La mujer llevaba un buen rato fregando un sartén, con los ojos apagados. Parecía estar mirando al ángulo que formaban el fregadero y la pared, pero no era así, estaba encerrada en sí misma; un denso dolor en el alma no le permitía mirar al mundo. Tenía algunos moretones en los brazos, un ojo hinchado, la nariz rota y su dignidad pisoteada. ¡Maldito!, pensaba, te denuncié y no hicieron nada, te denuncié otra vez y no hicieron nada, pero ya no más, ¡antes muerta!
La vehemencia de sus pensamientos fluía hasta su mano que frotaba con más fuerza de la necesaria, provocando que el cuerpo se le moviera con un meneo acompasado y permanente; parecía estar bailando un festejo eterno, con el ritmo del sonido de la esponja contra el sartén que no acababa nunca.
Sentado a la mesa, el hombre la miraba sin verla, escuchando complacido a sus niños que corrían por toda la casa vociferando a todo lo que daban sus pulmones; Conan ladraba en el patio, lo que aumentaba la estridencia que lo hacía sentir mejor. Para él, si había bulla en el mundo, entonces el mundo estaba bien.
Tenía delante su cena: un trozo de chorizo metido en un pan y una taza con café. Los niveles de ira a los que había llegado dos horas antes ya casi estaban en cero, poco a poco iba recuperando su estado anímico habitual, sin imaginar que minutos más tarde, un violento sobresalto estaría a poco de matarlo.
¡Mis cachorros!, pensó con satisfacción mirando a sus hijos que forcejeaban con violencia; ahorita se lastiman y se van a las manos, así se aprende; bien hombrecitos, carajo.
Dele y dele con el maldito sartén, pensó con fastidio. Miró el pan con chorizo como hacía siempre: imaginando los sabores para provocarse un antojo mayor que derivaría en una satisfacción también mayor. Así es con la comida… y así es con las mujeres, se dijo, mirándola.
Un quejido ahogado llamó su atención, giró la cabeza con rapidez y alcanzó a ver al hijo menor que desapareció en el acto; miró el pan y gritó: ¡ven acá!, su vozarrón resonó por toda la casa.
Los ojos de la madre volvieron a la vida, la esponja dejó de sonar, ¡no, por Dios!, pensó mirando al cuchillo con el que había rebanado el chorizo, ¡no te atrevas a lastimarlo otra vez! El hijo apareció en la puerta; tronó el hombre: ¡¿estás llorando?!
El niño se secó una lágrima con el dorso de la mano y, no, dijo. Su padre lo miró a los ojos con toda la fuerza de su brutal autoridad, pensando: no te atrevas a bajar la mirada carajo, no lo hagas; el pequeño no lo hizo, estaba paralizado por el miedo, no pestañeó siquiera.
Está bien, dijo el padre sintiéndose satisfecho, su tono era imperativo, ve a buscar a tu hermano, dense la mano y a dormir; el niño dio media vuelta y se fue.
¡Y ya saben!, volvió a tronar el hombre, ¡en esta casa no hay lugar para maricones, carajo!
Ella suspiró con alivio y se volvió a abstraer, la esponja retomó su labor, él tornó a mirarla.
La mujer tenía puesto un mandil con un bolsillo en la parte inferior, una tira de plástico transparente pegado en el reverso, de modo que al mirarla desde atrás podía verse lo que había en él. En el lado derecho de este bolsillo el hombre vio un pequeño frasco.
¿Qué demonios… está tomando?, se preguntó. El movimiento lateral de las caderas le provocó una súbita erección, cogió el pan y se puso en pie. Bueno, pensó, habrá que arrimarle el muñeco, y si no se aviene qué más da, se palpó el sexo, con forcejeos me va mejor, amigo.
Caminó dos pasos y se paró intrigado a medio metro de la mujer; abrió la boca y de un mordisco engulló medio pan.
En ese momento la mujer se detuvo y con ella pareció que se detenía el mundo, tan absoluta era su inmovilidad que parecía no respirar; como si por algún artilugio mágico se hubiera convertido en una fotografía y en ella se la viera con los hombros encogidos; parecía esperar que de pronto le fuera a llover una roca sobre su cabeza.
Él pensó que había contenido la respiración, como hacía siempre que la tomaba por la fuerza, y eso lo enervó más aún.
Terminó de comer y se limpió las manos en los costados del pantalón, satisfecho. Apremiado por la libido, se agachó para ver el frasco preguntándose si serían anticonceptivos, acercó más el rostro y leyó por fin en la etiqueta: “Cianuro”
El susto que atacó su corazón estuvo a poco de matarlo, dos segundos antes de que cayera muerto.
Fin