Jon Beasley-Murray, uno de esos brillantes académicos gringos, consigna en su blog su viaje por el Perú, en busca de Arguedas. Esto de viajar para acercarse a la realidad de un escritor que uno admira no es cosa rara. Lo raro es que se haga por Arguedas, y por la difícil geografía de los Andes, hostil para los acostumbrados al confort del primer mundo. Emociona leer sobre el paso de Beasley por la Universidad la Molina, por Puquio, Andahuaylas y finalmente Abancay, mi tierra. Me hubiera gustado ser su guía.
A mí también me animaron fuerzas similares, pero vinculadas al cine. Viajé a New York 5 veces, y en las 5 no dejé de visitar Coney Island, donde transcurre la última escena de la película “Los guerreros” (The Warriors). Es una película urbana que me fascina, entre muchas cosas, por la presencia ubicua de la radio. Yo, que nací en los Andes, no vi un televisor sino hasta el año 1977. Antes, solo conocía la radio. Por la radio conocí a Los iracundos, a Adamo y a Tormenta. Por la radio escuchaba el paso de los coches de Los caminos del Inca por otras ciudades, antes de su llegada a Abancay. Por la radio seguía el heroico trajinar del equipo Miguel Grau por la Copa Perú.
Un día, leyendo que Chateaubriand –mi ídolo- posiblemente escribió sobre lugares donde jamás puso un pie, mintiendo desde la infinitud geográfica de su biblioteca, se me ocurrió escribir un ensayo-novela sobre un viaje a la sierra del Perú en busca de Julio César Mezzich. El viaje sería ficticio y digresivo, como el de Chateaubriand por Jerusalén. Y en lugar de centrarme exclusivamente en las huellas de Mezzich, me hubiera ido por las ramas, hablando de todos los temas posibles: la naturaleza de los eucaliptos, el insecto palo, las lagartijas de los campos abanquinos, los juguetes improvisados de los niños campesinos, los auquénidos, el té de papa como cura milagrosa para los males nerviosos, etc.
La elección de Mezzich no se basaba en la admiración, sino en el misterio. Y no el misterio de su desaparición, que es el que interesa a todos; sino el misterio de su aparición, que me interesa a mí. Porque a menudo, a lo largo de mi vida, ha rondado por mi cabeza una pregunta esencial: ¿Cómo es posible una ruptura absoluta con la casta, la familia y el legado de la burguesía urbana? ¿Cómo es posible que un estudiante de medicina con el futuro asegurado decida, tras años de cavilación y activismo, irse para siempre a los Andes y hacerse, literalmente, campesino? Mezzich no solo terminó hablando quechua, sino que además se casó con una comunera y vivió el resto de su vida como líder indígena.
Pero ese era solamente el punto de partida de mi novela. Una novela que nunca escribí. Y como las cosas tienen siempre su momento preciso, sé también que no la escribiré.
(De las poquísimas fotos que sobreviven de Mezzich)