VOLVER A VER, EL NEGRO DE TUS OJOS

En Comala comprendí, que al lugar 
donde has sido feliz
no debieras tratar de volver
Joaquín Sabina

Facundo siempre estaba pensando que tenía que regresar, a la quebrada, al valle de las azucenas blancas. Su tierra la de los Amancaes milenarios. Una eterna vocación de retorno lo hacía retroceder en el tiempo. Muchas veces se imaginaba aún en el vientre de su madre, tratando de salir y volver al mundo tibio de esa aldea de la ladera, al pie del nevado Ampay. Tenía una deuda con ese terruño, le había dado el calor de la amistad de los niños en el juego, allí había sido feliz la primera y única vez que conoció esa extraña sensación de bienestar, de esa querencia social, de ese afecto grupal que recibía de sus pares en las calles, en el cine y en el colegio. Cuando creció Facundo, sintió el sabor dulce- amargo del amor. A los quince años pensaba que todas las sensaciones de la vida ya se le habían dado, incluyendo el sexo en solitario.

Para él, la felicidad estaba hecha de azúcar de melcocha pegajosa la que se ata fácilmente a la memoria y nunca se disuelve. Ese dulzor que siempre regresa como recuerdo empalagoso y hace brotar lágrimas y risas de esas ausencias que ya no están, pero que navegan en el barco llamado nostalgia. La pérgola de su plaza, donde jugaba alegre, era la mayor de las imágenes de sus sueños.

Facundo hacía gala de ser un extraordinario recordatorio, pues poseía el don de ser la memoria andante, el pequeño Larousse, que acumulaba en su memoria sonidos naturales, música y todo lo audible. El canto de las tuyas(*)  que cada mañana frente a su árbol de paltas se posaban amorosas atentas al cortejo de apareamiento. El glamoroso árbol de aguacates estaba pleno de sus cremosos y verde-amarillos frutos que se agitaban lentamente con el viento de la tarde y se refrescaban con las lluvias nocturnas, que caían como duchas y les daban el brillo que el sol hacia resaltar al medio día. Facundo, quería tanto esos frutos que era incapaz de sacarlos del árbol.

De niño montaba juegos de vaqueros e indios, donde los apaches se defendían de los disparos de las covoyadas, con hondas de higuerillas(*), la batalla cumplía con todas las formalidades, incluyendo apresados que eran atados a un árbol en la rivera del rio que cruzaba el pueblo, rumbo a encontrarse con otro rio más grande, y este con otro más grande y así sucesivamente hasta convertirse en el Amazonas.

Iba los domingos al único cine del pueblo, donde podía ver a Amparito, con sus amigas de colegio, con sus dos colitas que coquetas ondeaban detrás de sus orejas blancas, Sus ojos negros como carbones, parecían no encajar en su cara color de la luna, color de la perla y nariz perfilada.  Era la primera vez que sentía amor.

Escribía en sus memorias: conocí a Amparito a los ocho o nueve años, una tarde al salir del colegio, mi hermano me esperaba para ir juntos a casa, pero antes paramos en la tienda de Soto que había en la calle principal del centro. Allí llegó Amparito con su uniforme de Colegio, tan linda y risueña. Acompañaba a su madre a hacer las compras. La mire de pies a cabeza ese día y así, la miraría hasta los 16 años en que no dejé de verla. Cada año crecía más y añadía a su cuerpo nuevos horizontes a parte del generoso tamaño de sus senos. Me gustaba más y yo no le era indiferente. Hablábamos como niños, hasta que un día me propuse hablarle de amor.

Una tarde, apenas ocultarse el sol, salió con urgencia de su casa a buscar a sus amigas para coordinar una fiesta del colegio en el Hotel de Turistas. Entró a la cafetería en la que estaban citadas Lola, Margarita y Chani. Aproveché que estaba sola, me senté a su lado y sentí que sudaba, se aceleró mi pulso y advertí una gran agitación. Alcancé a decirle que salga de noche al parque del final de su calle, donde la oscuridad y el silencio reinaban. Me escuchó en silencio, maliciando algo se puso roja como un tomate.

La espere bajo los árboles mustios de los pisonayes del parque, en medio de ese coto borroso, donde solo se escuchaba el chillido de los jesjentos (***). Se acercó a mi tímida, pero entregada como un libro abierto, un libro que uno espera leer. Sabía que le diría “te amo”, cuando fue apenas un susurro y la besé, había esperado desde que tenía ocho años, valió la pena la espera. Me acepto como su primer enamorado, para mí sería no sólo la primera sino la única.

