Viendo aquel paraje, después de tantos años, sin esfuerzo volví a vivir con claridad los mágicos momentos que subsistían desteñidos en mis sueños.
El intenso aroma del bosque de eucaliptos, los pasos apagados en el tapiz de hojas secas, el susurro cómplice de las aguas discurriendo alborotadamente entre las piedras, la tierra amarronada y húmeda, los grillos cantando por doquier, la dorada luz vespertina filtrándose entre el follaje.
Levantando la mirada al cielo, de pronto, nítidamente aparecieron los recuerdos.
Vi tu rostro sonrosado y radiante, tus ojos brillantes y tu sonrisa pícara, creando la más bella expresión que pudiera haber adornado este mundo, enmarcada entre tu alborotado cabello, todo desparramado en la toalla extendida sobre la hojarasca.
Percibí otra vez el hálito dulzón que de ti emanaba, sentí tu respiración agitada y tu risa, sí, tu risa cálida y emocionada, sorprendida de nuestra audacia e imprudencia.
Recordé que entonces, aturdidos por esa incomparable sensación tras el éxtasis, sintiéndonos plenos y absolutamente felices, dueños del mundo y de la vida, con todo un futuro por delante para seguir amándonos, ebrios de felicidad y amor, vivíamos solo el presente, sin reclamarnos nada.
El murmullo del viento entre los árboles me hace levantar la mirada y distingo algunos gorriones, quizá descendientes de aquellos que, indiferentes a nuestra pasión, volaban por encima de nosotros en desenfrenada persecución. Apenas les hacíamos caso, nos bastábamos el uno al otro, ajenos al mundo, sumidos en nuestro remanso de dicha infinita.
El viento y el tiempo nos fueron enfriando y nos trajeron de nuevo a tierra. Así, tomados de la mano, salimos al sendero que nos llevó a la ciudad.
Caminamos con paso lento, tarareando nuestras baladas favoritas, absortos en nosotros; si nos cruzábamos con alguien no importaba, no teníamos ojos más que para nosotros.
Al llegar a la Plaza de Armas tomamos un descanso, nos sentamos en una banca a la sombra de las palmeras y unos cucuruchos dulces sirvieron para apaciguar nuestra hambre y postergar nuestra despedida.
Debíamos partir al día siguiente a ciudades distintas para forjarnos un futuro, y viendo el reloj de la catedral susurramos la letra de esa canción: “Reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer, ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez”.
Nos juramos que no sería para siempre, nos juramos permanecer fieles y encontrarnos en todas y cada una de las vacaciones…
Luego, te dejé en casa y, frente a la mirada atenta de tu madre, nos despedimos solo con intensas miradas y apretándonos las manos.
Aquella noche te di una serenata:
“¿Qué será, qué será, qué será? ¿Qué será de mi vida, qué será? En la noche mi guitarra dulcemente sonará y una niña de mi pueblo soñará”.
Pero no pudo ser, el destino nos separó. Nuestros caminos se bifurcaron y la vida nos llevó por senderos distintos. Aquel amor adolescente, intenso como un rayo de sol en verano, se fue apagando lentamente, carta a carta, llamada a llamada, hasta convertirse en un recuerdo lejano, una ilusión etérea que acude a mi mente de vez en cuando para recordarme lo que es amar con toda el alma, sin reservas ni culpas.
Al encontrarnos en el aeropuerto tantos años después, evocamos por breves instantes aquel sentimiento puro que iluminó nuestros días y noches durante aquel mágico periodo, antes de despedirnos con un fuerte abrazo y sonrisas nostálgicas, convencidos de que los grandes amores solo ocurren una vez en la vida.
Al visitar aquel paraje después de tantos años, quise rememorar esos instantes sublimes que nunca olvidaré.