Dos periódicos de la ciudad publicaron en sus plataformas digitales, apenas dos horas después de los hechos, extensos artículos que describían paso a paso el memorable acto heroico de Esteban. Al mismo tiempo, un video ya era viral en las redes sociales; miles de personas presenciaban en sus teléfonos a un muchacho, de apenas veinte años, arriesgando el pellejo sin más vueltas para salvar la vida de un niño.
Tres aspectos confluían para que este suceso dejara pasmado al mundo entero. En primer lugar, el video era de una crudeza escalofriante; en segundo, se trataba de la vida de un niño; y, por último, la escena había sido espectacular, digna de un circo acrobático.
Este acontecimiento tenía pues, todos los ingredientes para despertar pasiones y dar comienzo incluso a alguna que otra leyenda.
Al día siguiente, los diarios impresos mostraban la foto de Esteban y daban cuenta de la noticia con el testimonio de un testigo presencial; la prensa menos seria ponía su imagen con alas de ángel en unos casos, y con una aureola sobre la cabeza en otros; y de los medios amarillistas, mejor ni contarlo.
La familia, la novia, los amigos y la gente del barrio en general quedaron perplejos. Para ellos, el comportamiento de Esteban iba más allá de lo heroico, pues todos sabían lo lejos que el heroísmo estaba de su naturaleza y carácter. “Es un buen muchacho”, decían de él sin necesidad de pensarlo siquiera, pero nada más; un muchacho como cualquier otro. Más aún, la causa de esta perplejidad era su comportamiento ante el susto.
Desde muy pequeño su instinto de conservación parecía poseer una gran sensibilidad, porque cada vez que un súbito peligro se presentaba, como suele sucedernos con frecuencia, su reacción era tan inmediata como irracional; en segundos se ponía a salvo colocándose detrás de algo, o de alguien, o echándose a correr sin que pareciera importarle la suerte de los demás.
Durante esos segundos su mente dejaba de funcionar, nunca tenía registro de lo que había hecho y esto provocaba la risa y las chanzas de quienes estaban a su lado. No lo hacían por maldad, en modo alguno, sino para reírse con él y terminar de tranquilizarlo; luego de un movimiento sísmico, por ejemplo. Para todos ellos, Esteban había confrontado a su propia naturaleza, para terminar venciéndola en un indiscutible acto de valor.
Pero como nos sucede con los niños, demasiado a menudo por desgracia, no imaginaban quienes lo conocían, el daño que le causaban con esas chanzas bienintencionadas que, lejos de animarlo, terminaban mellando poco a poco su autoestima. Esteban pasó por la pubertad víctima de una incomodidad interior que lo llevó a ser demasiado severo consigo mismo. Cuando entró de lleno en la adolescencia su intrincada psiquis había generado un mecanismo de defensa muy eficaz, que le hizo ver sus reacciones como muy humanas y bastante comunes; se convenció de que podría actuar con valentía si el peligro fuera previsto, si se anticipaba a él aunque fuera por un segundo, y se propuso estar atento en adelante, en la seguridad de tener en el futuro, por lo menos una vez, la oportunidad de demostrar que podía ser tan valiente como cualquiera. Sin embargo, de cuándo en cuándo el desasosiego retornaba, y se decía, sin decírselo del todo, que el valor no era lo suyo; o pensaba, sin pensarlo del todo, que era un… Y ahí se cortaba, no llegaba a esa palabra que lo hubiera sepultado por completo; el mecanismo de defensa se activaba y salía de esa ciénaga, se sentía mejor y seguía para adelante.
