VERGÜENZA NACIONAL: LA CORRUPCIÓN CONVERTIDA EN NORMA

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Cinco expresidentes tras las rejas y una sociedad que persiste en la complicidad

El Perú carga con un récord que debería avergonzar a cualquier nación que aspire a llamarse democrática: cinco expresidentes encarcelados o bajo prisión preventiva.

Esta procesión de delincuentes que alcanzaron la máxima magistratura del país no es fruto del azar ni un capricho del destino: es el reflejo preciso de un Estado capturado, de instituciones corrompidas hasta la médula y de una clase política que ha convertido el saqueo en su verdadera vocación.

Los cinco expresidentes en prisión

Alberto Fujimori (1990-2000) Condenado a 25 años por crímenes de lesa humanidad y corrupción, con una primera pena de 6 años en 2007 y otra en 2009, por 25 años por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta. Sentencias adicionales por peculado y espionaje. Falleció en libertad el 11 de septiembre de 2024, pues fue excarcelado por consideraciones humanitarias.

Alejandro Toledo (2001-2006) Extraditado desde Estados Unidos en abril de 2023, hoy cumple condena de 20 años y 6 meses por sobornos de Odebrecht y está recluido en el Penal de Barbadillo.

Ollanta Humala (2011-2016) Condenado en abril de 2025 a 15 años de prisión junto a su esposa Nadine Heredia (ella, fugó a Brasil). Su delito es el de lavado de activos relacionado con el caso Odebrecht. Cumple condena en el Penal de Barbadillo.

Pedro Castillo (2021-2022) Preso desde diciembre de 2022 . Enfrenta juicio por rebelión, abuso de autoridad y alteración del orden público, y ha sido condenado a 11 años y 5 meses de prisión por el delito de rebelión.

Martín Vizcarra (2018-2020) Condenado a 14 años de prisión por cohecho. Delito comprobado: recibió 2.3 millones de soles en coimas como gobernador regional de Moquegua. El tribunal determinó que la prueba fiscal reunida «acredita con grado de certeza la responsabilidad penal de Vizcarra» y le asignó 6 años de cárcel por los hechos vinculados al proyecto Lomas de Ilo y 8 años por el convenio para la edificación del Hospital de Moquegua. Además, fue inhabilitado por 9 años para ocupar cargos públicos.

Como antecedente histórico, debemos citar a Augusto B. Leguía (1908-1912 y 1919-1930). Derrocado en 1930 tras su «Oncenio» y encarcelado en la isla penal de El Frontón y luego en el Panóptico de Lima. Murió en prisión el 6 de agosto de 1932 y es, a la fecha, el único presidente peruano que ha muerto estando en prisión.

También es necesario mencionar otros casos notables sin encarcelamiento:

El de Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018), que estuvo en arresto domiciliario desde abril de 2019 y actualmente en libertad provisional aguardando juicio por presunto lavado de activos.

Y el de Alan García (1985-1990 y 2006-2011). Investigado por el caso Odebrecht y qué nunca reconoció su culpa, habiendo desafiado a la prensa y a la justicia con una frase que se hizo clásica: «Demuéstrenlo pues, imbéciles». Se quitó la vida el 17 de abril de 2019 cuando la policía estaba a punto de detenerlo.

Los otros casos de Vizcarra

Vizcarra personifica la hipocresía elevada a categoría de Estado: se presentó como paladín anticorrupción mientras acumulaba procesos que revelan la verdadera naturaleza de su mandato.

La pregunta surge lacerante: si robó algo más de 2 millones de soles siendo apenas gobernador regional, ¿cuánto más habrá saqueado al alcanzar la presidencia?

Caso «Los Intocables de la Corrupción»

La Fiscalía investiga a Vizcarra como presunto líder de una organización criminal que habría operado en Provías Descentralizado para direccionar obras públicas millonarias. La tesis fiscal sostiene que colocó funcionarios estratégicos en Provías y el MTC para ejecutar un sistema de cobro de sobornos en licitaciones de proyectos como Samegua, Tintay y Pampas, cuyas adjudicaciones superan los cientos de millones de soles. Colaboradores eficaces admitieron haber recaudado millones en coimas que fluían «hacia los de arriba», señalando a Vizcarra como beneficiario indirecto. El 8 de noviembre, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales declaró procedente la denuncia, aunque el expresidente niega las imputaciones.

