Una brumosa y fría mañana de junio, muy temprano, ocurrió un hecho insólito que trastocaría para siempre la vida de los pobladores de Vallemar, hermosa bahía en el pacífico sur, llamada así por la generosidad de su geografía: El río que desemboca un poco al norte, forma, a dos kilómetros de la playa en línea recta, un hermoso valle cuya exuberancia sustenta el alimento de la región entera.
Hacia el sur, algo alejado del pueblo, agricultores y pescadores liderados por la viejísima Sor Carmela,
habían construido un pabellón con veinte aulas al que pusieron un letrero que decía: —Escuela Primaria Corazón de María— En aquellos tiempos, (cuatro décadas serán), todavía no ostentaba el apelativo de «Puerto de Vallemar», como hoy.
Aquella mañana el conserje, Ludovico, fue arrancado del sueño por un estruendo subterráneo que estuvo a poco de matarlo de un infarto.
Todavía temblaba cuando llegaron los primeros alumnos y profesores que, atónitos, presenciaban aquella oquedad monstruosa que parecía partir en dos a su querida escuela; el primer y segundo grados, antes contiguos, aparecían separados por una grieta que amenazaba con tragarse al edificio entero en cualquier momento.
Todavía viven algunos, ancianos que anteponen la frase «antes de la grieta», o, «después de la grieta», para relatar algún acontecimiento vivido en su querido Vallemar.
No solo la escuela había sido pues partida en dos, sino también la vida y la historia de los habitantes, propios y foráneos, que en mayor o menor medida se vieron afectados por aquel inexplicable suceso.
Antes de la grieta, el señor Juan Palacín Azcarsa, profesor de música, foráneo sin duda, llegaba presuroso a la escuela mucho antes de lo que mandaba el horario, en busca de su dosis diaria de felicidad, sin imaginar que su vida cambiaría dramáticamente en los siguientes días.
Digo sin duda, porque de solo mirarlo esta se diluía por completo. Debía estar en los treinta, era de mediana estatura, y tan flaco, que parecía que la ropa que vestía estuviera colgada en un perchero y no puesta en él. Tenía los hombros siempre encogidos, la espalda ligeramente encorvada, la cara inclinada hacia delante de modo que, para mirar de frente tenía que mirar para arriba, y las manos siempre entrelazadas sobre el pecho. En su cara larga de pómulos hundidos había dos rasgos que marcaban claramente su carácter: Los ojos, grandes y caídos hacia las sienes, irradiaban una expresión de desamparo que provocaba un inexplicable impulso por socorrerlo. Y la boca, de labios delgadísimos y siempre entreabiertos, hacía un gesto permanente de desconcierto que provocaba el impulso de preguntarle si se encontraba bien. Era un hombre que, por sus gestos, maneras y ademanes, parecía estarle ofreciendo disculpas al mundo de manera constante.
La dosis diaria de felicidad del profesor Palacín tenía una duración de sesenta segundos exactos; contados desde el instante en que posaba ambos zapatos en el piso de la sala de profesores del «Corazón de María». Ya dijimos que llegaba con bastante anticipación, pero había alguien que llegaba más temprano aún, y estaba, invariablemente, sentada ahí, de perfil y leyendo, calificando exámenes o promediando calificaciones.
La observaba a su antojo, admirando la pulcritud de ambos moños aplastados contra las sienes; el cabello, a pesar del tenso peinado, se adivinaba tenaz y ensortijado; un pañuelo de colores rodeaba su cuello; la blusa, blanca o azul según el clima, terminaba exactamente debajo del mentón, tan ceñida que dejaba adivinar, de manera sutil, la presencia de un par de senos de por lo menos veinticinco años de edad; la falda, del mismo material y color, era amplia y dejaba ver: sentada, cinco centímetros de tibia, y parada media pantorrilla; zapatos de tacón pequeño y medias de vestir. Ni delgada ni rolliza; sinuosa y sugerente; pequeña, comparada con él.
Esta contemplación duraba cinco segundos y ocurría diariamente, salvo feriados y descansos, desde que el profesor Palacín llegara, traído por Sor Carmela, para inculcar la cultura a través de la música en los niños de Vallemar. Nunca hubo petición ni permiso, solo ocurrió, y se estableció así una rutina tempranera entre ambos que llevaba ocho meses ya.
No había movido la mujer una pestaña siquiera, y el profesor decía:
—Humm…
Ella levantaba los ojos, negros y redondos, y separando sus carnosos labios le regalaba el destello de dos hileras de blanquísimos dientes en una alegre sonrisa que iluminaba su terso y tostado rostro, tanto como el interior del músico que a estas alturas bullía de felicidad.
Es ahí que Juan Palacín Ascarza, el profesor de música, hacía el gesto que podría resquebrajar con facilidad el corazón más pétreo: Bajaba los parpados lentamente hasta casi cubrir la totalidad de sus grandes ojos, muy despacio, y los volvía a subir del mismo modo, el desconcierto de su boca desaparecía por un instante para dar lugar a una mueca amable que pretendía ser sonrisa, y decía:
—¡Oh!