En estas luchas internas andaba el día que cumplió los veinte y conoció a Rosalba. ¡Ah, Rosalba!: resuelta, risueña, desfachatada y feliz; parecía tener un motor de avión en el pecho, porque con ella todo era ruidoso y veloz. Dos cualidades la hacían atractiva: su carácter, que parecía estar destinado a procurarles alegría a quienes la rodearan, y unos ojos de ensueño que doblegaron la voluntad de Esteban desde el primer instante, le cambiaron la vida. A su lado nunca pasaba nada que le hiciera sentirse contrariado. Se contagió de ese entusiasmo, dejó de mirar a su interior y comenzó a vivir mirando afuera de sí.
Aquella tarde en que Esteban conmocionó al mundo, iban camino a casa de Rosalba atravesando un parque; ella parloteando como siempre y él riendo de sus ocurrencias; cuando de pronto, sin que ninguno supiera cómo, un enorme perro apareció ladrando furioso, a centímetros de sus pies. Esteban dio un brinco y en un instante se puso detrás de la muchacha que, con los brazos al frente, gritaba una y otra vez: ¡fuera!, ¡fuera!
Un silbido llamó la atención del can, este se dio vuelta y los dejó en paz. Se miraron, pálidos por el susto; sonrieron con nerviosismo, suspiraron con alivio y continuaron su camino.
Por primera vez en siete meses de andar juntos caminaron en silencio. Ella no lo juzgó, todo lo contrario, sintió deseos de abrazarlo, pero temiendo avergonzarlo más, no dijo palabra. Esteban interpretó ese silencio como un atronador reproche. Cuando llegaron a su casa ella pensó que sería mejor dejarlo solo para que se calmara; le dio un beso en la mejilla; es tarde, nos vemos mañana, dijo, y entró.
Esteban creyó ver en el fondo de sus ojos un atisbo de decepción. No, Rosalba, susurró, no es tarde… ¡maldición! De pronto los hombros y la espalda le pesaban una inmensidad, sintió la imperiosa necesidad de sentarse, metió las manos en los bolsillos y mirando al piso caminó a donde debía tomar el autobús.
El paradero estaba en la intersección de dos avenidas, diez metros más allá de una esquina; una banca de madera flanqueada por dos paneles publicitarios. Había mucha gente; algunos delante, al borde de la vereda, se apretujaban alrededor de un carrito de helados; otros detrás, apoyados en la pared. A un costado una mujer absorta en su celular levantaba una mano, como pidiendo calma a sus niños que jugaban jaloneándose. Un hombre, en un extremo de la atestada banca se puso en pie y se alejó, Esteban tomó su lugar. Escribió un mensaje para Rosalba, pero lo borró de inmediato, le pareció ridículo. Necesitaba distraerse, pensar en algo.
Miró el panel que tenía a su costado; mostraba ilustraciones de algunos lugares turísticos, entre ellos vio la imagen de Santa Rosa de Lima con el famoso pozo de los deseos junto a ella. “Un deseo”, pensó, y rio de sí mismo; sin embargo, se quedó absorto por tanto tiempo que la figura se fue distorsionando, hasta tomar la forma de un lento remolino multicolor que parecía querer tragárselo. Entonces lo dijo, con toda la fuerza de su corazón: deseo… una oportunidad, tan solo una.
Un viento frío refrescó su rostro y alborotó sus cabellos; parpadeó sintiéndose algo avergonzado, pero se tranquilizó al ver que todos estaban sumergidos en el celular.
Inhaló con fuerza y se sintió mejor. Miró a su izquierda, hacia donde vendría el bus, algo azul en la vereda del frente llamó su atención, buscó con la mirada y vio que era alguien con una camisa como la suya, idéntica. “Maldición”, pensó con ironía, “solo falta que cruce y se pare a mi lado”. Y así fue, cruzó, pero no con dirección a él sino en diagonal, hacia su derecha, subió a la vereda y se apoyó en la pared detrás del otro extremo de la banca.
