TRES LECCIONES DE VIDA

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Bajo el manto grisáceo de una dominguera mañana limeña, cuando el aroma del pan recién horneado aún perfumaba el aire antes de disolverse entre el humo del tráfico, Don Alfredo se movía con parsimonia por su pequeño departamento. Sus manos, arrugadas por los años pero aun firmes como su carácter, preparaban con esmero dos bolsas sobre la mesita del balcón.

La soledad se había instalado en sus espacios desde que la muerte le arrebatara a su compañera, pero su rostro conservaba esa serenidad que solo otorga la sabiduría.

En cada bolsa distribuyó con meticulosidad una sinfonía de coloridos productos, frutas maduras, panes crujientes, conservas cuidadosamente seleccionadas, unos quesos y algunas golosinas. Por último, en cada paquete agregó una manta de polar doblada con la precisión de quien comprende que hasta en los gestos más sencillos puede habitar la dignidad.

Terminaba de ponerse una ligera chompa de algodón sobre la camisa, cuando la puerta se abrió de golpe. Rodrigo, su hijo, irrumpió en la sala como un vendaval de euforia, con los ojos brillantes tras una noche de celebraciones y con el aliento aun impregnado de alcohol, que apenas disimulaba el olor a colonia «After Shave»

 

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—¡Papá, soy un triunfador! ¡Nadie me para! ¡Soy el mejor! —proclamó, extendiendo los brazos como si pretendiera abrazar al mundo entero y hacerlo suyo.

Don Alfredo contempló aquella explosión juvenil con la mirada tierna de quien ha visto muchas tormentas pasar.

—No me cabe duda, hijo mío. Por eso estoy orgulloso, como lo estuvo siempre tu madre —respondió con voz pausada, como agua mansa.

—¡No te imaginas la plata que he ganado! —continuó Rodrigo, embriagado tanto de alcohol como de su propio éxito.

Una sonrisa tranquila iluminó el rostro de Don Alfredo mientras sus ojos, profundos y serenos, encontraban los de su hijo.

—El dinero es solo un recurso en el camino, hijo, nunca el destino final. Espero que encuentres mejores motivaciones y busques tesoros más valiosos que las monedas que llenan tus bolsillos —concluyó, ofreciéndole un guiño cómplice que encerraba todo un mundo de sabiduría.

Rodrigo resopló, impaciente ante aquella filosofía que no encajaba con su momento de gloria.

—No seas plasta, viejo. Vamos a celebrarlo, acompáñame a comer unos ceviches…

—Bueno, pero antes quiero hacer algo. Acompáñame tú primero —propuso Don Alfredo, y entregándole las bolsas, añadió—: Lleva esto al carro, al mío.

—¿A esa cafetera…? Mejor vamos en el mío —protestó Rodrigo, para quien los símbolos de estatus habían adquirido una importancia desmedida.

—No. Mi auto necesita darse una vuelta, y el tuyo es demasiado ostentoso para los sitios a donde iremos —respondió con firmeza, sin espacio para réplicas.

Acomodaron las bolsas en la maletera delantera del viejo Volkswagen, un vehículo que, como su dueño, había resistido el paso del tiempo con una dignidad silenciosa pero innegable.

—¿Me dejas manejar? —preguntó Rodrigo a Don Alfredo, aunque sabía que recibiría una negativa

—No. Lo haré yo. Además con la cantidad de alcohol que llevas dentro, puede pasar cualquier cosa. ¡Sube! —concluyo con una suave orden.

Rodrigo, aún exultante, se acomodó en el asiento del copiloto y comenzó a derramar palabras. Como un río desbordado, relataba sus hazañas empresariales, los negocios cerrados, los elogios cosechados, el premio obtenido y las ganancias futuras que ya contabilizaba como propias e inmediatas.

Don Alfredo conducía en silencio, un silencio que no juzgaba pero tampoco aprobaba. Las calles bulliciosas fueron quedando atrás, edificios y avenidas se desvanecieron hasta dar paso a un barrio tranquilo donde el tiempo parecía fluir a distinta velocidad. Detuvo el vehículo frente a una construcción vetusta, con paredes que contaban historias a través de sus descascaramientos.

Ambos bajaron del auto y un olor peculiar, mezcla de aderezos, medicamentos y desinfectante, flotaba en el aire, y Rodrigo recién se percató de que ahí funcionaba un albergue de ancianos.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Rodrigo, su expresión súbitamente alarmada, como si temiera contaminarse de vejez o abandono.

—Ya verás —respondió Don Alfredo con sencillez mientras abría la maletera y tomaba una de las bolsas, dándosela a su hijo para que la cargara.

En recepción, bastó mencionar el nombre de doña Adela para que una auxiliar, con la sonrisa cansada de quien cuida vidas ajenas, los guiara por pasillos silenciosos hasta una habitación con varias camas. Casi todas estaban vacías a esa hora, la pulcritud de las colchas extendidas testimoniaba un cuidado atento.