Caso Richard Swing

Entre 2018 y 2020, el Ministerio de Cultura contrató irregularmente a Richard Cisneros por S/ 175.000, de los cuales la Contraloría determinó que S/ 155.400 fueron pagos indebidos. La Fiscalía investigó a Vizcarra por presunto tráfico de influencias y peculado, pero en febrero de 2025 un juez supremo cerró el proceso por haberse presentado fuera de plazo, pese a que la Procuraduría solicitaba una reparación de S/ 575.400. Ambas entidades apelaron y la Corte Suprema programó audiencia para octubre de 2025, sin pronunciamiento definitivo hasta la fecha.

Caso Vacunagate: cuando el poder se vacuna primero

En 2021 se reveló que más de 400 personas recibieron irregularmente dosis experimentales de Sinopharm durante la pandemia, entre ellas Vizcarra, su familia y la ministra Pilar Mazzetti, todos vacunados en 2020 fuera del ensayo clínico autorizado. El mismo que pronunciaba discursos sobre transparencia se vacunaba violando protocolos mientras miles de peruanos morían esperando acceso a las vacunas. En abril de 2021, el Congreso inhabilitó a Vizcarra por 10 años, decisión ratificada en 2024 por el Tribunal Constitucional. En 2025, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales recomendó denunciar penalmente a Vizcarra y Mazzetti por concusión, señalando que usaron sus cargos para acceder indebidamente a vacunas experimentales. El proceso continúa como uno de los mayores escándalos ético-políticos derivados de la pandemia.

La corrupción como arquitectura del Estado

Pero los presidentes de la Republica no son los únicos implicados, hay presidentes regionales, alcaldes y muchísimos funcionarios encarcelados o con procesos. Estos casos evidencian auténticas mafias operando desde el corazón mismo del Estado.

La corrupción ha alcanzado niveles de sofisticación inquietantes: redes organizadas con funcionarios títeres en posiciones estratégicas, sistemas de recaudación de sobornos perfectamente engrasados, mecanismos de lavado de dinero con empresas constructoras nacionales e internacionales, y estructuras jerárquicas diseñadas para proteger a los cabecillas.

Los expertos afirman que los casos que salen a la luz son apenas una fracción mínima del total. La corrupción se ha profesionalizado a tal nivel que resulta casi invisible.

Y lo más perturbador es que todos lo saben, todos lo ven, pero la impunidad persiste como norma inquebrantable.

Hay funcionarios sin bandera política que aparecen una y otra vez en diferentes gobiernos, siempre fieles servidores de los intereses del saqueo, siempre protegidos, siempre intocables.

Son las piezas que garantizan la continuidad del pillaje, independientemente de quienes tengan el poder.

El clientelismo político ha pervertido completamente la administración pública. Los cargos no se otorgan por mérito sino por lealtad. No se buscan profesionales capacitados sino cómplices confiables.

Esta lógica genera una cadena de complicidades donde funcionarios sin las competencias técnicas adecuadas ocupan cargos estratégicos, comprometiendo la calidad de las políticas públicas y facilitando irregularidades en procesos administrativos.

El clientelismo crea además una cultura de impunidad estructural. Denunciar irregularidades significa suicidio profesional, mientras que participar del saqueo asegura la continuidad laboral.

La lealtad personal prevalece sobre cualquier forma de rendición de cuentas.

La farsa de la colaboración eficaz

Hay quienes se acogen a la colaboración eficaz y devuelven parte de lo robado, pretendiendo comprar su redención con dinero que nunca les perteneció.

Pero esto no los exime de culpa ni debería convertirlos en héroes de la justicia. La verdad incómoda es que siguen siendo delincuentes que robaron al Estado.

Devolver una fracción de lo saqueado no borra el delito. Muchos colaboran solo cuando son acorralados, no por conciencia moral sino por puro cálculo.

Los beneficios que reciben son desproporcionados: reducción de penas, libertad anticipada, protección. El mensaje es perverso: si robas y te atrapan, delata a tus cómplices y saldrás prácticamente ileso.

La colaboración eficaz se ha convertido en un premio para criminales astutos que calculan fríamente: robar, guardar la mayor parte y devolver solo lo mínimo necesario.

La sociedad contempla cómo quienes saquearon millones salen en poco tiempo, mientras el daño permanece. Estos «colaboradores» no merecen aplausos.

Son ratas que abandonan el barco cuando se hunde, buscando salvarse a sí mismos, no reparar el daño causado.

El sistema judicial que les otorga tantos beneficios es cómplice de perpetuar la idea de que en el Perú el crimen sí paga, siempre y cuando seas lo suficientemente hábil para negociar tu salida.

La normalización del pillaje

La situación es tan grotesca que ya ni siquiera sorprende. La corrupción se ha normalizado hasta el punto de convertirse en una expectativa.

