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En el vasto escenario de la historia humana, nuestro tiempo emerge con una singularidad inquietante. Son tiempos complicados los que vivimos, y no porque en épocas anteriores reinara la simplicidad. Cada era ha enfrentado sus propios problemas, pero ahora el eco del mundo se ha multiplicado hasta dimensiones difíciles de asimilar.
La tecnología, ha otorgado simultáneamente poder a ángeles y demonios. Nunca antes la verdad y la mentira disputaron un campo de batalla tan expansivo, tan democrático en su accesibilidad y, paradójicamente, tan frágil en sus cimientos y devastador en sus consecuencias.
Umberto Eco lo diagnosticó con la precisión quirúrgica que caracteriza a los auténticos visionarios: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar y después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho de palabra que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles».
La crudeza de estas palabras no busca censurar, sino despertar conciencias. No pretende silenciar, sino invitarnos a la reflexión profunda sobre la responsabilidad que acompaña a cada palabra lanzada al universo digital, en momentos en que la «opinología» crece como la espuma.
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En este maremágnum informativo donde la inteligencia artificial ha alcanzado la capacidad de replicar con inquietante fidelidad la voz y el rostro de cualquier ser humano, ya sea el papa Francisco expresando posiciones teológicas que jamás sostendría, o Mario Vargas Llosa defendiendo ideologías ajenas a su pensamiento, el desafío fundamental ya no reside en el plano tecnológico. Ha trascendido hacia dimensiones ontológicas más profundas, es un reto ético, es una prueba de nuestra humanidad esencial, es un cuestionamiento sobre quiénes somos y quiénes queremos ser en la era del simulacro perfecto.
El engaño, esa sombra que ha acompañado a la humanidad desde la alegoría platónica de la caverna, no constituye una novedad en sí mismo. Lo verdaderamente revolucionario, y perturbador, es la velocidad exponencial de su propagación y la universalidad de su alcance. En el ágora digital circulan audios manufacturados con precisión algorítmica, videos distorsionados que parecen auténticos testimonio de lo real, mensajes que se camuflan bajo el manto de la verdad como lobos con piel de cordero, y en ese laberinto de señales contradictorias, innumerables conciencias se extravían.
Algunos, quizás desde la ingenuidad o la buena fe, se convierten en vectores involuntarios de la falsedad, replicando esos mensajes. Otros, los verdaderamente peligrosos, los manipulan deliberadamente, sembrando la semilla de la confusión como estrategia para justificar lo injustificable, para normalizar lo inaceptable.
Como advirtió Noam Chomsky: «La propaganda es a la democracia lo que la violencia es a la dictadura». En la era de la posverdad, esta afirmación adquiere resonancias inquietantes.
Sin embargo, incluso en la más densa oscuridad digital, resplandece un faro incorruptible. En palabras de Viktor Frankl: «Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias». Y es precisamente esa libertad esencial la que nos permite discernir, incluso cuando todo conspira para confundirnos.
Este discernimiento brilla no solo por la torpeza técnica de quienes fabrican falsedades sin dominar los fundamentos básicos de la coherencia lingüística, confundiendo tiempos verbales, mezclando registros de habla incompatibles, o ignorando las sutilezas estilísticas que caracterizan a cada voz auténtica. Resplandece, sobre todo, porque el corazón humano, cuando permanece vigilante, posee una capacidad innata para reconocer lo verdadero entre la maraña de imposturas.
Existe una melodía secreta en la verdad, una armonía que no necesita alzar la voz para hacerse oír en las profundidades del ser. Como escribió María Zambrano: «La verdad es algo que se da en la intimidad de la persona y que corresponde a la persona descubrirla… La verdad no se tiene, se hace en un acto de comunión». Cuando el alma mantiene su serenidad fundamental, cuando el juicio crítico se ejercita con regularidad, algo en nosotros sabe. Algo en nosotros siente. Algo en nosotros distingue lo auténtico de lo falsificado.
Particularmente, quien cultiva el hábito luminoso de la lectura, ese diálogo con mentes distantes en el tiempo y el espacio, desarrolla anticuerpos intelectuales que dificultan enormemente cualquier intento de manipulación. Como señaló Jorge Luis Borges: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído». El lector habitual adquiere, casi sin proponérselo, un tercer ojo crítico que detecta inconsistencias, que percibe matices, que cuestiona lo aparente.
Por eso, en esta época de máscaras digitales y espejismos algorítmicos, debemos ejercer una vigilancia insobornable sobre las fuentes de nuestras creencias y convicciones. No es suficiente con leer superficialmente; debemos aprender a mirar con la profundidad del alma, a escuchar con la sensibilidad alerta del corazón, a examinar si en lo que recibimos late el pulso del amor, de la coherencia, del bien común.
Como nos recuerda Hannah Arendt: «Nadie que se dedique a pensar sobre la historia y la política puede permanecer ignorante del enorme papel que la mentira ha desempeñado siempre en la historia». Reconocer esta realidad no debe conducirnos al cinismo, sino a una lucidez comprometida.
Porque ciertamente habitamos tiempos de extraordinaria complejidad. Pero también conformamos una generación con un poder sin precedentes: el poder de elegir conscientemente, de filtrar con criterio propio, de cuestionar lo establecido, de declarar con firmeza: esto no refleja la verdad, esto atenta contra la justicia, esto no merece mi aceptación ni mi complicidad.
Y esa capacidad de discernimiento activo, de resistencia lúcida frente a la manipulación, constituye precisamente la frontera decisiva entre una sociedad narcotizada por el engaño y una humanidad plenamente despierta, consciente de su dignidad inalienable. Hagamos caso a José Saramago, qué dice: «Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia».
En el ruido ensordecedor de nuestro tiempo, el verdadero acto revolucionario consiste quizás en cultivar el silencio necesario para escuchar la voz interior que, desde tiempos inmemoriales, nos ayuda a distinguir entre la sombra y la luz, entre la verdad liberadora y la mentira que encadena. Porque como dijo Albert Einstein: «El mundo no está amenazado por las malas personas, sino por aquellos que permiten la maldad».