Al fondo, mirando por la ventana como quien contempla no solo el paisaje exterior sino también el de sus recuerdos, estaba sentada una mujer anciana. Su piel, tan pálida que parecía transparentar el alma, contrastaba con una sonrisa que poseía la fuerza de iluminar toda la estancia.

—¡Oh, qué sorpresa! —exclamó al verlos, parecía que salían rayos de luz de sus grandes ojos brillantes, y su voz sonó como campanillas frágiles pero melodiosas.

—¿Cómo está, doña Adela? —preguntó Don Alfredo, acercándose a ella con la familiaridad de las visitas frecuentes.

—Aquí pues, disfrutando de la luz y el calor del sol, todavía con vida gracias al Señor —respondió ella, con palabras que, aunque débiles en volumen, rebosaban la fortaleza de la gratitud.

La conversación fluyó entre trivialidades que, en boca de doña Adela, adquirían una dimensión trascendente. Don Alfredo le entregó la bolsa, pidiéndole que la compartiera con los demás residentes según su criterio. Ella asintió con la sabiduría de quien ha aprendido a distribuir los dones con justicia.

Rodrigo bostezó discretamente, su cuerpo incomodándose ante la espera, su mente impaciente por continuar el recorrido. Las despedidas se multiplicaron, pues doña Adela, como muchos ancianos para quienes las visitas son escasas, prolongaba cada segundo de compañía con el arte de enhebrar conversaciones. Su mensaje, cristalino como agua de manantial, revelaba cómo, a pesar de su fragilidad, ella entendía que cada día era un regalo inmerecido y hermoso.

La siguiente parada fue la cárcel, un edificio gris donde las almas parecían decolorarse. Don Alfredo visitó a un antiguo colega, un hombre que alguna vez había sido el alma de las fiestas, dicharachero y expansivo, pero que ahora apenas parecía la sombra pálida de aquel ser vivaz.

—Que gusto me da verte Rodriguito ¡Ya eres todo un hombre! —le dijo un ser escuchimizado y de ojos hundidos, mostrando una sonrisa que alguna vez fue deslumbrante.

Víctima de su ingenuidad, había sido enredado en turbios negocios por timadores sin escrúpulos, cayendo en las redes de la corrupción estatal que terminaron por atraparlo entre rejas, mientras los verdaderos pillos seguían gozando de libertad. Los barrotes no solo habían limitado su espacio físico; habían consumido su espíritu, y su mirada era ahora el espejo turbio de una libertad perdida.

Rodrigo observó aquel encuentro en silencio. Por primera vez desde que iniciaron el recorrido, un nudo se formó en su garganta, una sensación incómoda que no lograba explicar. También para este hombre había una bolsa, un pequeño consuelo material para un dolor inmaterial.

La última parada fue el cementerio. Don Alfredo adquirió un ramo de flores en una modesta florería cercana y se encaminó con paso seguro hacia el mausoleo familiar, como quien visita no un lugar de muerte sino un espacio donde habitan los recuerdos más preciados.

Con la devoción de un ritual sagrado, limpió la lápida de la tumba donde reposaban los restos de su esposa. Cada movimiento, preciso y delicado, convertía aquella tarea en un acto de amor que trascendía el tiempo y la ausencia. Las flores encontraron su lugar, cada pétalo dispuesto como si fuera un pensamiento materializado, un sentimiento hecho color y aroma.

Rodrigo, que había permanecido callado desde la visita a la cárcel, sintió entonces el peso absoluto del silencio que los rodeaba. Desde el funeral, no había vuelto a visitar la tumba de su madre, y de pronto, la ausencia de ella se hizo tangible, pesada como una piedra sobre su pecho.

Inquieto ante aquel silencio revelador, pretendió distraerse mirando su teléfono móvil, lo sacudió con gesto contrariado.

—Aquí no hay señal, viejo —dijo, molesto por no encontrar una distracción para su creciente incomodidad interior.

Fue entonces cuando una mariposa multicolor, como un espíritu de luz encarnado, revoloteó suavemente entre ellos y se posó sobre la muñeca de Rodrigo.

Sorprendido por aquella visita etérea, el joven elevó su brazo muy despacio hasta la altura de sus ojos, contemplando con asombro infantil a aquella viajera alada hasta que, cumplida su misteriosa misión, emprendió nuevamente el vuelo.

—¿Te has dado cuenta, viejo? —preguntó, rompiendo el silencio con voz súbitamente emocionada.

Don Alfredo asintió con una sonrisa enigmática, pero guardó silencio, dejando que aquel momento hablara por sí mismo. Rodrigo lo miró confundido, como un niño ante un acertijo que no logra descifrar.