El honesto, el que no roba es visto con sospecha, es cuestionado, rechazado y prontamente obligado a marcharse si no es expulsado antes. No es héroe, es víctima. Hemos llegado al absurdo de que la honestidad es castigada mientras la corrupción es recompensada.

Por eso, en el estado hay muchos incompetentes que en el sector privado no tendrían oportunidad, ya que allí se evalúa la verdadera capacidad.

Los recursos públicos que debían construir hospitales, escuelas y carreteras terminan en cuentas offshore, en propiedades de lujo, en sobornos millonarios. Cada sol robado es un niño sin educación, un enfermo sin medicinas, una familia sin agua potable.

Y mientras tanto, los políticos corruptos transitan con total tranquilidad, acumulan patrimonio inexplicable, colocan a sus familiares en cargos públicos y siguen perpetuando el mismo sistema que los enriqueció.

Pareciera que la captura del Estado es total y absoluta.

Quizás lo que realmente hace falta para romper este círculo vicioso es la incautación total e inmediata de todos los bienes de los corruptos, sin excepciones ni contemplaciones.

Estos delincuentes de cuello blanco seguramente hacen sus cálculos con absoluta frialdad: «me chupo unos añitos, cómo años sabáticos pero a la sombra, y luego a gozar de mis riquezas». Es un simple costo de hacer negocios, una inversión temporal que vale la pena cuando el botín alcanza millones de dólares.

Por eso, la única medida verdaderamente disuasiva sería despojarlos de absolutamente todo lo que han robado y acumulado: propiedades, cuentas bancarias, inversiones, bienes muebles e inmuebles, todo patrimonio inexplicable o adquirido durante el ejercicio de sus funciones. Que se recupere cada centavo en beneficio del pueblo y del Estado que saquearon.

Solo cuando sepan que saldrán de prisión sin nada, completamente arruinados, obligados a empezar de cero como cualquier ciudadano común, quizás entonces lo piensen dos veces antes de meter la mano en las arcas públicas.

Mientras puedan conservar su fortuna mal habida, la cárcel será simplemente un paréntesis molesto en una vida de lujos financiada con el hambre y la miseria de millones de peruanos.

Pero ¿qué podemos esperar realmente si quienes tienen la responsabilidad de crear las leyes son, además de corruptos, profundamente incompetentes?

El Congreso peruano es una colección de mediocres que llegaron al poder no por capacidad o preparación, sino por clientelismo, por ser familiares de políticos, por comprar votos o simplemente por pertenecer al partido correcto en el momento oportuno.

Estos legisladores no tienen ni la formación ni la voluntad para elaborar marcos legales severos contra la corrupción porque eso significaría cortarse las manos a sí mismos.

Son ellos los primeros interesados en mantener las penas bajas, los vacíos legales amplios y los mecanismos de fiscalización débiles.

¿Cómo van a aprobar leyes de confiscación total de bienes si muchos de ellos ya están pensando en cómo proteger sus propias fortunas mal habidas? ¿Cómo van a endurecer las penas si saben que mañana podrían ser ellos los investigados?

La incompetencia se combina perversamente con la corrupción: no solo no quieren hacer leyes efectivas, sino que ni siquiera sabrían cómo hacerlas.

El resultado es un sistema legal diseñado por y para delincuentes, donde la impunidad está garantizada por decreto y la justicia es solo un espejismo para mantener entretenido al pueblo mientras los siguen saqueando.

La complicidad de las víctimas

Y lo más doloroso, lo verdaderamente devastador, es que la sociedad perjudicada, aquellos que son despojados, burlados y tratados como necios, todavía se compadecen de esta clase cuando caen presos. Todavía hay quienes lloran por estos delincuentes, alegando persecución política o injusticia. Esa es quizás la mayor victoria de los corruptos: haber convencido a sus víctimas de que son ellos los victimarios.

Mientras esa mentalidad persista, mientras sigamos siendo una sociedad que perdona y olvida, que se compadece de sus verdugos, seguiremos siendo un país de oportunidades infinitas para los ladrones y de esperanzas muertas para los ciudadanos honestos.

Cinco expresidentes tras las rejas y una sociedad que persiste en la complicidad: el Perú no solo enfrenta a sus verdugos, sino al espejo implacable de su propia tolerancia. Y ahora, cuando se aproximan nuevas elecciones, se abre una oportunidad auténtica —tal vez la última por mucho tiempo— para quebrar este ciclo de indignidad y elegir, con lucidez y coraje, a autoridades que honren el mandato que el pueblo les confía. Porque solo cuando rompamos ese pacto silencioso con la corrupción podremos dejar de marchar hacia el abismo y empezar, al fin, a levantar la frente con dignidad.

¡Pensemos!

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