EL SENDERO DE TIZA Y PAPEL

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Hoy pasando por la avenida Díaz Bárcenas frente a las escaleras que dan ingreso al colegio MAJESA, que en sus épocas gloriosas se llamó Escuela Prevocacional de Varones #661, y que siguen estando como hace 50 años atrás, algunos recuerdos afloraron.

Tendría seis años cuando llegué, y me asustó mucho la presencia del director, un hombre enjuto, muy alto, de terno marrón y cabello lacio peinado con gomina. Don Manuel Jesús Sierra Aguilar me recibió con mucha amabilidad, excesiva para un niño tan pequeño al que apenas se le solía prestar atención.

Entonces, el año escolar comenzaba en abril, con el viento fresco acariciando las ventanas, y se despedía en diciembre, justo con la aparición de las primeras lluvias.

Aunque los profesores trataban de impedirlo, nos encantaba jugar bajo la garúa, porque la lluvia verdadera caía recién desde la medianoche hasta antes de que saliese el sol.

 

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Y más, me encantaba volver a casa por el medio de la calle disfrutando de la llovizna, con el uniforme pegado a la piel como una segunda alma. Cuando llegaba a casa empapado, la mamá Quintina daba un suspiro y, con una sonrisa, me proporcionaba ropa seca ordenándome que me cambiase de inmediato.

Al terminar el primer año, mi señor padre, presidente de la junta escolar, me dio el Diploma de Honor, y al recibirlo, feliz comenté delante de todos: «¡Ahora sí, la bicicleta!», que él me había ofrecido si conseguía el diploma. Y se cumplió, Don Julio se apareció aquella tarde con una hermosa bicicleta Goliat de color celeste.

Algunos años después, el mundo que conocía, hecho de pizarrones polvorientos y risas bajo la lluvia, comenzó a desdibujarse. Mi segundo hogar dejaría de serlo, justo cuando añoraba volver a verlo, casi al término de las vacaciones.

Mi padre me informó: —Hijo, este año irás al Colegio Miguel Grau. —Pero… ¿Por qué? —Porque es el colegio más grande y yo también estudié ahí. No había nada que hacer, allí haría Tercero de primaria.

En mi pecho se anudó un temor silencioso. ¿Dejar mi escuela? ¿Abandonar sus aulas, patios y sus sombras amigas? —¿Y si no me gusta? Mamá solo me rozó el cabello con sus dedos tibios y dijo: —Confía, mi pequeño valiente. Tu papá sabe lo que hace. Será un nuevo comienzo.

El primer día en el Miguel Grau, lo afronté con mi uniforme caqui y mi hermosa insignia roja y blanca, que mostraba GUE Miguel Grau y la imagen del «chichito» por debajo.

El colegio me pareció inmenso, estaba recién pintado de color amarillo y hasta las canchitas mostraban líneas blancas recién pintadas sobre el gris cemento.

Al cruzar la imaginaria entrada, pues no había muros, el patio se abrió ante mí como un océano de cemento, vasto y vivo, y en su centro, una banderola con la imagen del «chichito» danzaba con el viento, sus colores susurrándome una bienvenida.

Pero fue la formación, el ritual de los honores a la bandera, lo que me robó el aliento. En la Prevocacional también cantábamos al Perú los lunes, pero aquí, en el Miguel Grau, cada paso resonaba con la gravedad de un juramento eterno.

Los maestros eran altos como faros en aquella escuela. Rara vez los vi faltar o llegar tarde; casi siempre estaban ahí cuando llegábamos.

Si alzaban la voz o me castigaban por mi mal aprovechamiento o por andar distraído, tenía que guardarlo para mí solo, porque si me quejaba en casa, mi queja solo traería otro regaño y quizá otro castigo.

En los patios, las risas parecían tejer un manto de libertad bajo el sol. Los recreos lo curaban todo, eran torbellinos de vida. Correr tras viejas pelotas o jugar el juego de moda era lo más importante. A veces era a los trompos (los de lloque, del maestro Villar eran los mejores). A los porotos y los ñocos, a los coches con chapitas primorosamente decoradas con los números de los coches de carrera de «Caminos del Inca», a los farfanchos o al palito chino.