Un tímido rojo asomaba en los generosos cachetes de la muchacha, su naricilla, muy pequeña y respingona, se arrugaba de manera casi imperceptible, y su sonrisa se transformaba en un gesto melodramático de conmiseración.
Catorce segundos habían transcurrido desde el «Humm…»
—Buen día, señorita Mendieta —saludaba con voz grave y cadenciosa, musical. Palabra por palabra, sin apresuramientos.
—Buenos días, profesor Palacín —respondía ella, en tono risueño— ¿Cómo está hoy?
—Bien, por ventura. ¿Y usted?
—Igual, por la gracia de Dios.
Once segundos de conversación.))
El profesor hacía el ademán de ir a la derecha, se detenía y amenazaba con ir a la izquierda, se detenía también, por fin giraba sobre sí, caminaba tres pasos y depositaba el maletín en el estante que estaba en frente de la señorita Mendieta que lo seguía con los ojos, volviendo a sonreír.
Sabiéndose observado, sentía en el estómago a su corazón que retumbaba como el bombo de la banda escolar. Volvía a girar sobre sí manteniendo el aplomo, estiraba los brazos sin separar las manos y con un índice señalando al techo, decía:
—Bueno… a trabajar. Que el día le sea propicio, señorita Mendieta.
—Gracias, profesor. También a usted.
—Con permiso.
—Adelante.
Nuevamente parecía haber perdido el norte, giraba sobre sí por tercera vez y dejaba el salón. Habían sido sus últimos treinta segundos.
Tres eran las actividades principales del profesor Palacín: Su salón de clase, el estudio profundo del contrabajo por las tardes, y el análisis de su dosis diaria de felicidad después de cenar.
En el salón, ante los chicos, entre notas, tonos y tonadas el profesor dejaba de ser él, aunque quizá debamos decir que por fin era él; lo cierto es que los hombros se le desencogían, la espalda se le enderezaba, levantaba el mentón y con la batuta en la mano lograba milagrosos resultados en sus alumnos.
Cuando terminaba su clase, apenas cruzaba la puerta, se iba transformando gradualmente en el profesor Palacín que todos conocían.
Por la tarde, entre la lectura y la práctica de aquel instrumento tan complicado como el contrabajo, se olvidaba del mundo.
Y por las noches, trataba de analizar e interpretar cada gesto y cada palabra de la señorita Mendieta desde una perspectiva, según él, realista; porque entendía muy bien que el dolor de la desilusión es mayor, cuanto más lejos se ha dejado llegar a la ilusión.
Su cabeza era un maremágnum de contradicciones cuando intentaba descifrar aquellos sesenta segundos de dicha. El hecho de que estuviera ahí, sentada día tras día, ¿era que lo esperaba?, se decía que sí para decirse al instante que no; el sonrojo era por él, al cabo era esa una afirmación temeraria; la sonrisa era franca y sincera por un rato, para luego ser una solo de cumplimiento; le atribuía a la mirada de sus negros ojos una intensidad mayúscula, y luego esto era solo imaginación suya.
Convencido estaba de que, si él fuera el profesor de educación física, tan ágil, ligero y divertido, podría seguramente sonrojarla; o si fuera el de lengua, tan culto y conversador, tal vez podría hacer brillar aquellos ojos; o el de matemática, tan seguro de sí mismo, resuelto y con tanta personalidad, tal vez podría pensar que ella madrugaba para esperarlo; en fin, de que, si por lo menos fuera como Ludovico, que le hacía conversación como si tal cosa…
El profesor Palacín tenía la habilidad de poner su mente en blanco sin dificultad cuando llegaba la hora de dormir. Visualizaba la figura de la señorita Mendieta que le regalaba su sonrisa y agradeciendo a Dios por lo que consideraba una vida apacible y feliz, conciliaba el sueño.
Nada hacía presagiar un cambio en aquel estado de cosas, lo que tenía al profesor bastante conforme con su suerte, y por momentos un poquito más que conforme; en momentos de optimismo se permitía soñar un poquito más, esperar un poquito más, anhelar un poquito más. Hasta que sucedieron tres eventos que lo obligaron a tomar una determinación.
El primero de ellos devino por un resfriado que lo tuvo entumecido y despierto gran parte de la noche, a consecuencia del cual cerró los ojos bastante tarde y los abrió algo más allá de lo habitual. Llegó retrasado. Antes de ingresar atisbó el interior temeroso de no hallarla; pero ahí estaba, sentada como siempre. Sin embargo, notó algo diferente, un rictus de tensión; tenía el ceño fruncido y el mentón denotaba la tirantez que producen los dientes apretados. Ingresó al salón, ella lo sintió, y él supo que lo había sentido. La señorita Mendieta alisó el ceño, aflojó la dentadura y su rostro volvió a la placidez de todos los días. —¡Me espera pues! —, pensó jubiloso el profesor, y la ilusión creció.
