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Cuando la democracia se desvanece sin hacer ruido
«Las grandes tragedias de la historia no comienzan con gritos, sino con susurros», escribió una vez Hannah Arendt, una brillante pensadora alemana judía, y ¡Cuánta razón tenía!. Porque aquí, en nuestro Perú de todas las sangres, vemos cómo la democracia se nos ha escurrido entre los dedos sin que nadie dispare un solo tiro, sin que ningún caudillo de botas relucientes suba al balcón de Palacio.
La democracia está muriendo sin dictador. Y es que, las peores dictaduras son las que no tienen rostro, porque nadie puede derribarlas: no hay tirano visible, solo engranajes que giran solos. Y los peruanos, por lo menos la gran mayoría, seguimos viviendo en el limbo. El mundo nos observa, ¡y sabe Dios!, qué pensará de nuestra indolencia, pasividad, resignación, agotamiento o negligencia
La nota The New York Times escrita por Will Freeman investigador de estudios latinoamericanos en el Consejo de Relaciones Exteriores, analiza y describe la realidad política peruana a partir del ejercicio del gobierno. En resumen, afirma lo que todos sabemos pero pocos decimos.
El poder ya no está en Palacio. Está desperdigado, pulverizado, repartido entre un enjambre de políticos que gobiernan desde las sombras del Congreso.
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Dina Boluarte, la primera mujer que gobernó el Perú haciendo quedar mal a las mujeres, según afirman muchas de ellas, cayó con apenas un 3% de aprobación, y eso aún suena a mucho. Ni siquiera su familia completa la respaldaba. Ni falta que hacía: el poder ya había decidido su reemplazo. Y sin embargo, cuando José Jerí asumió la presidencia, un político oscuro con serias acusaciones pendientes, nadie salió a bailar en las calles. Nadie destapó una cerveza helada para celebrar.
¿Por qué? Porque todos sabemos que cambiar las marionetas no sirve de nada cuando los marioneteros siguen ahí, moviendo los hilos.
Como dice el periodista Herberth Castro Infantas en las redes sociales, la presidencia se ha convertido en una figura decorativa. Un adorno. Como esas fotos que cuelgan en las oficinas públicas, que todos miran y nadie respeta.
Hay fuerzas que no están completamente dentro del Estado, tampoco completamente fuera. Viven en esa zona gris, ese territorio ambiguo donde la burocracia y la delincuencia se dan la mano sin vergüenza alguna.
Estos poderes crecen con la complicidad de funcionarios estatales, con el respaldo de familias poderosas que manejan fortunas y apellidos, con el apoyo de facilitadores políticos que se venden al mejor postor.
También, con la bendición de autoridades que compraron sus títulos en alguna de las tantas universidades de garaje, que no saben ni lo que significa «bien común» pero sí son expertos en el arte de llenar sus bolsillos.
Keiko Fujimori. José Luna Gálvez. César Acuña. Waldemar Cerrón.
Nombres que se repiten en los escándalos de corrupción, en las investigaciones fiscales, en los pasillos del poder.
Una coalición flexible, intermitente, que se junta cuando les conviene aprobar las llamadas «leyes pro-crimen».
Y de qué otra manera se puede llamar a esas leyes que protegen a mineros ilegales que envenenan nuestros ríos, a madereros que destruyen ecosistemas perfectos en la selva, a mafias que han convertido barrios enteros en sus feudos particulares, a delincuentes que extorsionan cada día a comerciantes y trabajadores honestos. Leyes que amarran las manos a los fiscales cuando intentan investigar. Como quien le pone cadenas a un perro guardián.
Nuestra Constitución —ese documento que debería ser sagrado— ha sido mutilado hasta perder su alma. El 57,62 % de nuestra Constitución ha sido retocado, especialmente en los últimos años: un cuerpo legal con más cicatrices que principios. Y lo irónico, lo verdaderamente tragicómico, es que quienes la modifican a su antojo son los mismos que se niegan en redondo a convocar una Asamblea Constituyente.
Ahora quieren traer de vuelta la bicameralidad. Una cámara de senadores. El pueblo dijo «no» en un referéndum en 2018, pero ¿a quién le importa lo que diga el pueblo? «El pueblo es como un niño tonto» piensan estos señores mientras firman sus reformas con lapiceros de oro. «Nunca sabe lo que le conviene».
