En Abancay no hace frío. Es decir, no hace el frío del Cusco o Andahuaylas, ciudades que nos envidiaban por nuestro clima y que trataban de menospreciarnos porque no teníamos aeropuerto. Los abanquinos decíamos en nuestra defensa, que no necesitábamos aeropuerto y que para eso estaban esas dos ciudades que eran nuestras punas. La broma llegaba más allá: Cuando nos tocaba perder en el deporte en alguna de esas dos ciudades, decíamos que nos había chocado la altura. Y es que Abancay está a 2300 msnm y es la ciudad de la eterna primavera, más que Trujillo que también presume de ese calificativo, por supuesto.
En el día, el sol y el calorcito nos hacía buscar a un paletero o chupetero para calmar la sed. En la radio, se podía escuchar la propaganda de las famosas paletas de los Quintana de la calle Grau: “Disparos perfectos al calor y la sofocación… Bam-Bam!!!”. Sus vendedores, paseaban por las calles, los estadios y los espectáculos en el coliseo con la caja amarilla que los caracterizaba.
Nosotros, los de la calle Unión, teníamos cerca a la Sureñita, la paletería de la familia Cuéllar en la esquina de nuestra calle con Díaz Bárcenas. Era casi una costumbre, luego de una tarde de juegos incansables en “la prevo”, alborotar la tienda para comprar las paletas en cualquier mes del año. También, hacia abajo y en nuestra calle, estaba la casa de los Prosopio, cuyo patriarca salía con su triciclo amarillo donde decía “Heladería Ampay”. Y a veces, cuando dejaba el triciclo en su puerta, hacíamos la travesura de sacarle varios barquillos para comerlos como si fueran galletas de champán.
Como en todo, cada barrio debe tener su propia historia. En las calles podías ver a los paleteros de “Ibis” y otros que vendían unas paletas en forma de choclo. Y quienes eran más grandes que nosotros, que éramos niños y adolescentes, preferían ir a la Heladería Mundial, de la familia Casas, donde podías degustar la cremolada más exquisita y a donde pude ir alguna vez invitado por Marco Gamarra por haber completado un equipo de basket en algún juego informal cuando yo aún tenía doce años. Y es que, claro, yo jugaba básket desde pequeño e iba a ver los grandes hasta en los entrenamientos.
En las noches, era un lujo comer un pollito a la brasa. No era barato, porque en una ciudad donde la ganadería es una actividad más natural, la carne roja era barata y la de pollo era más cara, al revés que en Lima. Nosotros comíamos el mejor bistec cuando no había plata y estofado de pollo cuando la familia podía gastar algo más.
Volviendo a las pollerías… tal vez la costumbre cambió, pero en Abancay de los ochenta sólo estaban abiertas en las noches. Y de seguro cada familia tenía su pollería favorita. Tal vez El Farol, que estaba en la calle Arenas, era la tradicional y más concurrida, y era a donde íbamos a comprar pollo para toda la familia, cuando mi papá cobraba su sueldo de fin de mes.
Frente al Hotel de Turistas estaba “La Granja Pollo Brass” y había otras como “El Pico de Oro”, pero también estaban las sin nombre, que por supuesto tenían su toque especial. Recuerdo una que abrieron en la esquina de las calles Unión y Arequipa, al costado de la Botica Belga. Para nosotros era curioso que en ese local, un tiempo funcionaba una tienda de plásticos, luego era una zapatería y en un momento pasó a ser una pollería sin nombre. Un día, al pasar con nuestros amigos, a uno de ellos se le ocurrió comentar: “Mira, ahora es pollería, qué cachoso”. Por eso en mi barrio, la conocíamos como “Pollería el Cachoso”.
No sé si ahora es diferente, pero a veces, cuando nos reencontramos con los amigos en Abancay, quisiéramos ver por un momento el mismo ambiente que recordamos de los maravillosos años, con las paletas que teníamos de niños y con la familia alrededor de una mesa, en la mejor pollería.