Me encantaba jugar a los tiros, y tuve uno muy especial que me duró mucho tiempo y hasta ahora lo recuerdo, una canica verde y más grande que las comunes, surcada de vetas luminosas y pesada como si tuviera oro adentro. Se convirtió en mi joya, y cómo me dolió cuando perdí aquel talismán, al tirarlo yo mismo con demasiada potencia contra el borde de una vereda, donde explotó en mil pedazos.

Jugábamos hasta que el suelo desgastara tanto nuestros pantalones, que terminábamos con huecos en las rodillas.

Cuando no estábamos jugando, era todo un honor ayudar o hacer algún mandado para los profesores. Cuando el maestro pedía que llevaras o trajeras algunos libros o sus registros, o nos enviaba por más tizas, era un papel que disfrutábamos y disputábamos.

El profesor Rubén Miranda, mi maestro, no era muy alto de estatura pero tenía una voz profunda y ojos que parecían leer el alma. «Aquí se honra la patria y el colegio. Uñas cortas, cabello corto y uniforme sin mácula. Esto es el Miguel Grau». Su tono era firme, pero amable. Por suerte, el director de mi vieja escuela ya me había acostumbrado a todo eso, y hasta a llevar siempre un impoluto pañuelo en el bolsillo, y uno más, por si hubiese una dama en apuros que lo necesitara.

En el salón, las lecciones no siempre eran divertidas, salvo con algunos profesores que pintaban con gran imaginación a Simón Bolívar galopando por las cordilleras, o a San Martín discursando el 28 de julio.

El Perú cobraba vida en esos relatos: batallas, héroes, fechas que danzaban en mi cabeza —1492, 1821, 1824— como notas de una canción que aún no dominaba.

A veces, al pasar por la Prevocacional, alzaba la vista hacia sus muros cansados, sintiendo un eco de trompos y tizas rotas en el alma. Pero luego apuraba el paso hacia el Miguel Grau, donde me esperaban mi bandera y las historias que me hacían soñar.

Así, entre patios que cantaban y salones que susurraban, guardé en mi corazón dos escuelas. Ambas me enseñaron que ir a clases no era solo trazar letras o sumar números; era tejer días que, como hilos de luz, se enredarían en mi memoria para siempre.

Antes de 1980, los sistemas educativos, como el reflejado en mi nostalgia, se erigían sobre un pilar de respeto mutuo entre profesores y alumnos. El maestro era una figura de autoridad incuestionable, casi un segundo padre, cuya palabra resonaba con peso moral y académico.

Se priorizaban valores como la disciplina, el honor y el orgullo patrio, tejidos en rituales como los honores a la bandera, en desfiles o en tareas simples que inculcaban responsabilidad.

La educación no era solo un medio para aprender letras y números, sino un vehículo para formar ciudadanos íntegros, conscientes de su historia y su deber.

Hoy, en cambio, el panorama educativo ha virado hacia la flexibilidad y la tecnología, pero a menudo a costa de esos principios.

El respeto se ha erosionado: los maestros enfrentan agresiones e incomprensiones de padres y alumnos, y la autoridad que antes inspiraban se diluye en un sistema que privilegia resultados cuantitativos sobre la formación humana.

La historia, la filosofía, la religión y los valores cívicos, antaño ejes centrales, han cedido terreno a currículums pragmáticos, dejando a muchos jóvenes sin arraigo cultural o ético.

La imposición de ideologías de género en la educación básica desdibuja la esencia de la enseñanza al priorizar agendas políticas sobre el desarrollo integral del niño. En lugar de fomentar valores universales como el respeto y la tolerancia, introduce conceptos complejos que confunden identidades en formación, desplazando tiempo y esfuerzo que podrían dedicarse a fortalecer conocimientos fundamentales y principios éticos.

Si aquello era rigidez, al menos era un andamiaje sólido; lo de ahora, con toda su modernidad, a veces parece un edificio sin cimientos.

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