El segundo evento lo propició la naturaleza. Estaba a punto de decir el «Humm» de todos los días, cuando una ráfaga de viento, bastante inusual, entró a rebolear los papeles, las cortinas y la falda de la señorita Mendieta que dejó ver un pedazo de muslo color canela. —¡Santo Dios!— pensó el profesor, y ya no tuvo paz.
No podía sacarse aquella imagen de la cabeza, se le había grabado de tal manera, que era capaz de contar, en esa visión, uno por uno los poros que había en aquel pedazo de piel.
Tenía que poner su mente en blanco para realizar algunas actividades, como entrar en la ducha por ejemplo, y evitar así contratiempos con la libido. Ya no era pues, solo su corazón, el que palpitaba por la señorita Mendieta.
Al tercer evento lo trajo un sueño pesado, y fue el más determinante para el profesor Palacín.
Despertó asustado en medio de la noche; con la sensación, más aún, con la seguridad, de que la señorita Mendieta no existía.
No era que hubiese muerto o se hubiera ido, no. Era un hombre que no recordaba sus sueños, —Soy un hombre sin sueños—, decía de sí mismo; pero aquella noche tenía la certeza de recordar que había soñado ocho meses de felicidad, y que acababa de despertar a una realidad donde todo lo vivido en ese tiempo era irreal. —¡No existe! —, se dijo espantado.
Se sirvió una infusión de manzanilla y sentado al borde de la cama, con la cabeza más en orden, el corazón más tranquilo y la respiración más calmada, pasó despierto el resto de la noche.
Se bañó y se vistió más temprano que de costumbre, pasó por el mercado del pueblo y compro una rosa. —Mejor morir de un sopetón que dé a pocos—, había concluido aquella madrugada de espanto.
Se decía una y otra vez que tendría éxito; tomaba aire, resoplaba y apretaba el paso. Tan concentrado estaba en su propósito que no se percató de la muchedumbre agolpada fuera de la escuela, del murmullo y las exclamaciones de perplejidad de la gente; pasó raudo, sabía que los últimos metros eran decisivos, que si vacilaba sería su fin, y entro decidido en el salón.
No la encontró.
Por primera vez, no estaba.
Sintió un vértigo, sintió frío, miedo, pánico. Se dio vuelta y cayó en la cuenta del silencio reinante; aguzó el oído, percibió por fin el murmullo afuera, salió con tanta prisa que estuvo cerca de darse contra el piso y quedó perplejo. Caminaba por entre las personas como en un sueño para no recordar; mirando la enorme grieta y buscándola, —¿Dónde está? —, se preguntaba.
Hasta que la vio parada junto a Sor Carmela, con una mano en la boca, una lágrima en la mejilla y una tristeza en los ojos que le aplastó el alma.
Recordó que tenía una rosa en las manos, las puso detrás, estrujó la flor y la guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Intentó dar un paso hacia ella, pero le fallaron las piernas, le aflojo el estómago y a duras penas salió de allí.
Ludovico lo ayudo a llegar al baño donde desaguó toda su frustración, toda su vergüenza y lastima de sí mismo, hasta que no le quedaron fuerzas para nada más, y perdió la noción del tiempo.
Cuando volvió a la calle no encontró a nadie, salvo a los policías municipales que resguardaban la grieta.
Ludovico se acercó corriendo y jalándolo del brazo lo apartó de la terrible hendidura. Luego de verificar que se encontraba bien le entregó un papel; era una nota de Sor Carmela comunicándole que se suspendían las laborales hasta nuevo aviso, y que esperara en casa próximas instrucciones.
El profesor Palacín espero tres días sin saber nada de nada, ni de la escuela ni de la señorita Mendieta. Su desasosiego estaba al límite cuando Sor Carmela en persona llegó a su casa para comunicarle que la escuela ya no era posible, sería derribada; los chicos irían a clases en la capital de la provincia y los maestros serían reasignados a otras regiones.
A él lo esperaban en el norte, a dieciocho horas en bus, y debía partir en el acto. Tomó las partituras, el contrabajo y la maleta, no tenía nada más, y aceptó su nuevo destino, o su nuevo destierro, como había vivido siempre: sin atinar a nada.
El vetusto vehículo cruzaba el valle remoloneando, lentamente, dejando atrás a la hermosa Vallemar avivada por la luz del atardecer. Sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás, al vasto verde y marrón de los campos iluminados por el oro mate del sol que moría ya. El azafrán del horizonte se debilitaba poco a poco, empezaba a caer la noche. Miró el anaranjado que pronto sería negro cielo y bajó los párpados lentamente, cuando los volvió a subir una lagrima resbalaba por su cóncava mejilla.
El profesor Palacín, más desamparado y desconcertado que nunca, dijo:
—Adiós, Señorita Mendieta.
Fin
7 com.