Hablemos claro, sin anestesia ni eufemismos. Estamos gobernados por una casta de políticos mediocres, expertos únicamente en el arte del saqueo sistemático. Autoridades con títulos comprados, con conocimientos más escasos que agua en el desierto y una ética que se evapora al primer soplo de poder. Gente que llama «mérito» a la herencia, «servicio público» a su negocio personal y «lealtad» a la complicidad. En sus manos, el Estado no es una institución: es un banquete del que siempre comen los mismos, mientras el pueblo limpia los platos.
Nos gobiernan con el descaro del ladrón que ya ni corre: sabe que nadie lo persigue.
La corrupción ya no es la excepción, es la regla del juego. Los honestos estan marginados y son llamados antisociales. Desde el gobierno central, pasando por los gobiernos regionales hasta los municipios más remotos de los Andes, y hasta en Ong’s y Asociaciones, la lógica es la misma: ¿Cómo me lleno los bolsillos sin que nadie se dé cuenta? Y si se dan cuenta… ¿a quién le echo la culpa?
Porque esa es otra genialidad de este sistema sin rostro: nadie es responsable de nada. Si algo sale mal, todos se señalan unos a otros como niños en el recreo. «Yo no fui, fue él». ¡Y nunca faltan los tontos útiles!. Y mientras tanto, las bandas organizadas controlan territorios enteros, el crimen organizado pone y quita alcaldes, y las economías ilegales florecen como hongos después de la lluvia.
Prometen medidas drásticas contra las bandas, pero no hacen nada para frenar las economías ilícitas de las que prosperan. Es que no pueden. O no quieren. Porque muchos de ellos viven de esas economías.
Este tipo de desgobierno es más sigiloso que una dictadura de manual. No hay un Fujimori con mano dura, ni un García megalómano, ni un Velasco con uniforme militar, ni un caudillo visible que concentre todo el poder. Hay muchos pequeños dictadores repartidos, cada uno con su pedacito de poder, su red de influencias, su clientela política.
Y por eso es más sólido, más difícil de combatir: porque el simulacro funciona. La maquinaria de la democracia sigue girando, engrasada por la apariencia. Habrá elecciones en abril de 2026, sí señor. Habrá candidatos, debates, promesas y discursos impecablemente vacíos. Pero el poder real no se mueve: sigue atrincherado en ese Congreso convertido en el reino de los intereses particulares.
¿Cambiará algo en el circo? Difícil. Cuando los payasos son los mismos, el espectáculo solo cambia de maquillaje.
La libertad desaparece poquito a poco, como la arena entre los dedos, mientras todos miramos para otro lado.
¿Y qué hacemos?
Giovanni Guareschi, un genial escritor italiano que supo capturar con ternura las luchas políticas de su tiempo, solía decir que: «hasta en los momentos más oscuros hay espacio para la esperanza.» Resistir y vencer a este monstruo de muchas cabezas es difícil, pero no imposible.
Las elecciones de 2026 pueden ser una oportunidad. Pero —y este es un «pero» del tamaño de una catedral— tenemos que dejar de votar por quienes nos regalan una bolsa de arroz, un octavo de pollo o nos prometen un puestito. No va a ser fácil, hay más de 40 precandidatos que anhelan llegar al sillón presidencial.
Necesitamos identificar candidatos que de verdad crean en la democracia, que respeten la separación de poderes, que entiendan que la política no es un negocio familiar sino un servicio al país. Sería ideal que algunos de ellos tengan experiencia pero también necesitamos sangre joven, rostros nuevos.
Tenemos que construir poder desde la sociedad civil, exigir transparencia, no callar cuando vemos que algo huele mal. Como decía Martin Luther King: «Al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos».
¡Ya es hora de despertar!
Hasta la Biblia lo dice, (Apocalipsis 3:15-16): «Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.»
Los tibios no van al infierno: ni siquiera merecen ese honor. Los espera algo peor: el olvido. Ese purgatorio donde se pudren los que nunca se atrevieron a elegir.
Porque eso es lo que está en juego, querido lector: no solo el futuro de un gobierno, sino el de esa frágil, imperfecta, pero hermosa cosa llamada democracia. Si la dejamos morir sin luchar, si permitimos que estos poderes paralelos sigan escribiendo las reglas del juego, entonces mereceremos el país que nos toque vivir.
La pelota está en nuestra cancha. Y el reloj corre.