Toque su pelo sedoso y lacio, trate de mirarme en sus ojos negros, allí encontré todos los azules-noches de la vida, que me acompañan hoy. Era para mí, el mundo entero que soñé, el paisaje de su cuerpo, hecho de lomas y curvas de suavidad de rosas. Su beso de miel de abeja, lo sentía en cada pálpito de su corazón joven. Tomé sus manos que se quedaron junto a las mías, frías que me llegaban al alma.  Le dije vas a vivir hasta que muera, tu llanto será el mío, tus cabellos crecerán en medio de los míos, tu piel será la mía, las mismas que recibirán el mismo sol, donde nos encontremos. Viviremos la vida de los autores de los libros que leemos desde niños, gozando y sufriendo de los avatares de nuestra existencia. Seremos felices te lo aseguro, era la expresión pura de la inocencia.

Al poco tiempo de ser enamorados fui a su casa, sus padres habían viajado y estábamos solos. Nos amamos con locura, tanto fue la exigencia de la piel que terminamos desnudos en su cama, descubriendo el amor sagrado de la carne. Lloramos de emoción, eros y cupido nos habían iniciado en el amor de adultos siendo aún adolescentes.

Fue una tarde octubre en que me fui de Amparito. El cerro de nuestra ciudad se iluminaba con un rojo de mandarina dulce. Era una luz triste  como  nunca,  pareciera  que  la  envolvía  el  sonido  del  silencio, convertido en melodía de los Bee gees. La tarde moría con una tristeza de esas que son grises y más negras al fondo. Cuando el Bus se alejaba conmigo, la miraba con el rabillo del ojo adolescente, bañado en lágrimas negras como mi vida. Ella permanecía en una rara neblina para nuestro pueblo. Cada vez se alejabas más y se veía pequeña en la distancia, pero creciendo ya en mi memoria. Sentí sus labios diciendo adiós: Tomé con fuerza en mi mano el manojo de gallitos rojos del pisonay, ellos no morirán como tú, vivirán conmigo y tú me esperarás, en un otoño como hoy de hojas muertas. Nos veremos una vez más sobre la tierra húmeda, con los secos gallitos rojos que encierran mis manos. Le decía mentalmente.

Luego se perdió en la nada y quería yo, salir del bus corriendo tras de ella, pero el viaje había sido planificado por mis viejos debía llegar a Lima e ingresar a San Marcos.

Haciendo memoria recuerdo que me contaste, en tu única carta, que ese día, a medida que la tarde moría y la noche entraba silente, como nunca, llovió durante toda la noche, casi sin parar. Nuestra calle eran sólo grandes lagunas donde los grillos bebían agua empozada. Unos caracoles hacían artificios gimnásticos para llegar al agua, estirar su cuerpo blando y tocar el agua. Dijiste que mojaste tus zapatos con furia loca, mientras saltabas maldiciendo la hora en la que la máquina de muchas ruedas me llevaba en busca de mi destino, allá donde sería un respetado doctor.

Estando en Lima, Facundo empezó extrañándola a morir, y la nostalgia empezó a instalarse en su transido corazón. La nostalgia le representaba una cruel paradoja, por momentos lo abrumaba la pena, pero también lo llenaba con el recuerdo del amor. La nostalgia le hacía automáticamente revivir las sensaciones de estar con ella, piel con piel, boca con boca, sexo con sexo y la expresión de ese sentimiento llamado amor. Transitaba por ese pasado ya vivido, y soñaba con el futuro que faltó por vivir. Pero el dolor lo volvía de golpe y sopetón a la realidad.

Dice Facundo: Cuando conocí a Cecilia, que estudiaba filosofía en la misma universidad, al escuchar mis cuitas provincianas mi nostalgia y desamor, mis querencias no correspondidas sentencio, después de tomar el vaso de vino en el bar de Capote: “La nostalgia es el amor que permanece”. conmovió mi corazón, pero añadió; estamos hechos para muchos amores y tú serás mi próximo amor, no pude resistirme y nos hicimos enamorados.

Los días con Cecilia sólo fueron un reprís de lo vivido con Amparito, cada abrazo, cada beso, cada acto de amor era a ojos cerrados, la presencia de Amparito estaba allí. Cecilia al saber que nunca me enamoraría de otra me dejó.

Le dedicaba a Amparito una vez cada diez años una elegia de recuerdos, canciones hechas para ella, poemas, escritos y demás, era el tributo al primer amor. Una especie de milagro consuetudinario, mis ojos brillaban como una pantalla tres D. Mi rostro reía sin forma, delgado fino, anhelante de encontrarla. Sabía que esta sonrisa se convertiría en un rictus agrio que un día se desvanecería, convirtiéndose en olvido.

Pronto, pronto la carne que alimentó ese amor será restos para la sepultura me decía en los momentos que la nostalgia se convertía en depresión. Nada quedará de sus ojos negros. Los recuerdos en multitud como embutidos baratos se atropellarán en mi memoria.

Pensaba que morir era mi destino, pues había perdido todo contacto con Amparito, ya no nos escribíamos cartas. Muchas veces pensé que  quizá  vivíamos  en  la  misma  ciudad y  no  nos  encontrábamos.  Mi muerte será un arte, como cualquier otro, -me decía conmocionado- yo lo haría un espectáculo de dos, como fue la despedida de mi primer amor.

