Apagó noventa velas en ambiente de alegría, nostalgia y esperanzas. Don Zenón Gómez Chuima, tronco lambramino que echó raíces en Santa Clarita, San Vicente de Cañete, junto a su hermano Antero, hace más de sesenta años, se mostró ante sus hijos, nietos, hermano, sobrinos, familiares y amigos que acudieron en compacta convocatoria; con una lucidez envidiable, un privilegio.
Con moderación, pero con gusto, brindó por la alegría de su longevidad, los abrazos del calor familiar y los discursos que enaltecieron su presencia en la familia. Gozó de los huainos apurimeños, del arpa y violín que le hicieron bailar con pausas obligadas por algunos achaques propios de su avanzada edad.
Zenón, flanqueado por Antero, su hermano y Efraín, su sobrino.
Zenón emocionado contó con lujo de detalles una anécdota sucedida en Lambrama, cuando tenía seis años, que la recreamos en esta nota de celebración por mi querido tío.
Una mañana fresca, Higidia, madre de los hermanos Gómez Chuima de Lambrama, dispone que sus menores vástagos Andrés y Zenón, vayan a la plaza a divertirse con la presencia de los danzantes de tijeras que, en competencia de acrobacias, pruebas de faquir, castigos con patakiska, tragadas de tijeras, sapos y huevos enteros, atraían a los lambraminos y tenían entre los niños, a sus admiradores.
Danzantes o chinchinas, hacían que los ojos del pueblo enrojezcan de admiración y los de Andrés y Zenón, brillaran de éxtasis. “Cómo quisiera ser un chinchina” soñó despierto el larguirucho Zenón o Simón como lo llamaba su mamá, de figura esbelta, alta, ojos vivaces, y de recio coraje.
Metidos entre las piernas de los adultos que miraban en primera fila a los danzantes; los pequeños hermanos embelesados por el color y calor de los danzaq, dejaron pasar las horas y al percatarse de que no habían cumplido la orden de mamá de ir a la cabaña, poco más de arriba de Uriapo, a las cuatro de la tarde a ayudar al padre, don Julián, corrieron a casa en Tomacucho, asustados y temerosos, como perseguidos por el mismísimo diablo. La plaza ya estaba iluminada con mecheros grandes, colocados en cada esquina.
De prisa y desordenados, avivaron las llamas de la kuncha, para calentar una olla con mote. Cuando Andrés se esmeraba en soplar la fukuna, llegó mamá Higidia, acompañada de sus propias sombras, con la mirada que asustaba hasta a los cuyes. “Imatan ruwainkichis, qella maktakuna” ¿Por qué no están en la cabaña, llevando el almuerzo a su padre? “Fawaichis, upaquna”. Tenía un leño en la mano.
Los dos chiuchis salieron corriendo calle abajo, hasta Chacapata para enrumbar a Chucchiumpi y seguir escalera arriba, con destino al cielo del mirador. Andrés se detuvo en Yarqapata. “Yo me quedo, ve avanzando, ya te alcanzo”, pero Zenón, que ya conocía el picor doloroso de los latigazos en el siki, siguió cuesta arriba. No había ni frío, ni viento, ni miedo que lo detenga.
Higidia preocupada por la hora, salió a buscar a sus hijos y al encontrar solo a Andrés. Gritó con todas sus fuerzas hacia las escaleras de Chucchumpi, hacia los cielos, hacia la noche. “Simoncha… yau”. Nada de nada. Ni el eco de Chipito y Kullunwani, respondió el llamado de mamá.
Entre tanto, sudoroso y con las ojotas que resbalaban en sus pies pequeños, Zenón seguía cuesta arriba, guiado por la claridad de la noche de luna, que dibujaba caprichosas imágenes entre los árboles del camino. “He visto al kukuchi en persona, disfrazado de chilca. Pasé de largo, sin miedo a que me coma, como decían las viejas del pueblo. En Heqerpaiso, ahí nomas, está el diablo vestido de piedra, de árbol, de pakpa. Nada. Yo tenía que llegar a la cabaña” recuerda.
En la prisa tropezó y cayó en un hoyo que los lugareños utilizaban como almacén de papa, y donde el tubérculo se mantenía fresco por varios meses. El hueco estaba lleno de maleza de ortigas o jisa que, que al contacto con las piernas, manos, brazos y cara del menor, dejó hacer valer su poderío.
Desesperado y con dolor por todo el cuerpo, Zenón salió a gatas del hueco y buscó un charco de agua para refrescarse. La idea puesta en la cabaña y pensando en la mirada seria de Julián, llegó a la choza a donde entró con sigilo. Su padre ya estaba dormido y se acurrucó a su espalda.
Julián notó que su hijo quemaba, encendió la lámpara y miró la cara y brazos llenos de ronchas. Zenón, entre lágrimas de dolor contó la tragedia del hueco y ya no recuerda nada más, hasta el día siguiente, ya en brazos de su madre, en su cama en Lambrama.
Estaba doña Cecilia Saavedra, la curandera del pueblo, rezando en quechua y frotando el cuerpo del niño con enjundia, grasa de gallina que siempre había a mano, como medicina de primeros auxilios.
Higidia se prodigaba en llevarle cucharadas de una sopa blanca, que Zenón tragaba con dificultad. El susto y el dolor lo castigaban. Era un caldo de rana o kaira seca, traída desde las alturas, y que se conservaba para ocasiones de emergencia como esta, o para alimentar de energía y fuerza a las parturientas, a las que doña Cecilia atendía con regularidad.
Pasaron las horas, la inflamación desapareció, la calentura bajó y, en el rostro asustadizo Zenón se dibujó una sonrisa fresca y se animó por un segundo plato del caldo de rana. Higidia, abrazó al pequeño. Julián tomaba un café recién pasado, sorbiendo con fuerza. Andrés, todavía con el susto entre sus huesos, jugueteaba en la puerta de la casa, con un trompo hechizo de guarango.
Finalmente, el grito de guerra de Higidia, alborozada. “Mi hijo ya sanó” que retumbó en la habitación y dejó ver su sonrisa abierta en un rostro brilloso que guardaba huequitos salpicados, herencia o secuela de un infantil sarampión o una varicela.