“Uno de estos tiene que ser”, pensaba Clara mirando a los médicos que tenía al frente; dos mujeres y cinco varones. “Las niñas no me sirven, son la vocación andando; al gordo se le pasea el alma; el galán fornido vomitaría si se lo propongo… ¡necesito ayuda, maldición!”, miró con atención a los tres restantes, “uno de estos tiene que ser”
—Doctores —dijo a modo de saludo.
Ninguno contestó; se miraban entre ellos impacientes y algo tensos, “cretinos”, pensó Clara, “siempre con ese airecito de superioridad”
—Por aquí por favor. —Los guio por un pasillo hasta el quirófano donde los esperaba el viejo doctor Aparicio, jefe del servicio de cardiología.
Los siete jóvenes médicos, recién egresados, se presentaban a su primer día del curso de especialización en cardiología que duraría tres años. El famoso doctor Aparicio estaría a cargo.
A fuerza de puntualidad, diligencia, orden y carácter Clara se había ganado la confianza del viejo doctor, al punto que este la había requerido como su enfermera asistente tanto para el curso como para sus casos más delicados. No había sido fácil por supuesto. Nada había sido fácil en la vida de Clara.
Su eficiencia no nacía de una vocación de servicio al prójimo, o por la medicina o algo parecido; nacía de una idea fija, de una resolución que había tomado diez años atrás, cuando recibió la noticia de su beca completa para estudiar en el Instituto Nacional de Enfermería. Aquella vez, al abandonar la casa en la que había trabajado toda su adolescencia, a cambio de un plato de comida al día y unas horas libres para ir al colegio por las noches, ultrajado el cuerpo y lacerada el alma, había jurado, lo tenía bien presente, que nunca volvería a pasar hambre y que jamás volvería a ser esclava. Se hizo enfermera porque así lo había querido el destino, nada más.
Cuando era niña y estiraba la mano por unos centavos, había aprendido a poner en su hermoso rostro una expresión angelical irresistible: sonreía sin separar sus finos labios, solo estirando las comisuras, su nariz recta y fina se hacía más evidente, y de sus ojos emanaba una oleada de ternura que hacía sentirse abrazado a quien la tuviera enfrente. Luego de seis años en el hospital, había desarrollado la habilidad de hacer pensar que llevaba por dentro, según lo que quisiera conseguir de las personas, una honda paz o una profunda pena. Llevaba la ropa siempre holgada, no dejaba notar su belleza corporal, esta estaba reservada para objetivos difíciles y estrictamente necesarios.
A los pocos días de iniciado el curso Clara ya tenía decidido a quién elegir. El doctor André Rey. En el quirófano: frío, calmado, seguro de sí mismo; manipulaba los tejidos seccionados con la serenidad de quien sopesa la calidad de una fina manta; seccionaba órganos y músculos como quien corta el pan en el desayuno; no se alteraba ningún músculo de su rostro, sus pupilas no se contraían ni se dilataban ante la visión de lo que Clara llamaba “porquerías de muertos”. Más ella sabía que no era por entereza o carácter, si no debido a un absoluto desinterés por lo que hacía. “Sin vocación”, pensaba, “¡perfecto!” Fuera del quirófano: Callado, tímido, circunspecto; por el vestir, escaso de dinero; sin atractivo. “Frito, pescadito”, pensaba.
Clara se graduó de enfermera en un instituto público gracias a una beca del gobierno. Con más ahínco que vocación y con más empeño que inteligencia, logró graduarse entre los primeros puestos. Un acerado rencor hacia el mundo la empujaba siempre adelante, el recuerdo de una vida, en especial de su niñez, desprovista de todo, hasta de lo más elemental como para llamarse digna.
