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En un pueblo enclavado en el sur de los Andes peruanos, vivía Don Mateo, un anciano bodeguero de manos rechonchas y sonrisa eterna. Su establecimiento, una casita de adobe con techo de tejas rojas, olía a limpio y a historia.
Ese, como muchos de los pueblos de la Sierra, era un pueblo de contrastes llamativos había quienes tenían mucho y otros, la mayoría, tenía muy poco.
Los primeros vivían en casonas de dos pisos con balcones bonitos, grandes ventanales y habitaciones luminosas, los otros, habitaban en chozas humildes de barro y paja, de pequeñas ventanas y cuartos oscuros.
En el centro del pueblo estaban los comerciantes y artesanos todos ellos alrededor de la plaza donde por las tardes y hasta el anochecer, los niños corrían por las veredas empedradas, entre el sonido de las campanas de la iglesia y el silbido del viento en las montañas.
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Don Mateo, tenía su bodega en una esquina de la plaza y desde ahí, cuando no estaba trabajando, se entretenía contemplando los juegos de los niños.
Él nunca tuvo riquezas, pero tenía algo más valioso: sus manos fuertes, voluntad de trabajo y la alegría de vivir.
Su local era un refugio donde la gente entraba por cosas y salía con el alma renovada.
Además de los artículos que vendía a precio justo, ofrecía siempre a sus clientes comentarios alegres e inteligentes, chistes anécdotas y simpáticas tomaduras de pelo.
La gente iba más por escucharlo que por comprar y Don Mateo, sabiéndolo, se sentía feliz.
A un costado de la puerta tenía un espejo de cuerpo completo enmarcado en madera tallada. Don Mateo decía todo el mundo que era un espejo mágico.
Y la gente así lo creía, porque casi siempre, se veían en ese, resplandecientes.
Un día llegó al pueblo un hombre llamado Evaristo Quintana, un paisano que de joven había sido levado para el servicio militar y regresaba siendo un comerciante próspero que había hecho fortuna en la capital.
Bajó de una moderna camioneta 4×4, luciendo unas enormes gafas de sol y oliendo a un fuerte perfume que impregnaba todo. Vestía pantalón de Lino, camisa de seda y casaca de cuero. Un reloj de oro le brillaba en la muñeca, y su voz era tonante, como si cada palabra suya pesara más que la de los demás.
—Vengo por las «cocadas». —dijo, observando la bandeja con las golosinas hechas con coco rallado, azúcar, claras de huevo y esencia de vainilla. Con algo de nostalgia pero también con cierto desdén.
—¿Cuántas le doy? — preguntó Don Mateo sonriente.
—Pero… ¿tienen registro sanitario?.
—Son las mismas que usted compraba de niño, seguramente. Si no le hicieron mal, es porque son sanas. Se siguen haciendo de la misma manera.
—No, mejor deme algo embolsado de fábrica. No quiero tomar riesgos, es para mis hijos, ¿sabe?. Veamos qué tiene para ofrecerme —dijo, mientras miraba la vitrina de golosinas.
Observó todo con ojos críticos. Finalmente, pidió.
—Deme lo mejor que tenga. No importa el precio.
—Bueno, si no quiere las cocadas escoja usted. Lo mejor para sus niños —dijo Don Mateo sonriendo con su amabilidad habitual y un punto de sarcasmo.
—¡No! —dijo una mujer que apareció en ese instante— Denos una docena de cocadas, nos han dicho que son muy buenas, y tú lo sabes Evaristo. ¡No te hagas!. Si viniste por ellas.
El hombre de las gafas sonrío, mostrando una sonrisa de compromiso.
—¡Está bien!, si así lo quieres —dijo, agregando—. Es mi esposa…
—Claro señora, con el mayor gusto. ¡Bienvenida! Espero que alcancen para completar una docena. Mi esposa hace unas pocas para cada día, ¡siempre se acaban! —concluyó Don Mateo, mostrando una gran sonrisa.
Luego que las hubieron recibido y pagado, ambos metieron las manos en la bolsa de papel y extrajeron una cada uno, poniéndose a degustarlas
—¡Uhm! ¡Deliciosas! — dijo ella.
—Gracias —respondió Don Mateo—. Me alegra mucho que le gusten.
Compraron algunas cosas más y cuando se iban Don Mateo los sorprendió con un inusual pedido.
—Muchas gracias por su compra. Pero antes de que se vayan, quiero pedirles un favor, mirense en ese espejo, y díganme, qué ven.
