UN PAÍS BENDECIDO

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

El Perú que Late con Corazón de Gigante

A veces uno no sabe si reír o llorar cuando piensa en este pedazo de mundo que nos tocó en suerte. Digámoslo sin pelos en la lengua: hemos tenido la inmensa dicha de nacer en un país bendecido. Sí, bendecido con todas las letras y hasta con mayúsculas, aunque a veces parezca que el Todopoderoso hizo una pausa al repartir la justicia social —quizá se distrajo contemplando los Andes— pero no escatimó ni un ápice en belleza ni en alma.

Porque el Perú, es un país que no cabe en una sola mirada. Ni en una sola historia. Ni en mil documentales ni en postales de turista despistado.

Esta es una tierra pródiga que derrocha naturaleza como si no hubiera mañana: minerales que brillan en las entrañas de los cerros, vegetales que crecen con características singulares desde el nivel del mar hasta donde el aire se vuelve susurro, biodiversidad que marea a los científicos y hombres maravillosos que han parido su propia música, su cocina admirable e irrepetible, su arte, su literatura y esa poesía de piedra que tallaron nuestros ancestros. Resistencia de carne y hueso que sobrevive a todo.

Un país grande no solo porque su geografía se desborda como río en época de lluvias, sino por el eco profundo, casi mítico, de su pasado. Un país hermoso, pero con suturas. Como esos rostros viejos que, con dignidad, a pesar de sus arrugas y cicatrices, aún regalan sonrisas luminosas que inspiran y fortalecen.

 

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Aquí la riqueza natural brota de los cerros, del mar bravo, del río serpenteante y de la selva rabiosamente verde. Como si la Pachamama se empeñara cada día en recordarnos que todo, todito está dado… menos el buen uso de lo dado. «Ahí está el detalle», diría Cantinflas.

Nuestra historia es un tejido vasto y complejo donde se abrazan —a veces a las buenas, otras a las malas y a veces hasta a los golpes— muchas sangres, muchas lenguas, muchos dioses. Somos hijos del maíz sagrado y del apu protector, del barro cocido al sol y del oro maldito que despertó codicias, de la cruz impuesta con fuego y del tambor ancestral que jamás se rindió.

La raíz autóctona sigue ahí, profunda y fértil como el agua subterránea que nunca dejó de correr bajo las ciudades coloniales. Fueron ellas —las naciones quechuas, aimaras, mochicas, nazcas, warys, chancas y tantas más cuyo nombre el tiempo no pudo borrar— las que trazaron caminos en el tiempo y en el alma de esta tierra mucho antes de que llegara el acero extranjero.

Luego llegó España, altiva y catequizadora, con la Biblia en una mano y la espada en la otra.

Nos despojó de mucho, eso no hay que negarlo: de templos y fortalezas, de saberes milenarios, de nombres que sonaban como cantos. Pero, paradójicamente —porque la historia tiene estos trucos—, también nos dejó herramientas para nombrar el dolor y para imaginar la redención. Nos hizo conocer a un Dios bueno, aunque a veces sus representantes fueran todo lo contrario.

De ese choque y abrazo forzado —que fue más choque que abrazo, hay que ser honestos— nació una nueva identidad: mestiza, compleja, a veces medio esquizofrénica, pero siempre, siempre viva.

La identidad peruana no es ni completamente indígena ni completamente europea. Somos Así: Ni Chicha ni Limonada.

Nuestra raza es infinitamente mestiza, con sabor a ceviche y olor a pan caliente de horno de adobe. Baila huayno los domingos y recita a Vallejo y Becker entre semana. Canta canciones de Chabuca Granda y se emociona con el Cóndor Pasa en la misma respiración.

Hoy, este pueblo que pareció dormido tantos siglos —como esos domingos eternos de provincia— ha empezado a despertar. Lentamente, como quien se sacude de una siesta colonial que duró quinientos años, abrimos los ojos.

Nos guiamos —o mejor dicho, tratamos de no extraviarnos del todo— en medio de líderes que ahora, y frecuentemente,  confunden la brújula con la billetera. Autoridades que en ocasiones son tan ilustradas como vela mojada, que prometen el cielo para quedarse con el tejado. Políticos que hablan bonito pero que a la hora de los frijoles…

Pero, no todo es desilusión y desencanto. De cuando en cuando aparece una obra decente, un gesto honesto, una política pública que no da vergüenza ajena. Pequeños milagros burocráticos que celebramos como si fueran apariciones marianas en pleno Cercado de Lima.

Y sin embargo —y esto hay que gritarlo desde Tumbes hasta Tacna—, el Perú avanza. Contra todo pronóstico y contra su clase política. Avanza porque su gente no se rinde fácil. Porque el peruano tiene una capacidad innata, casi sobrenatural, para hacer mucho con casi nada.

Porque incluso en la precariedad más brava florece la creatividad, el ingenio, el famoso «rebusque», el canto que alivia penas y la olla común que calma hambres.