Tras cerrar la puerta del mausoleo y elevar unas oraciones murmuradas, Don Alfredo posó sus manos sobre los hombros del muchacho en un gesto que era a la vez consuelo y guía.

—Bueno, hijo —dijo con una sonrisa cómplice que iluminaba su rostro—, algunos fines de semana me doy este paseíto para recordar algunas cositas que la vida nos enseña, aunque a veces nos cueste recordarlas.

La luz del mediodía bañaba ahora sus figuras, convirtiendo aquel cementerio en un escenario brillante, casi mágico, para las palabras que seguirían.

—En nuestra primera parada nos dimos cuenta de que la salud no es eterna y que, como la señal de tu celular, solo la echas de menos cuando falta. Así es la salud, solo la extrañas cuando no la tienes. Allí, viendo a la gente que lucha cada instante por cada respiro, entiendes que levantarte cada día, estar sano, sin enfermedades, sin que te duela la cabeza o las rodillas, o hasta poder orinar tranquilo, es como ganar la lotería todos los días. Pero, claro, cuando la tenemos, ni la valoramos. ¡Nos quejamos por tonterías, pero ahí vemos el verdadero sufrimiento y entendemos que no vale la pena andar quejándose por nimiedades!

Rodrigo soltó una risa leve, mezcla de comprensión y ligera vergüenza, y Don Alfredo continuó, con un tono más sereno, pero sin perder ese toque de luminosa sencillez.

—Luego, en la cárcel, te das cuenta de que la libertad es como el aire: no le damos importancia hasta que falta. Poder salir a pasear, comer lo que quieras, ir al cine, o simplemente pararte en la puerta de tu casa… ¡eso no tiene precio! Te das cuenta también ¡qué fácil es perderla! Pero claro, como siempre estamos libres, ni lo pensamos.

Rodrigo asintió, esta vez con una sonrisa más reflexiva, como si aquellas palabras estuvieran encontrando grietas por donde filtrarse en su alma.

—Y finalmente, aquí —prosiguió Don Alfredo, bajando un poco la voz como quien comparte un secreto universal—, te das cuenta de que la vida no es como un contrato de alquiler: no la tenemos asegurada para siempre. Aquí, entre tanto silencio, nos damos cuenta de que el suelo que pisamos hoy puede ser nuestro techo mañana. Nada es eterno, ni tú, ni yo, ni nadie. Y es justo esa fugacidad de la vida lo que hace que cada instante valga oro. Por eso, hijo, hay que vivir con gratitud, con humildad y, sobre todo, con alegría. Porque la vida, aunque corta, es un regalo que no tiene devolución.

Rodrigo miró a su padre, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que sus triunfos y logros materiales no eran lo único que importaba. Algo más profundo y verdadero se agitaba en su interior, como si una semilla largo tiempo dormida comenzara a despertar.

Don Alfredo le dio una palmada en el hombro y añadió con una sonrisa que contenía toda la sabiduría del mundo:

—Así que, hijo querido, cada día hay muchas más razones para festejar. La próxima vez que te sientas el rey del mundo, recuerda estas tres lecciones: atiende a tu salud más de lo que atiendes a tu celular, valora tu libertad defiéndela a toda costa y vive cada día como si fuera el último día de tu vida. Porque, al final, lo que cuenta no es cuánto tienes, sino cuánto disfrutas lo que la vida te da.

Rodrigo sonrió, y esta vez su sonrisa nació no del orgullo sino de la gratitud. Era como si un peso invisible, que ni siquiera sabía que cargaba, se hubiera deslizado de sus hombros dejándolo más ligero, más libre.

El sol los calentaba inmisericordemente cuando padre e hijo regresaron al automóvil. Entre ellos flotaba ahora una comprensión nueva y profunda, un puente invisible pero más sólido que cualquier estructura material.

—Ahora sí, vamos por esos ceviches… —dijo Don Alfredo mientras encendía el motor— pero no olvides estas tres lecciones: valora tu salud, cuida tu libertad y vive cada día como si fuera el último. Debemos ser humildes ante Dios y agradecerle cada día por lo que somos y por lo que tenemos.

El viaje de regreso transcurrió en un silencio distinto, un silencio cómplice y compartido, lleno de comprensión mutua.

Rodrigo ya no sentía la necesidad imperiosa de gritar sus triunfos al mundo. En su lugar, una gratitud silenciosa pero intensa había comenzado a echar raíces en su corazón, por las lecciones que la vida, a través de su padre, le había regalado en aquel domingo aparentemente ordinario, pero en realidad extraordinario.

Mientras el viejo Volkswagen avanzaba por las calles que volvían a poblarse de bullicio, Rodrigo comprendió que acababa de recibir la herencia más valiosa que un padre puede dejar: no fortuna ni propiedades, sino sabiduría para transitar el camino.

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