Evaristo arqueó una ceja, pero se acercó al espejo. Lo miró durante unos segundos y dijo:
—Pues… me veo a mí mismo, obviamente. ¿Qué clase de pregunta es esa?
Don Mateo sonrió.
—Interesante —murmuró—. ¿Y cómo se ve usted?
—Pues… guapo, exitoso, importante. ¿Qué más podría ver?
—¡Yo, solo veo a una mujer contenta! —dijo ella.
Don Mateo asintió, pero no dijo nada más.
Durante esa semana, Evaristo y su familia pasearon por el pueblo, presumiendo su riqueza, pero contradictoriamente, él regateando cada cosa que compraba.
Compró artesanías y productos locales, pero regateó hasta el último centavo. Visitó la iglesia, pero solo para tomarse fotos, no dejó un centavo de limosna. Se burló de los niños que corrían descalzos y criticó las calles sin asfaltar.
—Este pueblo necesita progreso —repetía.
Después de unos días cuando se aprestaban a partir, volvió a la tienda de Don Mateo, como había hecho todos los días.
—¡Vengo por las cocadas!
—Sí señor. Aquí están, un ciento y empaquetadas, tal como lo ordenó su esposa.
—¿Cuánto le debo? —preguntó impaciente.
—Lo acordado, con su descuentito —dijo Don Mateo entregándole una nota de venta junto a la cajita de cartón. Dentro, las golosinas impecablemente acomodadas con papel de seda. Evaristo tomó una la probó, y sonrió satisfecho.
—¡Excelente! —admitió—. Solo espero que no me haga daño.
—No le harán daño, se lo aseguro Si antes, no se lo hicieron, y eso que usted se las despachaba a montones, con las manitas sucias luego de jugar.
—¿Como…? —respondió, Evaristo sorprendido.
—Estuvimos haciendo memoria con mi esposa y claro — afirmó Don Mateo—usted es el nieto de Doña Agripina. Dios la tenga en su gloria.
—Sí, pero no soy de aquí.
—Seguro, pero si creció aquí…
—¿Cuánto es? —cortó Evaristo, mostrándose apresurado, sin poder esconder su turbación.
—Antes de pagar, por favor, mirese otra vez en el espejo —dijo Don Mateo.
Evaristo suspiró, pero se acercó de nuevo al espejo. Esta vez frunció el ceño.
—¿Qué clase de brujería es esta? —exclamó—. Me veo… diferente.
Se quitó las gafas para ver mejor el resultado era el mismo. El reflejo en el espejo no mostraba al Evaristo pulcro y elegante que conocía, sino a un hombre solitario, con grandes ojeras y una expresión de tristeza oculta bajo su arrogancia.
Era el mismo, pero sin el brillo de la vanidad, sin el peso de sus riquezas.
—Ese espejo no muestra lo que tienes, sino lo que eres —dijo Don Mateo con voz serena—. Y a veces, caballero, no es lo mismo.
Evaristo se quedó en silencio. Miró a su alrededor, a la mujer que tejía con paciencia en la puerta de su negocio, al panadero que repartía su pan, a las mujercitas que vendían sus productos sobre mantas en las veredas del frente, a los niños descalzos que reían despreocupados en la calle. Todos eran felices, a su manera.
Se dio cuenta de que había mirado al pueblo con desprecio, cuando en realidad estaba lleno de riquezas que el dinero no podía comprar, y que en el fondo era lo que extrañaba.
Evaristo pagó su cuenta, aquella vez, sin regatear y salió del local sin despedirse siquiera, pero poco después volvió.
—Quiero pedirle un favor —dijo, mirando al suelo, cómo avergonzado— Le dejaré pagado un ciento de cocadas, que quiero que distribuya entre toda esa gente, por favor — concluyó, señalando a la gente que estaba en la calle.
Desde ese día, cada cierto tiempo volvía al pueblo con su familia y luego solo con su esposa cuando sus hijos crecieron y se fueron.
Aún vestía bien, aún conducía su camioneta, pero ahora se detenía a conversar con los niños, compraba sin pedir descuento y, de vez en cuando, dejaba unas monedas en los bolsillos de los ancianos sin que ellos lo notaran.
Con los años, el pueblo cambió, como todo cambia. Algunos construyeron casas más grandes, otros prosperaron en sus negocios, pero lo que nunca cambió fue la presencia de Don Mateo y su espejo. Aún siguió allí, aún después que el partió al llamado del Señor, recordándole a todos que, en la vida, lo importante no es cuánto tienes, sino quién eres.
Y así, en aquel pueblo, la bodega siguió siendo un lugar donde la gente encontraba cosas… y, a veces, también encontraba su reflejo verdadero.