VIAJE SIN RETORNO

por S. Doroteo Borda López
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Reinicio

El sol del mediodía tostaba inmisericorde. El viento soplaba con fuerza, levantando polvareda cargada de arenilla, que me latigaba el rostro y se metía en los ojos.

En millones de años —con perseverancia y constancia, como todos los ríos del mundo—, el Pachachaca ha ido abriéndose paso entre las montañas, rompiendo las entrañas de los Andes.

¡Pachachaca, río andino, ¿adónde vas sin parar?!

Sentado a su orilla, me divertía lanzando cantos rodados (qollostas, decimos en quechua) a la correntada. El río me correspondía salpicándome sus aguas. También me distraje echando piedrecillas planas a ras de las aguas. Los guijarros, en pocos segundos, dando saltitos cada vez más pequeños, se sumergían en el centro del río…

Una vez más, los cuestionamientos me aguijoneaban: ¿Y si todo esto no tiene sentido? Tal vez, estamos echados al ciego destino. En ese caso, ¡hummm!, ¡viajamos sin retorno hacia lo desconocido!

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros, medianos y más chicos, allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos” (Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre).

Se cuenta que un filósofo griego, Heráclito (540 a.C.), llamado “el oscuro”, lloraba desconsolado junto a un río, pensando en la imposibilidad de detener la realidad, sometida al continuo devenir. Viendo que nadie podía bañarse dos veces en las mismas aguas del río, habría acuñado el panta rei (πάντα ρει), “todo cambia”, que el fuego, siendo elemento destructor de cuanto toca, era el símbolo de la realidad cambiante.

Cuando un airecillo fresco rizaba suavemente las quietas aguas de una poza cercana, advertí la presencia de arañitas veloces y vivarachas cazando mosquitos por entre las qollostas e incluso corriendo como si nada sobre el agua. Río arriba y río abajo había familias enteras bañándose en las pozas. Y en ese momento, río arriba, apareció un muchacho sonriente, muy acomodado sobre una cámara de llanta de carro, desafiando las correntadas. —¡Qué osadía!, pensé—. En efecto, en un momento dado, parecía que iba a ser revolcado por la cascada, pero él supo sobreponerse y siguió con su odisea, hasta desaparecer en el siguiente recodo…

Y todo pasó en poquísimo tiempo. ¿Qué es el tiempo? El tiempo huye y huye… Al respecto, la Biblia enseña que “todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora…; tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar…; aquello que fue, ya es. Lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó (Cf. Eclesiastés 3,1-15). “Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pedro 3,8-10); somos como la flor del campo, que deja de ser cuando el viento pasa sobre ella… (Cf. Salmos 103,16).

Pues bien, como dice el adagio popular, “no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista”. En ese contexto, cuando las cosas malas te parezcan eternas, te animo a lograr serenidad. Dios tiene sus tiempos y sus plazos, sin que nada quede al margen de su providencia… Las cosas pasarán y sólo Dios quedará firme, pero nosotros en Él —por su gracia bendita— seremos lo permanente.

“No teman, incluso los cabellos de sus cabezas están todos contados” (Cf. Lucas 12,7). No temas. También el dolor y el sufrimiento entran en sus planes; pero no te quedes ahí tirado en el camino, lamentándote de tus problemas. Procura orar y, si quieres, discútele y peléate con Él… Descubrirás que Él —en el silencio de tu ser— se halla presente en ti, más de lo que crees, asegurándote que no está echado al azar del ciego destino.

Cuando volvía a casa, como que el sol aceleraba su ocaso y las sombras empezaban a apoderarse de todo, desdibujando el paisaje.

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