Mientras trabajaba y seguía sus instrucciones con la mayor concentración posible, la visión periférica del doctor Rey le decía que la enfermera lo miraba. Clara no solo lo miraba, tenía los ojos fijos en él de forma constante, persistente; mas cuando tenía un segundo para mirarla, siempre la encontraba absorta en su trabajo, atenta a la menor indicación del doctor Aparicio. En esos momentos, fugaces, Clara se mostraba diferente, transfigurada; su apacible, tierno y bondadoso rostro aparecía rígido, afilado, las mejillas aplanadas, todas las líneas que lo definían parecían partir de ángulos rectos, era como un rostro esculpido en madera; la boca entreabierta y la intensidad de su mirada, le daban el aspecto de alguien que observa con gran deseo la fruta más ansiada, a punto de tomarla; la ternura había sido desplazada por una sensualidad magnética y feroz que tenía cada vez más inquieto al joven doctor.
No le fue difícil hacer contacto y entablar amistad. Pasaban juntos los ratos libres, tomaban algo en la cafetería o conversaban calmadamente en los jardines del hospital, salían juntos del turno hasta el paradero y cada quien tomaba el autobús haciéndose adiós con la mano, con cara de “te voy a extrañar” Durante esas charlas cortas y amenas, Clara ejercía su poder de manipulación sin piedad.
Haciendo ver que llevaba por dentro una profunda pena, manifestaba:
—Hay cosas que una tiene que hacer que nadie comprende pero… No, no quiero hablar de eso, olvídalo.
“¿Qué puede apenar así a esta maravillosa mujer?” Se preguntaba el doctor acongojado.
En otros momentos, hacía notar que gozaba de una paz interior apacible y sonriendo con ternura exclamaba:
—Al mundo, André, hay que gozarlo con serenidad y calma; no hay porque correr, ¿no crees?
—Sí, por supuesto —respondía el doctor deseando febrilmente lo contrario.
Muy a menudo además, mostraba su rostro de madera; erotizada al extremo y bebiéndoselo con los ojos sugería:
—No quiero parecer ligera pero… a veces pienso que los ratos libres se deben pasar con quien te guste, sin pensar en sentimientos, solo con quien te guste; es… tan… —se cortaba entrecerrando los ojos.
“Tan…” Repetía André en su cabeza sintiendo un vacío electrizante en el bajo vientre, rogando al cielo que concluyera; ella por supuesto no concluía, dejaba al pobre doctor imaginar, afiebrado, cuanto quisiera imaginar.
El primer beso fue largo y delicado; el segundo, días después, menos largo y menos delicado; y el tercero apasionado, vehemente, salvaje. Clara puso las manos entre ambos y dijo:
—No… no André; esto no está bien, no sabes quién soy…, —y apartando la mirada, dando a entender que tenía dentro algo terrible sobre sí misma, concluyó— no quiero hacerte daño, estoy en algo y no quiero arrastrarte conmigo…
“Iría contigo al mismo infierno”, se dijo André mientras ella se alejaba llorando.
Lo saludaba y pasaba de frente, no salía en los ratos libres, ya no coincidía con él a la salida del turno. André no pudo más y la buscó en su departamento un domingo en la tarde. Ella miró por el visor de la puerta y sonrió complacida, satisfecha.
—Un momento —dijo, y corrió a la ducha.
Salió envuelta en una bata de baño, con el negro cabello mojado y cayéndole sobre los hombros, (siempre lo llevaba bien sujeto en una cola baja).
—Lo siento —se disculpó mirando al piso, sonrojada— estaba en la ducha; pero pasa, pasa por favor, siéntate.
Le sirvió un trago y apuntándolo con el índice, sin decir palabra, salió de la sala. André escuchaba impaciente el sonido de la secadora de pelo, “será mejor que se vista, por Dios”, se decía sintiéndose culpable, sacrílego por imaginarla desnuda bajo la bata. Volvió igual, solo se había secado el cabello que ahora era vaporoso y ondulante, exquisitamente negro y largo.
Tras un pesado silencio Clara emitió un suspiro entrecortado, largo y profundo, como si surgiera de un terrible dolor en sus entrañas.
—Clara… —dijo André mirándola con auténtico amor.— mira, yo… no soy bueno para esto, nunca lo he sido… carajo, es… estoy… enamorado de ti. Vamos, ya lo sabes. —El alcohol hizo efecto, se soltó más— creo que también sientes algo parecido. No sé qué puedes haber visto en mí pero…
—Ay André -suspiró clara mirándolo arrobada.