«Hay dos maneras de vivir la vida: una como si nada fuese milagro, otra como si todo fuese milagro», reflexionaba Albert Einstein. El peruano eligió la segunda, definitivamente: «Vivimos la vida como si todo fuese milagro»

El Perú avanza por su naturaleza, porque su geografía es un regalo de reyes: somos costa donde el sol besa al mar, sierra donde las montañas conversan con las nubes, y selva donde la vida explota en mil colores. Somos desierto que abraza el océano, altiplano que toca el cielo y Amazonía que es pulmón del mundo. Como si la naturaleza nos hubiera querido dar todos los paisajes para que en ninguno nos sintamos completamente conformes. Y encima de todo, estamos ubicados en un emplazamiento estratégico y sumamente apetecible para los gigantes económicos. Eso, nos da más valor.

El Perú crece no gracias al Estado —que generalmente, es más obstáculo que ayuda—, sino a pesar de él. Crece por el agricultor que madruga con las estrellas, por la madre que cría hijos y saca adelante a su familia. Por el maestro que enseña sin tiza pero con creatividad de sobra, por el obrero y el ingeniero que edifican sin planos perfectos, por el policía que sirve con humildad en lugar de prepotencia, por el funcionario que pone a las personas por encima de los códigos, por el comerciante que trabaja incansablemente, por el hombre religioso que ora y hace obras buenas calladamente, por el vecino que comenta constructivamente, por el joven que estudia con hambre en el estómago y esperanza en el pecho. Por ti querido lector, que nos honras al leer este artículo en lugar de tanta cosa banal e inservible (pero quizás más entretenida) que abunda en las redes.

El Perú crece porque hay algo más fuerte que la injusticia más dolorosa: la voluntad férrea de vivir con dignidad. Porque a pesar de las frustraciones que a veces duelen hasta el tuétano, el peruano tiene una fe irreductible en el mañana. Una fe que no siempre se explica con la razón, pero que se respira en cada mercado bullicioso, en cada romería fervorosa, en cada reunión familiar donde se juntan tres generaciones alrededor de un tamal.

Somos así: Complicados, pero de buen corazón

Y sí, se dirá que somos desconfiados como gato escaldado, individualistas cuando nos conviene, a veces resignados, otras veces clientelistas. Pero lo que muchas veces se olvida —y es bueno recordarlo en estos tiempos— es que el peruano, ante todo y sobre todo, tiene un gran corazón.

Un corazón capaz de compartir lo poco que tiene, de llorar con el dolor ajeno, de reírse incluso cuando las papas queman. Un corazón que canta en quechua las penas y llora en castellano las alegrías, que se indigna con justicia pero no odia con rencor, que sueña alto aunque le rompan los sueños una y otra vez.

Nuestra Gente: El Verdadero Tesoro

Porque el Perú —y esto lo sabe cualquiera que haya caminado de verdad por sus pueblos— no está hecho solo de historia en los libros ni de paisajes en las postales. El Perú está hecho, sobre todo y antes que nada, de su gente.

Gente que hace lo que tiene que hacer sin aspavientos, sin importarle el reconocimiento ni siquiera el apoyo de aquellos a quienes sirve día a día. Gente que madruga a trabajar cuando otros apenas sueñan, que estudia de noche cuando otros se divierten, que construye futuro mientras otros destruyen presente. Que contribuye calladamente sin esperar un mísero gracias.

Y si alguna esperanza real tenemos —y la tenemos, vaya que la tenemos—, no será gracias a los discursos rimbombantes de Palacio de Gobierno, sino por la ternura obstinada de su pueblo. Ese pueblo a menudo ingenuo que, a pesar de todo lo que ha pasado y lo que pasa, aún cree. Aún ama. Aún resiste.

Y aunque a veces parezcamos un país que camina con una piedra en el zapato y otra más pesada en el alma, seguimos avanzando. Quizás no con la prisa que quisiéramos, pero sí con la fuerza que tenemos. Con esa fuerza callada que mueve montañas sin hacer bulla.

Pero también, digámoslo con dolor y sin rabia, hay quienes han elegido otro camino. Almas que, quizás herederas de injusticias antiguas, se han dejado arrastrar por el odio, la desesperanza y el espejismo del poder fácil. Caminan —o más bien, se pierden— por senderos oscuros donde la corrupción es ley, el dinero fácil es bandera y la violencia se vuelve costumbre.

No nos corresponde juzgarlos —que eso lo haga Dios, con la medida exacta entre la misericordia y la justicia—, pero sí podemos y debemos orar por ellos. Pedir que recapaciten, que vuelvan en sí, como hijos pródigos de esta tierra. Porque hasta el más extraviado tiene patria, y el Perú también es su madre. Quizá algún día comprendan que no hay triunfo duradero sobre las ruinas del otro, ni felicidad comprada con la sangre o el silencio. Y si no despiertan, al menos que no nos arrastren con su ceguera.

Porque, a fin de cuentas, como decía un sabio andino entre risas y hojas de coca en algún pueblo perdido de los Andes: «Este país no se cae, hermano… porque el pueblo lo sostiene con el corazón».

Y ese corazón, hermanos, late fuerte. Late con ganas. Late para seguir adelante.

Porque somos un país bendecido. Y punto.

¡Felices Fiestas Patrias!

¡Que viva el Perú, carajo!

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