes y media; solo que las barnizamos con solemnidad y listo. Y así seguimos, orgullosos de nuestras herencias recién estrenadas, como quien presume de una antigüedad comprada en la esquina.

En el Perú somos maestros en ese arte de la invención. Y no se trata de burla, sino de constatación: pocas naciones han demostrado tanta creatividad para convertir en ceremonia solemne cualquier ocurrencia colectiva. Inventamos símbolos, danzas y desfiles con el entusiasmo de quien encuentra una vieja guitarra y decide fundar una orquesta.

Tomemos ejemplos concretos: el Inti Raymi que hoy conocemos fue reconstruido en 1944 por Humberto Vidal Unda, basándose en crónicas coloniales pero añadiendo mucha imaginación teatral. El huaylas moderno del Valle del Mantaro, con su coreografía estandarizada, data de mediados del siglo XX. El famoso «carnaval más alegre del Perú» de Abancay se consolida como marca turística recién en las últimas décadas. Ninguno tiene más de ochenta años en su forma actual, pero los celebramos con la solemnidad de quien jura estar repitiendo rituales incaicos.

Y no hay nada de malo en ello —toda tradición fue nueva alguna vez— siempre que no confundamos invención reciente con autenticidad milenaria. El problema empieza cuando perdemos la capacidad de distinguir.

Luego están las tradiciones importadas que adoptamos sin traducción cultural: Halloween con disfraces de supermercado, Black Friday con estampidas por electrodomésticos rebajados, San Valentín con peluches fabricados al otro lado del mundo, o el Año Nuevo Chino celebrado con más fervor que nuestras propias festividades andinas. Nos llegan por delivery cultural, las adoptamos sin preguntarnos por qué, y las festejamos como si hubieran brotado de los Andes. Los comerciantes, principales beneficiarios, se encargan de convertirlas en «tradiciones» a punta de publicidad.

El problema no es inventar —toda cultura viva lo hace—, sino qué elegimos inventar y qué valores transmitimos con ello. Porque últimamente parece que nuestras tradiciones favoritas no salen de la memoria colectiva, sino de las tendencias virales y las copas.

Las tradiciones políticas son para llorar. Los viejos partidos, si no están extintos, están totalmente corrompidos. Los nuevos no son más que cínicos negocios electorales. Ser candidato se volvió un emprendimiento lucrativo. Y hemos normalizado elegir sin esperanza real de representación.

Peor aún: hemos convertido en refrán popular aquello de «no importa que robe, pero que haga obra». Ahí está nuestra ceremonia cívica más patética: aplaudir la corrupción si viene con cemento fresco. «Total, todos roban», repite el coro resignado. Un mantra que convierte el delito en servicio público y la decencia en reliquia.

Ya vienen las elecciones y veremos el ritual de siempre: políticos de sonrisa fotogénica repartiendo vales de combustible, polos y octavitos de pollo —porque el cuarto ya es historia—, con discursos improvisados y afiches llenos de errores ortográficos. La tradición del clientelismo, esa sí que es antigua.

También están las fiestas que perdieron el rumbo en nombre del exceso. En Abancay, por ejemplo, tenemos el «Carnavalazo»: una festividad promovida por la actual gestión municipal que se ha convertido en pretexto para una feria de alcohol sin control. La tradición de jugar con agua se pervirtió: ahora se usa pintura tóxica, barro y grasa de motor, y hay quienes lo encuentran divertido. Se bebe sin medida. El humor se volvió licencia para el abuso. El respeto hace rato no aparece por allí.

Conversando con vecinos y revisando las notas de la comisaría local, se confirma el patrón: cada carnaval aumentan los casos de violencia, accidentes y quejas ciudadanas. Pero la municipalidad insiste en promocionarlo como «tradición abanquina».

Está bien el juego, la alegría, el desorden ritual que traen los carnavales. Pero cuando la fiesta olvida sus límites, deja de ser celebración y se convierte en problema de salud pública. ¿Qué valores estamos heredando a los niños y jóvenes cuando normalizamos el exceso como única forma de diversión?

A esto se suman las tradiciones tecnológicas de nuestra época: la guerra de likes y seguidores, la avalancha de opinadores que confunden tener celular con tener criterio. Cualquiera con un smartphone se cree periodista de investigación. En los desfiles y espectáculos ya no se disfruta el momento: solo se ve un bosque de brazos levantados tomando selfies que terminarán en la papelera digital sin siquiera ser miradas.

Todas son tradiciones recién estrenadas, con su propio ritual y su público devoto. Hemos reemplazado la memoria por la moda, la reflexión por el trending topic, el silencio contemplativo por el altavoz perpetuo.

Y sin embargo, no todo está perdido. Si pudimos inventar tantas costumbres cuestionables, también podríamos inventar otras mejores. Podríamos hacer tradición del cumplimiento de la palabra, del respeto mutuo en el espacio público, del saludo cordial al vecino. Convertir en hábito colectivo el cuidado de calles y parques sin apropiárnoslos como feudos personales. Volver costumbre el no abandonar perros en las calles, el no arrojar basura donde caiga.

Podríamos hacer ceremonia del buen trato, convertir en desfile cotidiano la honradez, celebrar como fiesta nacional el respeto por el otro.

Porque, al fin y al cabo, una tradición solo merece sobrevivir si nos reconcilia con lo mejor de nosotros mismos. Si nos recuerda que la alegría no necesita embriaguez para ser genuina, que el honor no se compra con cemento y que la dignidad colectiva no se negocia por un octavito de pollo.

Ojalá las nuevas costumbres que inventemos nazcan del respeto, de la palabra cumplida, de la ternura colectiva y no del olvido ético. Que sean fiestas del alma, no del descontrol. Que cuando dentro de cincuenta años alguien mire hacia atrás, pueda decir: «Aquella generación inventó tradiciones que valían la pena».

Porque eso es lo que define a un pueblo: no cuán antiguas son sus tradiciones, sino cuán dignas.

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2 com.

Hermógenes Rojas Sullca 06/11/2025 - 5:38 pm
En Ocobamba (Chincheros) donde a nadie conozco (salvo a los Ayvar) suelen saludar todos, mayores y menores. Me sentí impactado por tantos saludos en la calle. /// Muy bien pensado y centrado tu artículo, Carlos. Sincero abrazo.
Carlos Antonio Casas 09/11/2025 - 6:39 pm
Esa bonita costumbre hospitalaria llena de alegría el corazón en la mayoría de los pueblos de nuestro Perú profundo. Son valores que no deben perderse. Fuerte abrazo mi querido Hermógenes
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