—Escucha, no hay nada que no haga por ti, si algo has hecho mal lo arreglamos, si estás en algo malo te acompaño, ¡qué diablos!, tampoco soy un santo; solo cálmate y dime qué pasa, por favor.
Clara se debatía en medio de una indecisión atroz, abría la boca para hablar y la volvía a cerrar; miraba al piso, a André, a la pared; se ponía las manos al pecho, se mordía la mano, suspiraba.
—¡Basta! —casi gritó el médico— solo dilo, estás conmigo amor, nadie te va a juzgar… dilo ya— terminó suplicante.
Clara se puso de pie y se acercó a un estante, cogió un papel de color rosado, al hacerlo descuido la bata que libre de su mano se abrió un poco, lo suficiente para que pudiera ver un oscuro pezón erecto y la línea exquisitamente torneada de una pierna. El Doctor Rey recibió una descarga furibunda en la espina dorsal que casi lo ahoga. Se cubrió de inmediato y con la hoja en alto caminó hacia él, se la entregó, volvió a su lugar y miró a la pared.
André leía estupefacto; era una lista; corazón, hígado, riñón, pulmón, retina… Cada término tenía enfrente un precio, y al final la palabra “total” con una exorbitante suma.
—Esto… vamos Clara…, podemos… sustraer drogas…, instrumental, se venden bien, ya lo he hecho antes. Esa, —señaló la caja térmica que había en una esquina comprendiendo porqué estaba ahí— no tenemos que usarla, podemos venderla… y muchas más, pero… ¡órganos!, ¡por Dios!
—Cálmate —dijo ella con voz neutral, sin expresión alguna— En este momento me urge un corazón. —continuó, mirando siempre a la pared— por eso estoy en cardiología, para alejar sospechas, ahí solo hay corazones enfermos. Saldrá de Traumatología; deportista, sano, terriblemente golpeado; hay que ayudarlo André, necesita… morir. Nosotros lo ayudamos y él nos ayuda.
André recibió el argumento y, efectivamente, se calmó un poco. Parecía estar procesando el asunto en medio de un laberinto mental de locura.
Clara lo miró por fin. Parada frente a él se puso la máscara de madera, y despacio, con erótica lentitud, se abrió la bata dejándola caer a sus pies; y se mostró así, entera y total.
—¿Qué dices? —susurró, derrochando lujuria
André perdió la voluntad, se puso de pie y caminó hacia ella, algo imaginario que no lo dejaba respirar se atravesó en su garganta.
—¡Sí!- resolló— ¡sí!, ¡sí!
André miraba al techo de la habitación, desnudo sobre la cama, con los brazos estirados a los costados y con la espalda de Clara deliciosamente recostada contra su lado izquierdo. Apoyada la cabeza entre el pecho y la axila, el lánguido brazo derecho de la enfermera yacía sobre el médico, su mano jugueteaba con los bellos de su abdomen acariciándolo con afecto.
Con el corazón todavía caliente, pero con la cabeza fría después del amor satisfecho, André dijo en un sollozo:
—No… ¡no puedo amor!
“No, no te hagas esto, no te lo hagas”, pensó ella.
—Lo sé, cariño— dijo sin embargo, exhalando comprensión.
—Dime, maravilla mía, pídeme lo que sea; —susurraba él, desbordando amor— ¡dime!, ¡que es lo más preciado para ti!
Clara giró entonces el cuerpo para mirarlo de frente, al hacerlo recogió su brazo deslizándolo entre el mentón y el pecho del médico; André tuvo una sensación extraña, como si un hilo metálico y frío se hubiera posado sobre su garganta, quiso tocarse en un acto reflejo, y en ese momento miró horrorizado que un chorro de sangre saltaba de su cuello hasta la altura de sus ojos para desparramarse en seguida sobre su pecho; trato de gritar pero no pudo, el corte había sido fino y contundente. Miró a la enfermera con los ojos llenos de terror, convulsionando y suplicando ayuda. Clara le devolvió la mirada con angelical ternura, y posando el reverso de su mano en la mejilla del moribundo, con el bisturí todavía entre los dedos, respondió:
—Lo más preciado, para mí, es tu corazón, cariño.
FIN