El sobresalto de Esteban fue grande, el pantalón y los zapatos también eran idénticos. Se puso en pie, incrédulo; cuando avanzó al borde de la vereda el estupor casi lo derriba; tenía sus manos, su cabello y su rostro. ¡Carajo!, dijo en voz alta, ¡soy yo!, y pensó: “¿Qué posibilidades tengo de encontrarme con un doble idéntico… y vestido igual?, ¡ninguna!” Entró en pánico, temblaba, sintió frío y cruzó los brazos. El otro miró a la esquina; un bus amarillo, repleto y con las puertas cerradas, esperaba el cambio del semáforo para partir, detrás estaba el rojo que Esteban esperaba.
En ese momento el semáforo dio verde, el carro partió con un salto brusco y agarró velocidad con dirección al paradero; todos sabían que no se detendría, estaba lleno. Sin embargo, el menor de los niños que jugaban junto a su madre corrió hacia la pista con intención de cruzarla. Esteban lo vio y se llevó las manos a la cabeza, la madre dio un alarido que sacó a la gente de sus celulares; todos se quedaron estáticos excepto el otro, el otro Esteban; puso una mano en el respaldo de la banca, se impulsó, con gran agilidad pasó por arriba de los sentados, cayó delante del carrito heladero, lo superó de manera similar, alcanzó el borde de la pista y con increíble elasticidad se arrojó por el aire, delante del bus, alcanzó la espalda del niño con una mano y lo empujó hacia la vereda; el pesado vehículo frenó, pero ya había golpeado su cabeza y lo dejó tendido en la vía.
De inmediato se formó un círculo de gente alrededor del caído. Esteban se acercó temblando, con mucho esfuerzo logró pasar dentro y vio su cuerpo en el piso, con la cabeza partida en dos, cubierto de sangre; lleno de horror, balbuceó: ¡estoy muerto! Una náusea le nubló la vista y al instante cayó en una completa tiniebla, sintió que alguien lo llevaba por el aire hacia atrás, con mucha fuerza, y lo depositaba con violencia sobre la banca, el golpe le produjo un dolor agudo en la nuca.
Permaneció así, en la oscuridad pero consciente de dónde estaba, esperando que el corazón retomara su ritmo. Abrió por fin los ojos y se encontró con la cabeza gacha y la quijada apoyada en el pecho. El dolor en la nuca era por esta posición. Se enderezó parpadeando; ¡qué pesadilla del demonio!, pensó. Se puso de pie mirando a sus costados, nadie parecía percatarse de su persona, todos miraban su teléfono. Flexionó los hombros para desentumecerse; la cara le quemaba, había estado expuesto al sol y sudaba. Pasó al otro lado de la banca y buscando sombra se apoyó en la pared.
Miró a la esquina y vio su autobús detrás del amarillo; “como en el sueño”, se dijo, todavía conmocionado. En ese momento su celular vibró, miró la pantalla y vio: “Rosalba”; se alegró y al instante se asustó, no sabía si esto era bueno o malo. De pronto una aprehensión entró en su corazón; detrás de él jugaban dos niños; giró la cabeza pensando: “¡no puede ser!”, y ahí estaban, jaloneándose mientras la madre buceaba en su teléfono; volvió a mirar al autobús, lo encontró listo para partir y levantó los ojos hacia el semáforo en el momento justo que cambiaba a verde.
Cuando bajó la vista el mundo se había detenido; el autobús permanecía estático sobre el cruce de las avenidas; el niño a media carrera, con un pie en la vereda y el otro levantado sobre la pista; la madre con un gesto en la boca que indicaba el inicio de un grito. Volvió a mirar al infante y, no, le dijo, no voy a cargar contigo por el resto de mi vida. Pensó en Rosalba y un dolor agudo lastimó su pecho. Respiró profundo, miró a la madre y con el corazón latiendo en sus oídos, esperó; ella pegó el alarido, como en el sueño, y el universo se volvió a mover.
En el último instante, cuando alcanzó la espalda del chiquillo y lo empujó sobre la vereda, Esteban hizo lo único que podía hacer: cerró los ojos.
Fin