EL ECO DE LAS RISAS

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

No hacía mucho que el mundo de Roberto y Juliancito se había detenido. La muerte de la esposa de uno y la madre del otro, dejó un hueco que parecía tragarse la luz de su hogar.

Cada mañana, al abrir los ojos, buscaban en vano el aroma a café recién pasado, el chisporroteo del tocino en la sartén, el murmullo cálido de su voz entonando canciones que llenaban la cocina. Durante el día, cualquier cosa —la tienda de una esquina, una frase suelta qué escuchaban por ahí, el paso ligero de alguien que se le parecía— los llevaba de vuelta a ella.

Por las noches, su recuerdo los envolvía, y la recordaban sonriendo, y por ratos, hasta la escuchaban, como si nunca se hubiera ido, y al cerrar los ojos pensando en ella, ella acudía cada noche a sus sueños.

La casa, antes un refugio de risas y charlas, se había convertido en un lugar de sombras. Los platos se amontonaban, los muebles acumulaban polvo, y la tarea de recalentar los restos del almuerzo se había vuelto rutina, tan monótona como su dolor.

 

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Roberto, con el peso de ser padre y madre a la vez, intentaba mantener a flote a Juliancito, pero sus propios ojos traicionaban una tristeza que no podía disimular. Julián, con apenas diez años, llevaba su duelo en silencio, aferrado a un osito de peluche que aún guardaba el perfume de su madre. Lo había dejado en un rincón algunos años antes, pero al irse su madre, había vuelto a hacerlo su compañero permanente.

Una tarde, el abuelo llegó sin avisar. Su figura robusta, con el cabello blanco revuelto por el viento, llenó el umbral de la puerta. Sus ojos, aunque arrugados por los años, tenían un brillo que contrastaba con el aire lánguido de la casa. Observó en silencio las cortinas cerradas, los juguetes olvidados de Julián, el cansancio en el rostro de su hijo. No dijo nada, pero su corazón se apretó al verlos atrapados en un invierno sin fin.

Esa noche, el abuelo se puso un delantal que había sido de ella y, con la destreza de quien conoce los secretos de la cocina, preparó una cena que llenó la casa de aromas olvidados: sopa caliente, pan recién calentado en el horno, un guiso que parecía abrazar el alma. Roberto y Julián se sentaron a la mesa, sorprendidos, y por un momento el tiempo retrocedió. Comieron en silencio, pero era un silencio diferente, uno que no pesaba tanto.

Después de la cena, con los platos vacíos y el calor de la comida aún en sus cuerpos, el abuelo carraspeó y dijo:

—Les voy a contar un chiste —dijo, y aflautando la voz continuó— Mamá, mamá, ¡soy el más alto de la clase y el que más sabe!
— Claro hijo, si eres el profesor…

Julián soltó una risita, y Roberto, aunque al principio solo alzó una ceja, terminó dejando escapar una carcajada. El sonido de sus risas, tímidas al principio, llenó la sala como un eco que había estado dormido demasiado tiempo. El abuelo, con una chispa en los ojos, repitió el chiste. Los dos volvieron a reír, aunque esta vez con un dejo de sorpresa. Cuando lo contó por tercera vez, sus sonrisas se volvieron más débiles, y a la cuarta, Julián, con esa franqueza que solo tienen los niños, exclamó:

—Abuelo… ¡Ya no está gracioso!

El viejo sonrió, pero su mirada se volvió seria, como si hubiera estado esperando ese momento.

—¿Saben por qué no pueden reírse del mismo chiste una y otra vez? Porque lo que fue nuevo se vuelve viejo, lo que fue alegre se desgasta. Entonces, díganme, ¿por qué insisten en aferrarse al mismo dolor, día tras día, como si no hubiera nada más?

Roberto bajó la mirada, y Julián apretó el osito contra su pecho.

El abuelo continuó, con una voz que era a la vez firme y suave, como un río que acaricia las piedras.

—La vida, hijos míos, no está hecha para quedarse atrapada en la tristeza. El dolor es como un chiste: al principio te sacude, pero si lo repites una y otra vez, solo te cansa. No digo que olviden a tu madre, a mi hija. Su amor sigue aquí, en ustedes, en esta casa, en cada recuerdo. Yo, la siento en mí cada día. Pero aferrarse al sufrimiento es como cerrar las ventanas para no ver el sol. Ella no querría verlos así, apagados, viviendo a medias.

Roberto sintió un nudo en la garganta.

—Papá, duele… duele mucho.

El abuelo asintió, posando una mano callosa sobre la de su hijo.

—Y está bien que duela, hijo. El dolor es parte de querer. Pero no es todo lo que eres, Roberto. Ni tú, Julián. Hay un mundo allá afuera lleno de cosas que esperan por ustedes: un amanecer que corta la niebla, los ladridos y las piruetas alegre de tu perro, una canción que te hace mover los pies sin darte cuenta. Cada vez que sonríen, aunque sea un poquito, están diciendo que la vida sigue, que ella sigue en ustedes, pero no en la tristeza, sino en la alegría que les enseñó a llevar.

Julián, con los ojos brillosos, murmuró:

—¿Y si no puedo sonreír siempre?

—No tienes que sonreír siempre, pequeño. Solo tienes que intentarlo. Cada sonrisa es una victoria, un paso hacia adelante. Y cuando no puedas, aquí estaré yo, o tu papá, o incluso ese cielo azul que nunca se cansa de brillar desde el que seguramente te mira ella al lado del Señor. La vida es como un camino lleno de piedras, pero también de flores. No te quedes mirando solo las piedras.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Roberto y Julián no soñaron con ella envueltos en lágrimas. Soñaron con su risa, con el eco de sus pasos en la cocina, con la forma en que solía cantar mientras colgaba la ropa. Y aunque el dolor seguía allí, como una sombra que nunca se va del todo, algo había cambiado. Era como si el abuelo hubiera abierto una ventana, dejando entrar un rayo de luz que, aunque tímido, prometía crecer.

Al día siguiente, Julián corrió al patio y, sin saber por qué, persiguió al perro, riendo mientras el animal saltaba feliz a su alrededor, alternando gemidos y pequeños ladridos. El pequeño reía, como gorjeando en medio de los jadeos. Roberto, desde la ventana, los miraba con una sonrisa que dolía y sanaba al mismo tiempo.

El abuelo, sentado en el porche con una taza de café, miró a un gorrión que posado en el limonero se desgañitaba por alegrarlos, entonces pensó en su hija y susurró para sí mismo:

—Sigue brillando, pequeña. Ellos lo volverán a hacer también.

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