EL VIAJE DE EULALIA

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

En un pueblito perdido entre las montañas de los majestuosos Andes, en el corazón de un valle de verdes y hermosos parajes, vivía Eulalia, una niña de cabellos oscuros y ojos profundos como el agua de la laguna cercana.

Desde muy pequeña, llamaba la atención de sus padres porque no jugaba con muñecas, como su hermana Francisca, ni correteaba con los otros niños. Ella pasaba horas con la nariz enterrada en los libros que habían sido de su tía Marga. Desde antes, cuando aun aprendía a caminar, le encantaba hojear periódicos y revistas.

Así, aprendió a leer casi sola. Se hacía leer pequeños textos que memorizaba y luego repetía, asociando grafías a sonidos, y muy pronto, ya leía mejor que sus hermanos mayores.

Su madre, sin entenderla, solía bromear diciendo que vivía más en los mundos de papel que en el suyo propio y la incentivaba a integrarse en los juegos de los niños de su edad.

 

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—Hija, ¿no te cansas de leer? —le preguntaba mientras se movía entre ollas y utensilios de cocina, junto al fuego.

—¡Nunca, mamá! —respondía ella sin levantar la vista—. Es que cuando leo, soy más feliz.

Y lo era. Entre las páginas, Eulalia era pirata, exploradora, princesa encerrada en una torre, piloto de Fórmula Uno, guerrera amazónica o científica visionaria. Cada historia le ofrecía un universo nuevo, una posibilidad de vida que su pueblo, aunque cálido y querido, no podía darle.

Una noche, mientras leía escondida bajo sábanas con la luz de su lámpara de noche, algo extraordinario ocurrió. Al pasar la página de un viejo libro de cuentos, las palabras comenzaron a moverse; algunas a desvanecerse, como si el papel las absorbiera, mientras que otras se desprendían del papel y se disolvían en el aire.

Alarmada, tocó las letras que se iban moviendo y, al hacerlo, una extraña corriente eléctrica recorrió su brazo. Sintió un tirón, casi placentero, como si la esencia de un mundo misterioso la reclamara, y sin darse cuenta, cruzó un umbral invisible y apareció en un mundo que, aunque desconocido, le resultaba extrañamente familiar.

Era un paisaje extraño, donde los colores eran más vivos y brillantes, las emociones parecían amplificadas y todos los sonidos, música.

Allí, los árboles contaban historias, los ríos cantaban canciones y los pajarillos la saludaban por su nombre. Eulalia caminó fascinada hasta encontrarse con una figura que la observaba desde lejos: era un hombre alto y delgado, de luenga barba plateada, rostro serio y mirada brillante, que sostenía un libro abierto.

—Bienvenida, Eulalia —dijo, con una voz que resonó con la tonalidad de un trueno suave.

—Buen día, caballero, ¿dónde estoy?

—Estás en Letralia, el lugar donde nacen las historias y donde las palabras toman vida y alzan vuelo.

—¿Quién es usted? —preguntó ella, todavía deslumbrada.

—Soy el guardián de las letras. Y tú, pequeña niña, has sido elegida para ser más que una viajera, deberás ser una guardiana del saber, uno de los nuestros. 

Eulalia frunció el ceño, intrigada, mientras el hombre le ofrecía el libro que llevaba en sus manos.

Ella lo tomó con reticencia y, al abrirlo, descubrió que sus propias palabras, escritas en sus cuadernos secretos y que nadie más que ella había visto, iban llegando, apareciendo de la nada, y acomodándose en las blancas páginas del libro, llenandolas una a una, antes de pasar a la siguiente y volver a ubicarse ordenadamente en filas.

—Tu tiempo como lectora ha terminado. Ha sido tan solo una preparación —continuó el guardián—. Ahora, debes aprender a crear.

La niña lo comprendió todo en ese instante. Había llegado a ese lugar porque, de alguna forma, siempre lo había deseado.

La lectura la había llevado a conocer mundos infinitos, pero la escritura le permitía inventar los suyos propios, y lo había estado haciendo a escondidas, primero imaginando finales distintos en las historias que leía y luego imaginando las suyas y plasmándolas en los cuadernos en blanco que le había legado tía Marga.

De pronto, el mundo aquel empezó a sacudirse y el viejo hombre de barba plateada huyó despavorido, siendo seguido por el libro, las lámparas y los muebles, y todo lo que había en aquel lugar, mientras los hermosos campos que se veían por las ventanas se esfumaban en volutas.

Entonces sintió el olor del humo que se elevaba, cuando de pronto unos fuertes brazos surgieron de las nubes y la abrazaron fuertemente antes de elevarla y sacarla de aquel mundo.

—¡Eulalia! —el grito, de los vientos atravesando mundos, llegó hasta sus oídos con la fuerza de un huracán.

Pero, sorprendentemente, aquella, era una voz conocida.

Abrió los ojos intrigada y vio a su madre que la tenía cogida con un brazo y aporreando con la almohada su cama, de donde se elevaba una suave columna de humo.

—¡Eres una loquilla! —le gritó su madre—. ¿Cómo se te ocurre meter la lámpara entre las sábanas? Por poco no te quemas, ¡Dios mío! Casi incendias toda la casa, y a nosotros con ella.

Desde aquel día, Eulalia apagaba la lámpara y dormía cuando su mamá lo decía, y viajaba en las historias entre sueños, anotándolas apenas se despertaba.

Con cada palabra, daba forma a ríos de sueños y montañas de recuerdos, alimentando un mundo que algún día otros niños, como ella, recorrerían para encontrar maravillosos mundos que los llenarían de felicidad, entre líneas.

Y así, en el instante preciso donde la mirada de Eulalia atravesó el delicado cristal translúcido que separa a las lectoras de las escritoras, se reveló ante ella un universo infinito: comprendió que la literatura no es solo un reflejo de la realidad, sino un portal mágico donde la vida se expande más allá de sus propios límites, donde cada palabra es un universo suspendido, cada línea una posibilidad de trascendencia, y donde la existencia se multiplica, se transforma y se redime con cada página vuelta, cada historia imaginada, cada moción rescatada del silencio de lo no dicho.

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