Me aliviaba el contacto con mis pacientes, porque sentía que salvaba vidas en el quirófano y ellos se sentían agradecidos y en deuda.

Pero hay un precio a pagar, para minar la ausencia provocada, por hacer un proyecto de vida, sin ella. Hay un precio a pagar para auscultar su corazón y escuchar si late de veras. Si, hay un precio caro a pagar, un precio mayor por el luto, por esa muerte que produce la lejanía. No la cura una palabra o un contacto o un poquito de sangre o una muestra de mi piel o de alma.

La última carta de ella decía:

“Te escribo porque me niego a quedarme con este tu amor lejano, así he sido toda la vida: no aprendí a mentir ni a quedarme con verdades atoradas en mis ojos negros que tanto te gustan, en medio de las lágrimas y el estrés, de vivir amores impuestos a la fuerza”

No sabía a qué se refería, pero intuía de que se trataría, por eso estaba llano a descubrir las tres décadas de ausencia latente. La esperanza que me daban sus cartas me hacía avizorar un final feliz.

“También aprendí, en libros que me recomendaste, y que me veía reflejada, que no me conviene enamorarme porque pierdo la dignidad y que así tenga varios amores, cada uno es como si fuera el único. Y así me pasó contigo”.

Sabía que me amaba y que el tiempo era sólo una variable inconstante y el antiguo tango “veinte años no es nada” sonaba en mi cabeza justificando mi ausencia.

Sus letras estaban frescas en mi memoria:

“No tiene sentido que tú me negaras las cosas, yo no te voy a negar lo evidente, así como tampoco y que yo me hiciera la tonta. Pero, tampoco te voy a mentir diciéndote que mi vida amorosa es feliz”.

Sabíamos que éramos un pedacito de realidad que, aunque fuera ganada por la ausencia se sintió más real que nada. Y yo terco, me negaba a que ese desaparezca así, sin más, sin una despedida, sin un “por última vez” en el que pueda despedirme como se debe. Le seguía debiendo un abrazo, el beso final, el acto de amor último.

Había pasado treinta años en este auto-exilio aceptado, cuando decidí regresar. Ambos estábamos en los cuarenticinco años, cercanos a la edad donde la vejez nos esperaría paciente. Sabía que había un costo por mi ausencia; tres décadas no pasan en vano, las vidas ya habrían sido hechas. Por mi parte mi terca soltería, manejada por la esperanza de volver con Amparito me habían quitado las oportunidades del matrimonio, aunque no del amor pasajero, del amor de la calle, del amor comprado de las bataclanas de los cabarets a los que solía acudir, presto a ahogar la nostalgia en vasos de ron con coca-cola, para terminar en brazos de putas baratas.

Llegue al pueblo que deje atrás y ya no era el mismo, su lento discurrir de una ciudad andina de casas blancas y techos rojos, ya no existía más. La población bullía multiplicada por cien mil, las tuyas, las retamas, los aguaymantos y el sereno bullicio del río, habían desaparecido. Los estudiantes usaban bicicletas o colectivos, ya no se veían caminar alumnos en patotas. Todos tenían ese aire citadino de la capital. Los negocios se habían multiplicado, muchos lugares ofrecían desde comidas al paso hasta televisores en HD. Nada era igual. Había florecido el comercio de la carne de las jóvenes callejeras que ofrecían servicios a hoteles en sus redes sociales y también una red de mujeres atractivas mayores de uso muy exclusivo.

Busqué a Amparito por toda la ciudad y no la hallé, su casa estaba ocupada por extraños y así pasaron los días. Las azucenas blancas ya no se encontraban en los caminos, la caña de azúcar, era sólo un recuerdo y los gallitos rojos de los pisonayes, pareciera que marcharon al exilio.

Al cabo de un mes recibí la invitación de la liga de scort girls, las que me ofrecían las mejores e íntimas compañías. Elegí por azar a Madame Jolie, me recordaba a cierta Mademoiselle Julliette de mis lecturas adolescentes. Convinimos que me encontraría en el último piso del Hotel Sayvva. Esa noche, con el acicalamiento de ley, esperé que tocara mi puerta, decía entre mí, que diferencia habrá entre una scort girl provinciana y las scorts que había conocido en New York.

Cuando abrí la puerta, reconocí a Amparito. Ella no podía reconocerme aún. Esta pasmado, lelo y mudo, como si un vertimento de aguardiente quemara mis entrañas. Mientras me contorsionaba de espanto y decepción, diciéndome a mí mismo:

— He vuelto a ver el negro en tus ojos.

Amparito logró reconocerme y me dijo, sin medias tintas: Facundo, así es la vida.


(*) Tuya: pájaro silvestre y cantor

(* *) Pequeños frutos redondos y espinosos

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